De la rima al álbum ilustrado

                           «El libro ilustrado». Obra de Eugenio Zampighi (1859-1944)

   

 

«El límite de mi lenguaje es el límite de mi mundo».

Ludwig Wittgenstein

 

 

La función fundamental del lenguaje es la comunicación. Y esta, para ser eficaz, requiere de coherencia y estabilidad en la relación base de todo lenguaje: la adecuación de la palabra a la cosa, idea o acción que nombra. Así, el lenguaje es el instrumento para transmitir a los otros la propia visión o concepción de la realidad, y, por lo tanto, de la verdad del mundo.

Todo ello tiene implicaciones, además de prácticas, metafísicas, ontológicas y morales. Porque, si las palabras son, como pensamos, signos que representan conceptos, que, a su vez, son representaciones mentales de los objetos del mundo, deberá haber una correspondencia entre las cosas o sucesos, entre los conceptos y las palabras; lo contrario conduciría a una disonancia cognitiva de consecuencias fatales para las relaciones humanas y para el hombre; la historia de Babel está ahí para ilustrarlo.

Tras todo ello, late una cuestión crucial: el tema de la verdad. Como sostuvo Aquino, la verdad es un aspecto fundamental en el habla y está estrechamente ligada a la capacidad humana de conocer y entender el mundo tal y como es, ya que supone una correspondencia entre la mente y la realidad. Por ello, estar en la verdad, conocer la verdad, es una condición necesaria para la validez del lenguaje. Para el Aquinate, el lenguaje solo es válido cuando representa con precisión al mundo, y esto requiere una conexión correcta entre el pensamiento y la cosa que este conoce.

Y el momento donde esto se apuntala, donde se adquiere y se interioriza esa íntima relación, es la primera infancia. Luego vendrá una extensión cuantitativa de las cosas del mundo y de las palabras que las nombran, una ampliación del vocabulario, pero toda nueva palabra aprendida responderá a ese esquema y a la confianza que ofrece: la correspondencia entre la forma y el fondo, el nombre y el objeto que nomina.

Y educar es, básicamente, enseñar a nombrar de manera adecuada. Este lenguaje se transmite de padres a hijos, se hereda, y se enriquece en cada generación, pero aquello que se recibe no debe ser cuestionado a la ligera. Cuando alguien cuestiona un nombre genera caos en el frágil orden de la realidad concreta, por esta razón se ha convenido en llamar a ciertas palabras verdades, porque son afirmaciones incuestionables. Y por ello, hoy, con aviesa intención, se trata de que esto no sea así.

George Orwell, escribió lo siguiente, en su ensayo La política y el idioma inglés (y más tarde lo plasmó más crudamente en su novela, 1984):

«En nuestra era (…) todos los problemas son políticos, y la política en sí misma es una masa de mentiras, evasiones, locura, odio y esquizofrenia. Cuando el ambiente general es malo, el lenguaje debe sufrir. (…) Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento».

Sin embargo, no crean que se trata de algo novedoso, o que su descubrimiento se lo debamos al cercano Orwell y la neolengua de su 1984. En su día, Platón hizo causa de un combate contra esta corrupción de la palabra, personificada en las personas de los sofistas (reflejado, por ejemplo, en su diálogo Gorgias), quienes se había apoderado del espacio público y privado de su Atenas natal. Con los sofistas la palabra se transforma en un instrumento de poder, como dice Josef Pieper. El sofista es el fabricante de una ficción. Pero, lo perverso de su conducta es que trata de hacer pasar esa ficción por realidad. Y así, manipula y engaña, siendo su instrumento de engaño y corrupción la palabra. Una muestra de ese abuso del lenguaje con fines de dominio y poder lo relata, más o menos en el mismo tiempo, Tucídides, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, donde escribía hace 2.500 años:

«Cambiaron incluso, para justificarse, el ordinario valor de las palabras. La “audacia irreflexiva” fue considerada “valiente adhesión” al partido, la “vacilación prudente", “cobardía” disfrazada, la “moderación", una manera de disimular la “falta de hombría", y la “inteligencia” para todas las cosas, “pereza” para todas. Por el contrario, la “violencia insensata” fue tomada por algo necesario a un hombre, y el tomar precauciones contra los planes del enemigo, un bonito pretexto para zafarse del peligro. Los “exaltados” eran siempre considerados “leales", y los que les hacían objeciones, “sospechosos". (…). La causa de todo esto fue el deseo de poder y de honores. (…). Cosas que suceden y sucederán siempre mientras sea la misma la naturaleza humana».

Así que habrá que prestarle atención a este asunto.

Y el primer lugar donde deben cuidarse estas cosas es en la familia. En su seno se ha de enseñar a los niños los nombres correctos de las cosas, personas y emociones. Más tarde, y como refuerzo, la escuela deberá afianzar lo hecho en casa.

Uno de los primeros instrumentos mediante los cuales se inicia al niño en esta primera educación son los libros; y un tipo donde especialmente se trata de esta correcta adecuación entre la palabra y la cosa son los denominados álbumes ilustrados.

Voy a hablarles de tres ejemplos, el primero y el último separados entre sí por 66 años.

 

LA CASITA, de Virginia Lee Burton (1942)

 

Alrededor de una pequeña casa de campo (que se humaniza como principal protagonista del relato), sólidamente construida, va pasando el tiempo; y con él todo aquello que la rodea: pasan las estaciones, se aran los campos, se construyen caminos y luego carreteras, y a su alrededor surge una aldea, que pronto se convierte en un pueblo, y más adelante en una pequeña ciudad que comienza a crecer desmesuradamente: se levantan casas y edificios más altos que terminan rodeándola empiezan a pasar tranvías por delante y luego el metro por debajo y más tarde un tren en un paso elevado justo por encima… Frente a estos cambios, la casita va empequeñeciendo, no solo físicamente, sino también espiritualmente, y el desconcierto, la tristeza y la soledad se apoderan de ella: Sin embargo, gracias a su recia naturaleza y sus firmes cimientos, la casita resiste todos los asaltos, hasta que la tataranieta del hombre que la construyó decide trasladarla de nuevo al campo, y allí la vemos renacer, en un nuevo florecimiento.

