Desempolvando de nuevo la fantasía

                              Ilustración de Honor Charlotte Appleton (1879-1951).
 

 

«¡Oh! ¡Dadnos una vez más el sombrero de los deseos
de Fortunatus y el abrigo invisible
de Jack el matador de gigantes, y a Robin Hood,
y a la princesa Sabra en el bosque con San Jorge!
El niño, cuyo amor está aquí, al menos, cosecha
una preciosa ganancia: se olvida de sí mismo».

William Wordsworth. El preludio.

 

 

Una de las objeciones más presentes en numerosos padres ante la propuesta de buenos libros para sus hijos, está fundamentada en defectuoso conocimiento de la relación que en los niños se da entre la realidad y la fantasía. El temor de muchos progenitores es que ciertos libros puedan confundir a los niños al respecto de lo que es real y lo que no lo es, y las implicaciones que eso –de ser cierto– podría causar en sus vidas, razón por la cual se abstienen de poner en sus manos gran parte de la ficción de fantasía, partiendo de los cuentos de hadas en adelante.

He abordado este tema antes (concretamente aquí), y a esta entrada les remito. No obstante, soy consciente de que muchos padres siguen reticentes a aceptar los argumentos allí expuestos (además de otros que no fueron abordados en dicha publicación).

Ante esta cuestión hay algunas cosas que no podemos olvidar.

La primera es que la fantasía no es algo prescindible; no podemos eliminarla de nuestras vidas a voluntad. Y mucho menos de las de nuestros hijos. Es una constante presente en todas las sociedades y culturas conocidas, lo que sugiere que es una característica intrínseca del ser humano.

La segunda es que su cultivo y ejercicio es un elemento esencial para el sano crecimiento de los niños. Hoy día disponemos de un mayor conocimiento al respecto de este asunto que es necesario tener presente. En los últimos 50 años, hemos asistido a un número creciente de estudios sobre la capacidad de los pequeños para distinguir entre la realidad y la fantasía, y los efectos de esta.

A diferencia de suposiciones previas de académicos de cierto renombre (por ejemplo, Piaget), estos estudios nos indican que los niños no confunden fantasía y realidad. Disponemos ya de una fuerte evidencia al respecto de que los niños de tan solo tres a cinco años de edad pueden hacer variados distingos entre realidad y no realidad, incluyendo distinciones confiables entre la fantasía –como creación de la imaginación humana– y el mundo real y cotidiano; de igual forma sabemos que a partir de los siete u ocho años los chicos ya casi adquieren el nivel de discriminación de un adulto.

Además, se ha constatado que el trato con la fantasía y el uso intensivo de su imaginación es parte fundamental del crecimiento cognitivo de los niños, enriquece su desarrollo espiritual, y es la herramienta más importante para orientarlos hacia la realidad y para hacerles pensar en su sentido último y trascendente.

Para muestra un botón. El poeta y autor de libros infantiles ruso, K. Chukovsky, nos refiere un suceso tremendamente ilustrativo (que él relata en su fascinante libro, De dos a cinco, 1933). En aquella época, proliferaba en los ambientes educativos soviéticos la furibunda tendencia crítica de denigrar tanto los cuentos de hadas como toda clase de fantasía. En este escenario, Chukovsky nos relata la historia de la especialista en educación infantil, E. Stanchinskaya, quien destacaba especialmente por su feroz histeria contra toda clase de literatura fantástica. Con total coherencia, la científica decidió poner en práctica tales ideas en la educación de su hijo. Todo ello quedó recogido, con estoico rigor científico, en un diario donde la susodicha, metódicamente, refirió en detalle el desarrollo de su hijo hasta los siete años. Así nos lo cuenta Chukovsky:

«Un día le ocurrió algo muy extraño a Stanchinskaya. Su propio hijo se rebeló contra sus teorías oscurantistas.

Con todas sus fuerzas ella había tratado de proteger a su hijo de los cuentos de hadas e, incluso cuando hablaba con él de animales, sólo le hablaba de aquellos que había visto con sus propios ojos.

