El problema político

«La libertad guiando al pueblo», Delacroix (1798-1863), y «El niños geopolítico y el nacimiento del hombre nuevo», Dalí (1904-1989).

 

 

«No pongáis vuestra confianza en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar».

Salmo 146, 3


«Para resolver el problema político uno debe pasar por la estética, pues aquello que conduce a la libertad es la belleza».

Friedrich Schiller


«En toda cuestión política va envuelta una cuestión teológica».

Donoso Cortés

 

 

Los dos axiomas que encabezan este artículo semejan contradictorios. Podría ser; al menos a simple vista, pues, si bien los dos hacen referencia a la cuestión política, para resolverlos uno apela a la estética y otro a la teología.

Más, si prestamos algo de atención, veremos como esto no es en absoluto así. Schiller nos habla de un medio para llegar a algún lugar. ¿A dónde? Pues al lugar en el que reside el fondo de la cuestión y la solución a la cuestión misma (si es que la hay en esta vida nuestra, cosa que no creo): la teología de que nos habla Cortés.

Casi contemporáneo de Cortés, pero muy lejos de la meseta castellana, en medio de las estepas rusas, Dostoievski, en su obra, El Idiota, hizo decir a uno de sus personajes aquello de que «la belleza salvará el mundo». Muy probablemente, el genio ruso se estaba refiriendo a lo que acabo de comentar, utilizando el término Belleza como uno de los trascendentales del ser.

Y es que nuestro telos, nuestro destino, aquello para lo que hemos sido creados, no es algo de este mundo. El fin último de todo hombre está más allá de esta limitada existencia, y por ello ha de orientar sus fines próximos en esta vida a ese fin. De esta manera, nuestra vida aquí –particular y social– tiene un reflejo trascendente. Y por ello, todo problema que enfrentemos en nuestras vidas terrenales es, en último término, un problema teológico que tiene una respuesta teológica, aun cuando esta se haga esperar.

Y digo esperar, porque el Reino de los Cielos no está aquí. No está en ningún lugar en esta vida terrenal que nos ha tocado vivir. Y por ello, no existe, ni sistema político ideal, ni mucho menos un mesías político que conduzca a la humanidad a tal utopía.

Sin embargo, no aprendemos.

Pero, aún así, lo cierto es que el problema existe, y debe afrontarse de la mejor de las maneras posibles, siempre imperfecta.

Partiendo pues de la base de que un católico nunca puede poner todas sus esperanzas en la acción humana, social, política o económica, examinemos la cuestión de la política.

Como bien dijo Aristóteles, el hombre es por naturaleza un animal social, que desde su nacimiento y durante toda su infancia, depende de sus padres y hermanos para su bienestar y comprensión del mundo. Un ser que, al alcanzar la adultez, busca establecer vínculos con otros hombres, llegando a formar su propia familia y asumiendo responsabilidades tanto materiales como espirituales para con ella. Una criatura que, con el paso del tiempo, al llegar a la ancianidad, vuelve de nuevo a depender, esta vez de sus propios hijos. Así, durante gran parte de su vida se encuentra dependiente y/o responsable de otros miembros del género humano de alguna de estas maneras.

De esta forma, la familia se convierte, de forma natural, en el núcleo fundamental de nuestras relaciones sociales.

Y estas familias nucleares, naturalmente dan lugar a familias extensas, e históricamente estas a su vez dieron lugar a tribus y naciones. Y con ello surgió la necesidad de ordenar esa convivencia social. Una cuestión enormemente compleja, y sin duda, irresoluble en su totalidad.

Como hemos visto, tenemos obligaciones para con los demás que no hemos aceptado, que se imponen por naturaleza y que cristalizan en nuestras relaciones familiares. Igualmente, las sociedades complejas incluyen también obligaciones con la autoridad política, que es análoga a la autoridad paterna por ser natural y no artificial, y que incluye las obligaciones con el propio país, al que, como a la propia familia, debemos lealtad a pesar de no haber elegido nacer en él.. Por último, tenemos obligaciones para con Dios como creador y sustentador del mundo, del que forma parte el orden político/social.

