La mejor arma para la batalla: la educación en las virtudes de la Caballería (II)
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Reproducción del grabado de una vasija griega; Aquiles y Héctor. |
«El hombre que se enoja por las cosas correctas, con las personas correctas, y además como debe, cuando debe y durante el tiempo que debe, es elogiado. Este es el hombre al que se llama ‘manso’ (praos)».
Aristóteles. Ética a Nicómaco.
Sin entrar en el asunto, polémico y del todo fuera de mi alcance, de dilucidar si el origen remoto de la Caballería se encuentra o no en la tradición greco-latina (que si los griegos eupátridas, que si los romanos équites), les hablaré de dos héroes seculares clásicos, Héctor y Alejandro (junto con Julio César), quienes fueron elevados en la Cristiandad medieval al podio de los más grandes de los caballeros: los conocidos como los nueve de la Fama. También buscaré trazas de ese origen clásico clásico del caballero en uno de los primeros arquetipos del «miles Christi», en un soldado y mártir, tribuno de Capadocia al servicio de Diocleciano según La Leyenda Dorada, quien, junto con Santiago el apóstol, es uno de los patronos de la Caballería.
ALEJANDRO
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El gran Alejandro de Macedonia, héroe griego por excelencia, alabado y cuasi divinizado por numerosísimos autores, cronistas y poetas ya desde sus mismos días, fue incorporado en la Edad Media a esa cohorte de la Caballería de la fama. Así se dice en la obra medieval francesa del Li Romans D’Alexandre:
«Conquistó a los Armenios, a los Persas y a los Asirios.
Y a la gente del Oriente, y a todos los de la India,
Y a todos los de África, y a los de Etiopía:
Esto cuenta el libro, que todo el mundo fue suyo
Y que él fue el mejor príncipe de la tierra».
En nuestra España en trance de ser reconquistada, su vida y sus hazañas fueron el tema de una famosa obra, el Libro de Alexandre, de autor anónimo, donde se cristianiza al héroe clásico. Allí, entremezclando historia y leyenda a pares, el autor nos habla de la educación aristotélica que recibió el héroe, al que el maestro estagirita, enlazando con la relación extraña pero virtuosamente fructífera de la ira y la mansedumbre, le habría inculcado la siguiente enseñanza:
«Muéstrate condescendiente ante las súplicas, esfuérzate con ahínco en el estudio de las leyes, y a los culpables trátalos con humanidad. Retrasa la venganza hasta que haya pasado la cólera, y, una vez que ha sido infligido el castigo, procura olvidarte del resentimiento».
Libro este que enseña, a modo de moraleja, que fue la desproporcionada ambición y hambre de poder y fama del héroe lo que provocó su fin: según el autor anónimo, la Providencia lo llevó a una pronta muerte como castigo a su desmedido orgullo. Así, el más dotado de los héroes se muestra como el más humano, sucumbiendo, a pesar de sus dones y cualidades, en la misión sagrada y trascendente de todo caballero.
HÉCTOR
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En la Ilíada, Héctor, príncipe de Troya y su mayor guerrero, representa en su actuar las virtudes de la Caballería.
El primer rasgo que acerca a Héctor al ideal caballeresco es la razón principal por la que actúa: no para buscar gloria, sino para proteger a su ciudad y su familia. Mientras Aquiles se deja llevar por su orgullo y su deseo de fama (aquello que perdió a Alejandro), Héctor asume la responsabilidad de la supervivencia de Troya.
Y es en este actuar donde da muestras de su caballerosidad. Tres son los momentos en los que principalmente se manifiesta: en sus combates con Áyax, Patroclo y Aquiles; en su comportamiento ante su esposa e hijo frente a un destino fatal; y en su relación con su hermano Paris, causante de las desgracias troyanas.
En tales circunstancias, un hombre vulgar habría perdido el control de sí. En el fragor de la batalla, es fácil caer en una furia brutal; ante la muerte inminente, es natural descargar la frustración en los más débiles; y en una guerra de supervivencia, tentador culpar sin piedad al responsable. Pero Héctor no se comporta así.
Al enfrentar a Áyax, prioriza la paz de todos sobre la gloria personal:
«No he venido a buscar fama por mi cuenta, sino a cumplir el deber que los dioses me han encomendado. Si en ti reside gran valor, que así lo reconozcan los dioses y hombres; hoy, que la noche nos alcanza, permitamos que la paz se haga en el combate».
Tras vencer a Patroclo, atribuye humildemente su triunfo a los dioses:
«No es mi mano la que ha sellado el fin del noble Patroclo, sino la voluntad inexorable de los dioses, que teje el destino de héroes y hombres en el gran tapiz del tiempo».
Incluso en su último combate, con Aquiles «el de los pies ligeros», aun sabedor de su final, Héctor se comporta con una serenidad que denota mansedumbre, dignidad y honor:
«Si los designios divinos han dispuesto que mi fin se encuentre en el cruce de espadas con Aquiles, lo aceptaré sin altivez, pues la verdadera gloria radica en cumplir con el deber y en entregarme al destino marcado».
Con su familia se muestra como un padre ideal. En la conmovedora escena de su despedida de Andrómaca, su esposa, y de su hijo Astianacte, muestra un extraordinario control sobre la ira y la frustración que le asedian al verse obligado a afrontar su destino:
«Amada mía, el destino me convoca hoy a la lid, aunque el dolor de separarnos pese en mi alma. No es la gloria personal lo que me mueve, sino el honor de defender a Troya y a ti, aun sabiendo que los dioses ya han trazado mi sino».
(…).