“¡Necesitamos entrenarlo para que sea realista! ¡Menos fantasías, menos maliciosas!” Los cuentos populares “con transformaciones milagrosas, duendes, Baba Yagas, etc.", le parecían especialmente terribles.

Todo lo cual habría estado en perfecto orden, pero, lamentablemente, como madre amorosa, comenzó a llevar un diario detallado sobre el crecimiento de su pequeño hijo y, sin darse cuenta, con este diario refutó todas sus especulaciones sobre la nocividad de los cuentos de hadas Con sus propias manos, por así decirlo, destruyó sus propias ideas.

Como puede verse en su diario –y este diario está impreso–, su pequeño, como en venganza por el hecho de que le habían quitado los cuentos de hadas, comenzó a entregarse a las fantasías más violentas, desde la mañana hasta la noche. Imaginó que un elefante rojo le vino a visitar a su habitación, o que tenía un amigo imaginario: la osa Cora; “Por favor, mamá, no te sientes en la silla junto a ella, porque… ¿No la ves? Hay una osa en esta silla”. Y tan pronto como caía una bola de nieve, inmediatamente se convertía en un cervatillo, un pequeño cervatillo en medio de la taiga; y tal cual se sentaba en la alfombra, la alfombra inmediatamente se convertía en un tren de vapor. En cualquier momento, de la nada, del vacío, el niño, con el poder de su imaginación infantil, podía crear cualquier animal o cualquier cosa.

Casi todos sus días transcurrieron así. A cada minuto, el niño creaba una especie de cuento de hadas para sí mismo.

“Mamá, yo soy un pájaro y tú también eres un pájaro. ¿Sí?", etc., etc., etc.

¡Como si hubiera alguna diferencia fundamental entre el cuento de hadas que compone un niño y el que le compuso un gran personaje o un gran escritor!

Después de todo, no importa si le cuentas este cuento de hadas o no lo haces: él es su propio narrador, su propio Andersen, Grimm y Ershov, y cada juego que juega es una dramatización de un cuento de hadas, que inmediatamente crea para él mismo, animando todos los objetos a voluntad, transformando cualquier taburete en un tren, en una casa, en un avión, en un camello».

Cosas parecidas las ha vivido todo el mundo cuando niño, y algunos, después, como observadores directamente implicados, una vez devinieron padres.

                 «La puerta del país de las hadas». Margaret Tarrant (1888-1959).

Guste o no, la fantasía es una parte natural del desarrollo humano, que emerge entrelazada con el mismo lenguaje. La fantasía no distorsiona la realidad, no la enmascara, sino que enriquece nuestra apreciación de la misma. C. S. Lewis afirmaba que los niños «no terminan despreciando los bosques reales porque hayan leído sobre bosques encantados; todo lo contrario: la lectura hace que para ellos todos los bosques reales estén un poco encantados». De esta manera, la fantasía es una suerte de prolegómeno necesario, en cuanto que natural, para poder apreciar, en la medida que podamos, el sentido del mundo. El argumento de Lewis de que las historias fantásticas encantan la realidad haciéndola más amable, atractiva y accesible, se extiende más allá, porque este tipo de relatos también crean en los jóvenes lectores la impresión de que hay algo oculto tras de la superficie del acontecer cotidiano. Y, como ya les he comentado alguna vez, la sensación de ese algo más, misterioso y velado, puede estimular el asombro y la indagación, haciendo surgir en los niños las preguntas que les son más naturales: ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?…

C. S. Lewis hace una distinción muy certera y aguda. Una distinción que debemos esforzarnos en realizar. Él escribe:

«Se acusa al cuento de hadas de dar a los niños una falsa impresión del mundo en el que viven. Pero estimo que ninguna otra literatura que puedan leer los niños les da menos falsas impresiones. Creo que las que pretenden ser historias realistas para niños tienen muchas más probabilidades de engañarlos. Nunca esperé que el mundo real fuera como los cuentos de hadas. Y en cambio, sí esperaba que la escuela fuera como los cuentos escolares. Las fantasías no me engañaron: lo hicieron los cuentos escolares. Todas las historias en las que los niños tienen aventuras y éxitos que son posibles, en el sentido de que no rompen las leyes de la naturaleza, pero son casi infinitamente improbables, representan más peligro de crear falsas expectativas que los cuentos de hadas.