Este orden político/social, basado en la ley natural y asociado a pensadores como Tomás de Aquino, dominó en Occidente durante siglos.

Se había encontrado una solución a la cuestión política –precaria como todas las soluciones terrenales, pero eficaz–, que radicaba en el concepto de bien común y su relación y primacía sobre el bien privado e individual. Una solución en la que no se enfrentaban dos sujetos como destinatarios y beneficiarios de esos bienes –como pasa en el enfrentamiento entre el individuo y el Estado u otro sujeto de poder–, sino en la que el destinatario y beneficiario era el mismo; en un caso individualmente considerado, y en el otro unido a los demás miembros de su sociedad, sin que, en realidad, esta primacía supusiera privación o mutilación del bien común, ya que, este es el mejor de los bienes para el hombre; porque, como escribió Yves Simon, «la parte principal del bien común está contenida en nuestras almas», dado que es el bien que le es propio al hombre en cuanto hombre, al ser el bien intrínseco a la naturaleza del ser humano y a su destino y fin (un bien, por eso mismo, común a todos los hombres, de ahí su nombre). Por ello, cualquier Estado correctamente gobernado habría de identificar el bien común como el telos o fin de la legislación y de la acción política .

Más, esta idea fue abandonándose poco a poco, y sustituyéndose, con nefastas consecuencias, por la dicotomía entre el bien privado (el individuo) y el bien público (el Estado u otro sujeto de poder político). Una nueva visión esta que introdujo la tensión irresoluble de la primacía entre ambos bienes.

Y así, a causa de dicha tensión, surgieron para resolverla dos enfoques aparentemente opuestos e irreconciliables. El primero, el colectivista, que sostiene que el mayor bien para todos no puede alcanzarse sino a través del grupo, con una sola voluntad y una sola energía (originada quizá en Rousseau, aunque Hobbes formuló sus líneas maestras). Así, la voluntad individual (de cada hombre) debía someterse a una voluntad superior (del estado u otra fórmula de poder político colectivo). El segundo, el enfoque individualista o liberal: lo que cada hombre elige para su bien es válido siempre que no interfiriera o impida la elección correspondiente de los demás. No existe pues ningún fin o bien común, sólo una suficiencia de bienes tangibles que conduzca a un confort meterial. Los valores son de cada uno, subjetivos, y se originan en una voluntad autónoma, no limitada por la naturaleza.

En todo caso, ambos enfoques están relacionados, ya que los dos sostienen que la naturaleza humana no supone límite alguno a la voluntad individual o colectiva. 

Desde el siglo XVII en adelante se tendió la subordinación del bien privado al bien público (el dominio absolutista del Leviatán de Hobbes). Pero las tornas se invirtieron con el auge de los totalitarismos estatales que desembocaron en la gran tragedia de la II Guerra Mundial y sus consecuencias posteriores. Tal y como había advertido la Iglesia en Rerum novarum, la identificación del bien público con el colectivismo condujo efectivamente a una deshumanización generalizada, y la devastadora guerra y la expansión del comunismo fueron sus consecuencias más atroces.

Así que la reacción no se hizo esperar. Uno de los promotores de esta inversión de prioridades fue el filósofo político de finales del siglo XX, John Rawls, con sus dos más conocidas obras, Teoría de la Justicia y Liberalismo Político. Según él, para evitar un nuevo totalitarismo, habría que primar el bien privado, integrando en la sociedad toda su diversidad nacida de la autonomía y derecho del individuo a determinar su propio bien sin limitaciones externas, sea cual fuere este. Esta construcción intelectual ha devenido imposible de facto, y ha conducido a una pseudo anarquía nihilista para la que se ahora se propone como solución un nuevo totalitarismo. Un régimen totalitario disfrazado de solidaridad, inclusión y diversidad, que exige como tributo la desaparición de los estados y la aparición de un Nuevo Orden Mundial dirigido por una oligarquía capitalista servida por una elite burocrática. Es de apuntar que, tristemente, a ello ha ayudado, y sigue haciéndolo, la jerarquía eclesial católica y gran parte de la teología y filosofía que de ella dimana.

