Valor, honor y redención a orillas del Nilo: Las cuatro plumas
«La batalla de Abu-Klea». William Barnes Wollen (1857-1936). |
«Tres plumas blancas revolotearon fuera de la caja; balanceándose, se mecieron por un momento en el aire y luego, una tras otra, se posaron suavemente en el suelo. Parecían copos de nieve sobre el oscuro piso de madera pulida».
A. E. W. Mason. Las cuatro plumas (1902).
«Con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos».C. S. Lewis. La abolición del hombre (1943).
«Un ángel no puede ser valiente, porque no es vulnerable. Ser valiente significa, en efecto, ser capaz de sufrir heridas».Josef Pieper. Las virtudes fundamentales (1954).
En 1952, el polígrafo inglés Roger Lancelyn Green escribió la biografía de un tipo peculiar e interesante; un tipo llamado Alfred Edward Woodley Mason. Un sujeto que vivió intensamente y que se hizo famoso con una novela de aventuras, una novela sobre la que voy a hablarles hoy, y por la que siempre será recordado. Sirva como presentación del hombre, lo que Lancelyn nos dice:
«Como en el caso de sus novelas, cuando uno piensa en A. E. W. Mason, piensa primero en una rápida, entrecortada y alegre avalancha de aventuras: Mason como actor; Mason como periodista en apuros que salta de repente a la fama con su segunda novela; Mason, el viajero que explora Sudán, Marruecos y España, haciendo rápidos y ansiosos viajes a Sudamérica, Sudáfrica, India, Birmania, Ceilán y Australia; Mason en su yate, costeando las islas Sorlingas, cruzando bahías, bordeando el Sena hasta Rouen o surcando los canales de Holanda; Mason, el alpinista que pasa sus vacaciones de Pascua viajando desde Oxford a las colinas sobre Wastdale y, más tarde, va año tras año a escalar los Alpes: el Col du Géant, Mont Blanc (dieciséis horas en la cresta de Brenva); Mason, el miembro del Parlamento; Mason, el agente del Servicio Secreto en España y México durante la Primera Guerra Mundial».
La novela, su mejor y más famosa obra, es Las cuatro plumas (1902), uno de los grandes bestsellers de la primera mitad del siglo XX. En sus primeros cuarenta años de publicación, se vendieron cerca de un millón de ejemplares solo en Inglaterra, y la obra ha sido llevada al cine al menos siete veces. La novela, ambientada en Inglaterra, Irlanda, Egipto y el Sudán durante la década de 1880, narra la historia de Harry Feversham, un joven oficial proveniente de una familia de distinguidos militares. Convertido en uno de los más prometedores oficiales del ejército británico, Harry, la víspera de que su regimiento embarque rumbo al Sudán con objeto de sofocar una revuelta indígena, renuncia a unirse a él poniendo como excusa su inminente boda con la bella Ethne Eustace. La realidad es más profunda: Harry se enfrenta también, «no al miedo, sino al miedo al miedo». Pero, como dicen los versos de Ángel González:
«Hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
Contra lo que se cree comúnmente,
no es siempre el miedo asunto de cobardes.
Para vivir muerto de miedo,
hace falta, en efecto, muchísimo valor».
Tras esta renuncia, tres de sus mejores amigos y camaradas, los también oficiales Willoughby, Trench y Castleton (no así su mejor amigo y rival en el amor, Durrance), le envían tres plumas blancas como señal de lo que interpretan como un gesto de cobardía. Su prometida, Ethne, al no comprender tampoco la renuncia de Harry, añade una cuarta pluma de su abanico.
A lo largo de la novela, Harry se redime de este supuesto pecado con audaces hazañas en Egipto y el Sudán durante las acciones bélicas dirigidas por Lord Kitchener para sofocar la rebelión de los derviches, iniciada en 1882 y encabezada por Muhammad Ahmad, autoproclamado Mahdi. Lo hace adoptando el disfraz de un músico griego converso al Islam, en imitación de las históricas hazañas de otros europeos no musulmanes, como el italiano Ludovico de Verthema (1470-1517), el español Domingo Badía, Alí-Bey (1767-1818) y el británico Francis Burton (1821-1890), alguno de los cuales, incluso peregrinaron a La Meca disfrazados de árabes sin ser descubiertos.