Esta distinción también es válida para la lectura adulta. La fantasía peligrosa es siempre superficialmente realista. La verdadera víctima del ensueño ilusorio no se atiborra de “La Odisea", “La Tempestad” o “El gusano Ouroboros": él (o ella) prefiere historias sobre millonarios, bellezas irresistibles, hoteles elegantes, playas de palmeras y escenas de alcoba: cosas que realmente podrían suceder, que deberían suceder, que habrían sucedido si el lector hubiera tenido una oportunidad. Porque, como digo, hay dos tipos de anhelo. Uno es una “askesis", un ejercicio espiritual, y el otro es una enfermedad».

Por ello, la fantasía no debe ser vista como algo negativo o perjudicial para los niños, sino todo lo contrario, siempre que sea del tipo del que habla Lewis, de ese anhelo que traemos de fábrica y que se manifiesta al poco de asomarnos al mundo. Un anhelo que, entre otras cosas, nos invita cuando niños —y no tan niños—, atravesar una puerta (la de un armario, como en Narnia, por ejemplo) y acceder a otros mundos, lo que tienen el importante y sano valor de alejar nuestra mente del limitado y sofocante yo. Porque los niños, en lugar de reducir esos mundos y personajes de fantasía a sus diminutos yos, expanden sus almas a través de ellos y al hacerlo, como escribió Wordsworth, «cosechan una preciosa ganancia: se olvidan de sí mismos».

No olvidemos que nuestros cuerpos tienen experiencias sensoriales, pero también imaginativas; y que ambas son importantes desde el punto de vista de nuestro florecimiento como seres humanos.

Aun así, todavía habremos de preocuparnos por las influencias particulares de las historias fantásticas que elegimos para que sean leídas por nuestros hijos. Porque las hay buenas y las hay malas. Un tema que hemos tratado profusamente en este blog. En las próximas entradas les traeré a ustedes más buenos libros de fantasía que podrán ayudarnos.

 

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3 comentarios

  
Haddock.
Creo que los cuentos infantiles no son fantasía, sino que expresan una realidad profunda que como la poesía, enseñan verdades trascendentes.
Bruno Bettelheim en su iluminador libro "Psicoanálisis y cuentos de hadas" lo muestra de manera magistral.
Sí. El niño ya tiene sus monstruos y dragones en su cabeza y esos cuentos les dan forma externa y enseñan que pueden ser derrotados.
Si el pequeño héroe se enfrenta a ellos con valentía y esfuerzo, la historia tendrá un final feliz.

Como la vida misma.

02/08/24 2:11 PM
  
Jose Ángel Antonio
Magnífico artículo y muy bien explicado, con el caso de la profesora rusa y las argumentaciones de CS Lewis.
Los padres (o adultos no-padres) contrarios a la fantasía en los niños nunca son personas que resultaron físicamente heridas por su fantasía en su infancia (no existen tales personas) sino personas poco o nada imaginativas que no entienden qué es y cómo funciona la imaginación y la fantasía, y que tratan de hacer de sus hijos clones prácticos-no imaginativos.

Son adultos con una psique muy peculiar que proyectan sobre los demás sus miedos, que no tienen base científica alguna.

Mi abuela, casi analfabeta, estaba convencida de que leer cualquier cosa que no fueran revistas del corazón era malo, porque te sorberá el seso como a Don Quijote. No había leído Don Quijote, pero le sonaba de que leer te volvía loco. El síndrome de "no seas como Don Quijote" ha hecho mucho daño en España.
02/08/24 6:37 PM
  
Masivo
Gran artículo, que me ha hecho querer releer "La historia interminable" de Michael Ende.
03/08/24 10:01 AM

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