Aunque en realidad, todo viene de mucho más atrás, y Ockham, Lutero, Descartes y, más recientemente, Kant, son sus más destacados promotores. Y el vehículo político para llevarlo a cabo ha sido, y sigue siendo, el liberalismo.

Pero el liberalismo en el que vivimos inmerso es una perversión política, la ideología del suicidio de Occidente. Una ideología nefasta y peligrosa, aunque, debemos reconocerlo, tremendamente atractiva para el hombre. Una ideología que, primando un instrumento (la libertad) sobre el fin al que habría de servir (el destino trascendental del hombre), termina frustrando este último.

La libertad es ciertamente algo extraordinariamente valioso, un medio imprescindible para tratar de alcanzar el Bien. Sin embargo, no puede ser el bien último, ya que no es un bien en sí mismo. La capacidad de elegir entre el bien y el mal, o entre varios bienes, solo tiene valor en relación con los bienes (o males) que trae consigo su ejercicio. Basar un orden social y político en esa primacía de la libertad da lugar, tal y como estamos comprobando hoy, a un sistema demoníaco.

Si acudimos a Aquino, esta fuerte afirmación se entenderá mejor. Recientemente un dominico, Urban Hannon, ha hecho una aproximación muy sugestiva al tema en un artículo titulado, La política del Infierno, donde profundiza en la comparación entre el orden político liberal y la estructura de poder de los demonios descrita por Santo Tomás. Hannon, muy persuasivamente, utiliza la doctrina tomista para argumentar que la política liberal moderna puede imitar, en muchos aspectos, la jerarquía demoníaca, y ofrece una crítica incisiva de las implicaciones morales y sociales de tal sistema. Como dice Hannon, «mientras que el liberalismo proclama la libertad individual como su objetivo más alto, en la práctica, esta búsqueda de libertad sin restricciones puede llevar a un aumento de la opresión. Esto ocurre porque, en ausencia de un marco moral común, la libertad de los poderosos a menudo se convierte en la opresión de los débiles, replicando así el orden jerárquico de los demonios, donde los demonios superiores dominan a los inferiores», surgiendo de todo ello una tiranía demoníaca. Por cierto, algo que Platón anticipó, hace ya más de 25 siglos, en su República.

A las mismas conclusiones llega el filósofo político italiano, Danilo Castellano, cuando dice:

«La experiencia del totalitarismo ha favorecido la elección liberal por distintos países, en la convicción de poder restablecer la libertad. No se tuvo en cuenta adecuadamente que la libertad tiene un plurisignificado y que la negativa (propia del liberalismo) favorece el nacimiento y la afirmación de la anarquía, a la que luego pone remedio –lo observó en su tiempo Platón– con la tiranía».

Por su parte, el también dominico, padre Aidan Nichols, siguiendo a Aquino nos dice, al respecto del valor liberal de la tan mentada hoy diversidad:

«Aquino, por tanto, consideraría que el malestar y la anomia de la sociedad liberal moderna se derivan de la falta de reconocimiento de dos verdades relacionadas. En primer lugar, la búsqueda racional de la meta del hombre consiste en encontrar dónde está la meta divinamente dada por Dios, más que en fijar lo que ha de ser. En segundo lugar, no podemos perseguir ninguna meta particular que no sea también, implícitamente, la persecución de una meta más amplia, en último término, la de toda la sociedad. Si los objetivos que se fijan los individuos o los grupos, y las visiones de lo que debería ser la sociedad que implican estos objetivos, son mutuamente reconciliables, entonces la sociedad no es radicalmente pluralista, sino homogénea, aunque también, y con razón, diversificada. Si, por el contrario, esos objetivos y relatos entran en conflicto, entonces el entorno humano en el que vivimos no es una sociedad en absoluto, sino una incómoda colección de sociedades potencialmente alternativas (secularista, cristiana, islámica, etc.)».