La novela recrea varios acontecimientos y lugares históricos, como la batalla de Abu-Klea, y la infame prisión de Omdurman, conocida como Umm Hagar, la Casa de Piedra. Unos versos de Sir Henry Newbolt, inmortalizaron la primera:
«La arena del desierto está empapada de rojo,
Roja con los restos de un cuadrado hechos pedazos;
La Gatling atascada y el coronel muerto,
Y el regimiento ciego por el polvo y el humo.
El río de la muerte ha desbordado sus orillas,
E Inglaterra está lejos y el honor es un nombre».
Un fragmento de la novela nos habla de la segunda:
«La habitación tenía unos treinta pies de lado, cuatro de los cuales los ocupaba el sólido pilar que sostenía el techo. No había ventanas en el edificio. Unos cuantos y pequeños tragaluces en lo alto dejaban apenas pasar algo de aire. Y en aquella hedionda y pestilente cueva era donde empaquetaban a los prisioneros, que aullaban y peleaban entre sí, arrastrados por el egoísmo que traen consigo las grandes miserias. Se les cerraba la puerta; desaparecía la luz crepuscular y quedaban envueltos en tinieblas, de manera que ninguno podía distinguir ni el contorno de los que se hallaban prensados contra él».
Sin dejar de ser una apasionante novela de aventuras, la obra aborda tres temas sumamente desprestigiados en la actualidad: el honor, el valor y la amistad. ¿Importa el honor? ¿Tiene relevancia la valentía? ¿Qué significa la amistad?
En el mundo actual, parece que lo único que importa es prosperar económica y socialmente, signifique esto lo que signifique. Más dinero y más poder; ese parece ser el único objetivo de muchas vidas, el anhelo más reconocido y el premio más deseado por aquellos que aspiran a algo. Y si para lograrlo es necesario pasar por encima del honor, evadir responsabilidades, no asumir riesgos por el bien común o el bienestar de otros, o incluso renunciar o traicionar una amistad, se hace. Sin embargo, hubo un tiempo en que el honor –ser fiel a los ideales de una conducta estimada correcta, a unos principios, a una historia, o a una tradición, independientemente del costo personal–, la valentía –tener fortaleza de ánimo para afrontar con denuedo y constancia dificultades, temores o dolores, físicos o espirituales–, y el ser un buen amigo –aquel que, como decía Aquino, está para lo bueno y para lo malo, y cuya presencia en momentos duros o adversos es la más valiosa–, importaban mucho.
De estos tres grandes temas me ocuparé hoy de dos de ellos: el honor y el valor. De la amistad ya les he hablado aquí.
El honor es un término ambiguo, pero, para los fines que nos interesan, podemos decir que nace y se adquiere cuando el bien de una persona es conocido y aprobado por muchos o, incluso, por ella misma. Sin embargo, esto podría llevarnos directamente a una cierta vanidad, que solo sería aceptable si este honor o fama se orienta hacia la gloria de Dios («brille vuestra luz delante de los hombres», Mateo 5,16); hacia la salvación del prójimo, («cada uno busque agradar a su prójimo haciendo el bien», Romanos 15,2); o para el beneficio del propio individuo, siempre que este no caiga en el vicio de la vanagloria.
Se suelen distinguir dos formas de honor: el adscrito y el adquirido. El primero se refiere al honor que se recibe en virtud del nacimiento en una familia determinada o por la pertenencia a un pueblo; en otras palabras, es independiente de cualquier accion personal. Se trata de una herencia, siendo el bien heredado la fama y el reconocimiento atesorados por aquellos a quienes uno sucede. El honor adquirido, por el contrario, es el que una persona recibe en función de los logros que ha alcanzado en un ámbito valorado por la sociedad en la que vive.
Se trata de un concepto que tiene su origen en las antiguas sociedades heroicas y guerreras, que se regían por un código de honor. El incumplimiento de ese código conllevaba la pérdida del honor, lo que, a su vez, implicaba una pérdida de estima pública y, por extensión, del propio valor y del sentido de la vida del propio individuo, como se evidencia en la respuesta de Héctor a Andrómaca cuando ella le ruega que se quede en Troya y luche tras las murallas, en lugar de enfrentarse a Aquiles en combate:
«(…) mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita á ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo».
Y aquí nos encontramos con una sociedad guerrera, que está, además, en trance de entablar batalla. El honor, por lo tanto, es fundamental y está, además, estrechamente relacionado con el valor.
En el comienzo de la novela, parece que Harry traiciona su honor familiar, adquirido por sus antepasados en los campos de batalla, trayendo así vergüenza no solo sobre sí mismo, sino también sobre su familia. El resto de la novela es la lucha y el esfuerzo de Harry por recuperar ese honor perdido, adquiriéndolo por sí mismo, para sí, e igualmente, para su familia.