El relato, no solo es la historia a través del tiempo de una casa. Si no que, como a escondidas, encierra un mensaje de mayor calado. No solo enseña a los niños el contraste entre el sosiego de la casa del campo y el trajín casi inhumano de la gran ciudad, que también, sino que, aún más profundamente, nos muestra que hay cosas duraderas, que, si están bien asentadas, con sólidos cimientos, pueden resistir los embates del tiempo y los cambios físicos o espirituales. Y también nos recuerda que, si uno se esfuerza, aún hoy, aún ahora, puede rescatar del olvido aquellas cosas valiosas que es preciso rescatar, como en este caso, la casita construida por el tatarabuelo de la protagonista secundaria (la principal, es la propia casita). La característica simplicidad expresiva de Wise Brown se muestra en este pequeño álbum, que ganó en el año 1942 el más prestigioso premio para los libros ilustrados, la medalla Caldecott.

Editada por Sitesa, 1994; y en una más nueva edición por Lata de Sal, 2022.

 

LOS LIBROS DE RICHARD SCARRY

 

Estamos ante un autor de betsellers. Richard Scarry llegó a escribir e ilustrar más de 300 libros, de los que se han vendido más de 100 millones de ejemplares, traducidos a decenas de idiomas. Pero, todos sus libros responden a un mismo esquema: sus personajes son siempre animales antropomórficos que desempeñan, con afán y dinamismo, las más variadas actividades en los más variopintos lugares y escenarios, aunque la mayoría de las veces el lugar es la ficticia ciudad de Busytown (Ciudad Laboriosa). El mérito de este prolífico autor es que sus protagonistas, sin dejar de ser cerdos, gatos, perros, conejos, ratones (incluso búhos, castores, mapaches, hienas y cocodrilos), consiguen parecer humanos. Y es que, aunque se trata de caricaturas, no por ello dejan de ser reconocibles en ellas rasgos humanoides, ya que el trazo de Scarry combina con destreza el realismo de sus características naturales, con la fantasía y la imaginación.

A los niños pequeños les fascinan las muchas y diferentes tareas en las que esos incansables y diligentes animalitos se afanan cada día, y las ilustraciones de Scarry, llenas de detalles, harán que los pequeños lectores pasen horas y horas estudiando con atención las páginas de estos libros. Se trata de obras hechas al modo de los diccionarios visuales (de los que el autor reconoce, tomó inspiración), lo que garantizan que, con cada lectura, los niños acrecienten su vocabulario, identifiquen objetos, familiares o novedosos, y descubran una gran multitud de cosas.

El autor siempre intenta presentar información compleja de manera divertida y desenfadada como si se tratase de «un hombre divertido, disfrazado de educador». Y todos sus libros parecen abordar la pregunta de Ramazzini: «¿Qué hace la gente todo el día?» Porque, lo cierto es que, como sus hijos descubrirán, su mundo, es un mundo muy, muy ajetreado y lleno de diversión y de entretenimiento.

En España muchos de sus títulos fueron adaptados y publicados por Editorial Molino, Plaza y Janés y Bruguera y, más recientemente, por Duomo ediciones y Luna Rising, esta última en edición bilingüe.

 

LA OLA, de Suzy Lee (2008)

 

Este es, sin duda, un álbum ilustrado, pero tiene la peculiaridad de que no hay ni una sola palabra escrita en él. No obstante, todo un torrente de palabras se asoman a la punta de la lengua, apenas uno se adentra en sus páginas.

El carácter híbrido del álbum ilustrado típico decae aquí, y la imagen (que, en todo caso, es siempre el elemento dominante) se apodera totalmente de la historia que se quiere contar. Esta es de una enorme simpleza: los juegos con las olas de una niña en un día de playa (de ahí el título). Se trata de juegos intemporales con los que, cualquier niño de cualquier tiempo, podría disfrutar. Las ilustraciones son simples, pero hermosas, bastando dos tonos de acuarela para crear la atmosfera que el relato precisa.

Pero, el álbum contiene algo más, algo que se intuye al comienzo y se confirma en la última de sus páginas, donde se ve, por primera vez, a la madre, alejándose, junto con la niña, de la playa. Y es que el arrojo que muestra la pequeña protagonista, al enfrentar la imponente fuerza y el extraordinario y misterioso movimiento de las olas, solo puede explicarse por la invisible, pero cierta, presencia de la madre, puesta de manifiesto, únicamente, al final de la historia; una presencia que, paradójicamente, la pequeña no percibe como coercitiva o limitadora, sino, más bien, como una garantía de su libertad y su seguridad.

Editado por Bárbara Fiore.

1 comentario

  
Haddock.
No soy tan mayor, que todavía no tengo 60 años.
Pero recuerdo de mi infancia la entrañable frase de "dale un libro al niño para que vea los santos".
Esto venía a cuento porque en los libros antiguos las imágenes y grabados representaban a santos.
A mis tres años exigía para dormirme mi osito de peluche y el libro para para ver sus imágenes, rodeadas de extraños arabescos que eran frases.
Qué impotencia la de mi rabia infantil porque no podía entenderlas.

Fue el inicio.

11/10/23 2:02 AM

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