Sin perjuicio de la conveniencia e interés de tales lecturas, quizá podríamos intentar aquí acercarnos a este complejo asunto de la mano del medio mentado por Schiller (la estética), materializado en varias novelas. ¿Podrá darnos su lectura una solución al problema de la política humana? Por supuesto que no. Lo que quizá nos den son advertencias sobre aquellos sistemas políticos que nos venden como solución lo que en último término significa un agravamiento del problema.

De esta manera, una feróz crítica al liberalismo y a uno de sus hijos o consecuencias, el totalitarismo, podemos encontrarla en dos obras literarias accesibles a nuestros jóvenes como son, La colina de Watership (1972), de Richard Adams, y Rebelión en la granja (1945), de George Orwell.

¿Un libro sobre conejos y otro sobre cerdos, vacas y gallinas? Si. Pero no se inquieten. Espero en las próximas entradas poder convencerles de la conveniencia de su lectura, ya que quizá con ella podamos ayudar a nuestros jóvenes a ser conscientes de que, en ausencia de una clara determinación de qué es el Bien, las sociedades humanas corren el riesgo de replicar las estructuras de poder opresivas y desordenadas del Infierno, alejándose del orden divino y del verdadero bien común.

Y así, para terminar, volvemos a la cuestión religiosa, a la teología que decía Donoso Cortés.

Como escribió una vez el padre James V. Schall:

«Es curioso que los cristianos busquen lo divino en el orden social en un momento en que el propio orden social tiene tanto de inhumano. La rápida legalización de lo que en la teoría clásica del derecho natural se denominaban propiamente “vicios” ha hecho cada vez más imperativo que la teoría política mantenga su punto de apoyo basal en la teología y la metafísica, en una fuente que le impediría completar el proyecto moderno de Maquiavelo de identificar absolutamente lo que los hombres hacen con lo que deberían hacer».

Eso, «lo que los hombres deberían hacer» y no hacen, es la razón por la que, en último término, la teología deberá ser la piedra angular de cualquier cosa que nos propongamos hacer, incluida la acción política que examinamos hoy, aunque pueda resultar extraño para algunos. Porque, la organización del orden político/social sin la guía de una clara determinación de qué es el Bien, puede efectivamente conducir, como constata la historia de nuestra experiencia política real, a la persecución de los justos y honestos, y ello, únicamente, por haber intentado ser justos y honestos.

3 comentarios

  
Feri del Carpio Marek
Buen artículo. Carlos Sacheri tiene un buen libro, El Orden Natural, en el que explica de manera sencilla estos temas.

Lamentablemente politologos "catolicos" de muy buena retórica, como Agustín Laje y Nicolas Marques, no entienden el grave error del liberalismo. Pienso que en parte se debe a que muchos catolicos tradicionalistas en Argentina tampoco entienden bien el tema y saben hacer poco mas que repetir el slogan de que el liberalismo es pecado, y reducir la politica a un tosco nacionalismo.
24/09/24 3:23 PM
  
Luis I. Amorós
Magnífico resumen, Miguel. Mi enhorabuena por el artículo (bueno, y por la bitácora en general).
25/09/24 11:39 AM
  
Antolin
Me ha gustado su artículo. Y provechoso. Me acuerdo del dicho: "al final de la vida, el que se salva, sabe; y el que no, no sabe nada". Búsqueda de la vida eterna, desde nuestra vida terrenal. El bien individual, social y universal.
25/09/24 5:23 PM

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