El otro gran asunto tratado por la novela es el del valor, al que se refiere veladamente su título.
Existe un lugar común, un tópico, que sostiene que el hombre valiente es aquel que no conoce el miedo. Esta idea ha sido tradicionalmente considerada como una medida de la hombría y masculinidad. Si un hombre admite o expresa tener miedo, se le considera automáticamente menos hombre. Nada más lejos de la realidad, como trataré de exponer. Sin embargo, hay en nosotros una resistencia a cuestionar esta idea. Su aceptación es algo tan extendido que no nos parece que requiera de reflexión. No obstante, merece ser analizada, especialmente hoy, cuando muchos defienden una falsa y errónea masculinidad, en la que la ausencia de miedo es uno de sus atributos.
Santo Tomás de Aquino sitúa el valor o coraje dentro de la gran virtud de la fortaleza, la cual describe de la siguiente manera:
«Se entiende por fortaleza la perfección de orden moral de la parte afectiva sensible, que tiene por objeto dominar los temores más grandes o moderar los movimientos más intrépidos de audacia –refiriéndose a los peligros de muerte en el curso de una guerra justa–, a fin de que el hombre, en toda ocasión, jamás se aparte de su deber».
Según Aquino, después de la prudencia y la justicia, la fortaleza es la virtud más alta, porque «el temor a los peligros de muerte tiene el mayor poder para hacer que el hombre se aleje del bien de la razón», más que la destemplanza de las pasiones. La crisis de la pandemia del COVID-19 que hemos vivido recientemente nos ha enseñado mucho al respecto.
De acuerdo con el Aquinate, el hombre valiente es aquel que conoce el miedo, pero lo controla. De acuerdo a esta concepción, existen dos vicios principales opuestos a esta virtud de la fortaleza y, por tanto, opuestos a la valentía: por un lado, el temor de aquel que no tiene suficiente fortaleza ante los peligros mortales; y, por otro lado, la temeridad de quien se lanza al peligro en contra de la prudencia adecuada. Solo aquel que siente miedo y, a partir de este conocimiento, ajusta su acción a la razón y la prudencia, es verdaderamente valeroso. El protagonista de nuestra historia –aunque no solo él– demuestra esta valentía a lo largo de toda la novela: la recuperación de las cartas del General Gordon en Beber, el rescate de su amigo Trench de la fatídica prisión de Ondurman, su infiltración en el campamento sudanés, y muchas otras acciones de valentía y sacrificio.
Las cuatro plumas es una extraordinaria historia de aventuras, donde la emoción, la redención y el perdón son ingredientes esenciales. A través de esta narrativa, su protagonista, mostrando coraje y valentía mientras enfrenta y supera su miedo, recupera tanto su honor como su amor, restaurando en el camino amistades que parecían perdidas. El libro se convirtió en un clásico de inmediato y ha mantenido ese estatus desde entonces, así que no deben perderse su lectura.
8 comentarios
Me sorprendió esta conducta en época tan tardía como 1945. Como todos sabemos Prusia desapareció enseguida de acabar la guerra y con ella todo ese mundo.
De ahí toda la aventura y de ahí el anonimato con el que actuó, porque ya no lo hizo como militar sino a título personal.
Sí he visto una y otra vez las dos grandísimas películas realizadas en base a las novelas mencionadas, con los actores inconmesurables que protagonizaron ambas.
En el caso de la película "Las cuatro plumas" me refiero a que he visto una y otra vez la versión del 39. Solo de pasada la versión del 77 (el enfado del padre con el joven) y sí completa la versión de 2002. Tienen enfoques no exactamente idénticos. Me quedo con que es una historia de aventuras, de valor... y, tal vez, de renuncia de cumplimiento del deber.
La parte entretenida es la de Sudán y Egipto, apenas una cuarta parte. Animo al lector que se aburra a saltar directamente allí.
Luego se puede comparar con las experiencias de las primeras misioneras combonianas prisioneras del Mahdi durante años, con todo su realismo. El libro es "Mujeres en la Arena" de Lorenzo Gaiga, de 1995. Los combonianos siguen vendiéndolo.
También es interesante explorar la fe del general Gordon, un cristiano sincero, enfrentado a la esclavitud. La peli Jartum de 1966 lo explora: luego ya llegaría la revolución sexual, el cinismo, el desencanto, etc...
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