«Hijo, no temas a la sombra de la muerte. La grandeza no se mide por la victoria en cada batalla, sino por el coraje de enfrentar lo inevitable con el corazón sereno y humilde».
Finalmente, las relaciones de Héctor con Paris muestran también su autoridad mesurada. Aunque critica a su hermano por haber causado la guerra, lo hace sin desprecio, instándolo, firme pero respetuosamente, a regresar a la lucha:
«Paris, no basta con haber sido agraciado por los dioses en belleza; la verdadera nobleza se forja en el temple del honor y en la valentía de asumir el destino. Levántate, aunque sea con humildad, y cumple tu parte en este llamado que nos une».
Héctor es un poderoso príncipe y un gran guerrero. Pero también es un hombre. Y, como todo hombre, débil, ciertamente, pero conmovedor en esa debilidad. La tragedia de su personaje, como señala Simone Weil, reside en su vulnerabilidad, una cualidad que lo hace más humano frente a la ira desmesurada de Aquiles.
Desde siempre los cristianos hemos recibido a Héctor con más benevolencia que a cualquier otro personaje homérico. Desde siempre lo hemos preferido a Aquiles. Héctor es colocado en el Limbo por Dante. También fue elevado a la categoría de uno de los nueve caballeros de la fama del mundo cristiano medieval. Y ello no debería sorprendernos.
Su figura todavía resuena con ecos aristotélicos y estoicos, pero igualmente cristianos, mostrando que el verdadero heroísmo no se encuentra en el poder desmedido, sino en el cumplimiento del deber asumido con prudencia y humildad. Como T. S. Eliot señala, «la sabiduría que podemos esperar adquirir es la de la humildad», que Héctor refleja en su vida y muerte.
SAN JORGE
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Por último, a un héroe santo quiero recoger aquí. A uno de los patronos de la Caballería, con el Apóstol Santiago. Me refiero a San Jorge, uno de los más grandes paladines de la Cristiandad, caballero y mártir. El padre Alfredo Sáenz lo describe así:
«San Jorge, el héroe por excelencia, el arquetipo de los caballeros. El Oriente recogió con amor la memoria de aquel a quien consideraba como a uno de los más grandes mártires: Constantino le levantó templos, Justiniano colgó su espada victoriosa junto a su sepulcro, San Basilio pronunció ante sus restos sermones encendidos. También el Occidente lo veneró con predilección, considerándolo como el modelo de los guerreros, el caballero andante de la fe, el defensor de la justicia y de los débiles. Junto con San Miguel y Santiago, compartía la dirección invisible de las batallas, especialmente contra los enemigos de la fe. Su figura aparece en los tapices bizantinos y coptos, en los marfiles carolingios, en los estandartes de los ejércitos, en las piedras románicas, en los escudos de los caballeros medievales, en los retablos renacentistas. Siempre como el símbolo de la lucha contra el pecado, la tiranía, Satanás y sus adláteres en la tierra».
Su historia puede encontrarse en numerosos textos. Un clásico es el relato recogido en la famosa obra de Jacobo de la Vorágine, La Leyenda Dorada.
La historia de San Jorge es especialmente ilustrativa en todo tiempo, por supuesto, pero resulta muy conveniente sobre todo hoy.
El dragón al que se enfrenta el héroe es un ser ambivalente, pues es real y arquetípico a un tiempo. Representa a un universal, pero supone, asimismo, una encarnación específica y concreta del mal. Es una expresión encarnada y simbólica del Enemigo mismo. Siempre ha sido así. Aunque quizá hoy menos que nunca.
En esta historia, si nos fijamos bien, veremos algunos trazos de la Verdad, y claras advertencias y llamadas a la atención y a la prudencia, a la protección y al auxilio de los débiles, e indicaciones muy útiles sobre cómo procede el Enemigo, lo que nos permitirá conocerlo mejor, y nos impulsará a hacerle frente con más denuedo y eficacia.
Lo que el Enemigo persigue al final; lo que desea con más fuerza, es siempre lo mismo: nuestros niños. Exige un pago en sangre y sufrimiento en las personas de nuestros hijos. Pero, antes, contamina el aire, el ambiente, con su pestilente y venenoso aliento.
«El monstruo era tan sumamente pestífero, que el hedor que despedía llegaba hasta los muros de la ciudad y con él infestaba a cuantos trataban de acercarse a la orilla de aquellas aguas».
(…).
«Con la podredumbre de su hediondez, contaminaba el ambiente y causaba la muerte a muchas personas».
Ello hace que los hombres desvaríen, presas del pánico, temerosos de perder sus mezquinas posesiones materiales, de las cuales, su propio cuerpo físico, que es dado a cuidar y proteger, deviene en prioridad absoluta y pasa a ser objeto de un culto desmedido, de un amor desviado y desordenado. Y así, harán lo que sea para salvar ese cuerpo, para darle satisfacción y desahogo a sus pasiones. Incluso a dar en sacrificio a sus propios hijos.
«La gente de la ciudad trató de exigir al rey que les entregara a su hija para arrojarla al lago, y clamando, enfurecidos, ante su palacio decían a gritos:
—¿Es que estás dispuesto a que todos perezcamos con tal de salvar a tu hija? ¿No ves que vamos a morir infestados por el hedor del dragón que está detrás de la muralla reclamando su comida?».
Esta leyenda nos lo cuenta. Es pues intemporal, dolorosamente intemporal. Pero trae consigo, también, y sobre todo, esperanza. Esa esperanza que señaló en gran Chesterton:
«El niño conoce al dragón desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar a ese dragón».
Y fíjense que quien aporta esa esperanza, San Jorge, es un caballero.
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