La literatura como una suerte de «escondida senda»: «Franny y Zooey», de J. D. Salinger
«Noche de estío». Julia Sanmartin Sesmero (2006-). |
«Los libros que el mundo llama inmorales son libros que muestran al mundo su propia vergüenza».
Oscar Wilde
«Lo único importante en un libro es el significado que tiene para ti».W. Somerset Maugham
Seguramente muchos de nosotros, cuando nos ponemos a pensar en qué libros serían los adecuados para que fueran leídos por nuestros hijos, pensamos en obras instructivas que les muestren a las claras qué está bien y qué está mal. El Dr. Samuel Johnson era de esta opinión. Le preocupaba que la literatura de su tiempo dirigida a los jóvenes no proporcionara a sus lectores una guía moral, pues a su entender, mezclaba cualidades «buenas y malas» sin indicar claramente cuáles seguir.
Sin embargo, si lo pensamos bien quizá no sea esta la forma ideal de hacer que crezca la virtud en el alma de nuestros hijos, o al menos, la única manera. Porque, la vida real que tarde o temprano tendrán que enfrentar no es así; no es tan clara y pura como desearíamos. Es un hermoso mundo caído en el que se mezclan con desconcierto y con sorpresa ––muchas más veces de lo que desearíamos–– lo bueno y lo malo. El problema radica en saber navegar por esas aguas grises, turbulentas e imprevisibles.
No dudo que en las primeras edades, cuando los niños carecen de sentidiño, cuando aún no ha podido crecer en ellos el prudente hábito de cuestionar qué es el bien y qué es el mal, debamos llevarlos de la mano, un día sí y otro también. Pero llegará un tiempo en que deberemos soltar esa mano y ellos deberán seguir, por momentos solos, su camino.
Así que, sin dejar de conducirlos hacia los manantiales de la virtud y alejarlos de los sulfurosos abismos del mal, también habrá que entrenarlos, tal y como se los entrena para el desempeño de los oficios mercantiles, artesanales o intelectuales que les ayudarán a ganar el pan para sí y los suyos. Entrenarlos para elegir y promover el bien, y para alejarse del mal y en su caso, combatirlo.
Y al respecto de cómo puede realizarse este entrenamiento, hay algo que nos ofrece la literatura que tiene un inmenso valor. Algunos lo llaman imaginación moral, otros, escuela o pedagogía del corazón. Hablo de ese poder de percepción ética que va más allá de las barreras de la experiencia privada y de los acontecimientos del momento, y que aguarda emboscado en los buenos y grandes libros.
Ese cúmulo de experiencias que guardan los libros permitirá a los chicos, de la mano de su imaginación, ir más allá de su limitada experiencia personal. Les ayudará a percibir lo que se tiene en común con los demás y a contemplar las cosas desde otras perspectivas, enriqueciendo su corazón y su alma. Esto es, exactamente, lo que quiere decirnos la literata norteamericana Flannery O’Connor cuando escribe:
«Nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida, o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».
Por ello es importante sumergirles en las grandes historias donde las virtudes y los vicios se hacen vida. Y una de las cuestiones que esto nos plantea es la de qué tipo de libros habremos de poner en sus manos: ¿aquellos que expresen claramente esos temas morales?, ¿aquellos en los que los protagonistas sean modelos impecables de lo que el hombre debe ser? Si, por supuesto que sí, pero… ¿qué hay de aquellos otros que muestran lo que no debe llegar a ser? Y aún yendo más allá: ¿Es primordial que tales obras hayan sido escritas por buenos hombres, o esto es una cuestión marginal?
Personalmente, creo que hay que ir más allá de estos límites. Asumir cierto riesgo y depositar cierta confianza, tanto en nuestros hijos como en los artistas, poetas y literatos que guardan en algunas de sus obras cosas valiosas, y ello aun cuando su vida personal quizá no termine de gustarnos. Pero eso sí, siempre, siempre habremos de permanecer cerca de los chicos.
Y es que, a veces, el mensaje es ignorado por el mensajero e incluso por el propio autor. En algunos casos, de forma misteriosa, el artista es un mero instrumento, un medio que, además de su modesto y limitado propósito personal, es portador ––sin saberlo–– de un haz, en ocasiones infinito, de gracias o de iluminaciones, quizá secretas para él, pero puede que deslumbrantes para otros, sean muchos o sean pocos.
Este es el caso de un literato de particular apreciación personal: J. D. Salinger. Es conocida la fama de arisco e inalcanzable, de anacoreta secular, que el autor se labró a pulso a lo largo de los años, a pesar ––y quizá a causa–– de su enorme aclamación y popularidad.
Una de sus obras más queridas para mí es Franny y Zooey (1961), una de las historias a través de las cuales Salinger construye el universo narrativo de la extravagante y disfuncional –pero increíblemente encantadora– familia Glass. Una obra breve y de notable mérito: no es nada fácil construir un relato de ciento cincuenta páginas solo con diálogos, y en Franny y Zooey casi no hay otra cosa que eso, diálogos y muy poca acción.
En este singular cuento (mejor dicho, dos cuentos entrelazados, de los cuales el segundo es notoriamente superior al primero), Salinger, a través de los breves trazos de un diálogo que sirve de andamio narrativo a toda la historia, disecciona en pocas frases un problema del cristianismo asociado al sentimentalismo hoy rampante: la idea de un Cristo acogedor y mimoso, una adorable e irreal figura de una suavidad pegajosa, muy alejada del León de Judá, del Rey de reyes, del Señor del Universo, y por lo tanto incursa en el grave error de fijar nuestra vista en lo que no sería sino un ídolo construido a nuestro gusto.
Dice Zooey a su hermana Franny a propósito de la conocida oración del peregrino, que la chica repite sin parar sin fruto ni provecho espiritual alguno:
«Diga lo que diga, siempre da la impresión de que hablo en contra de tu Oración de Jesús. Y no es cierto, maldita sea. Solo estoy en contra de por qué, cómo y dónde lo recitas (…) no puedo (te juro por Dios que no puedo), comprender cómo eres capaz de rezar a un Jesús a quien ni siquiera entiendes».
Y continúa:
«El Padrenuestro tiene un objetivo, y solo uno. Dotar a la persona que lo dice con la Conciencia de Cristo. No construir un pequeño rincón cómodo y sagrado como ninguno, con un personaje pegajoso, adorable y divino que te tome en sus brazos y te releve de todos tus deberes».
«Consérvale en la mente mientras lo recites, a Él y solo a Él, y tal como fue y no como te hubiese gustado que fuera».
La historia termina con un rescate y una revelación que son, a un tiempo, un gran consuelo y una esperanzadora visión gozosa. Zooey, tras una larga y nada aburrida conversación, libera a su hermana pequeña de su desesperanza, haciéndole ver que Cristo, el Cristo al que ella reza implorando misericordia y al que no parece llegar, está mucho más cerca de lo que imagina. Que Él está aquí, en el prójimo, en cualquiera que necesite de nosotros, en cualquiera, hasta la más vulgar e insignificante de las personas, como en la «dama gorda» de su infancia, tal y como les había enseñado su hermano mayor, Seymour:
«No hay nadie en ninguna parte que no sea la Dama Gorda de Seymour. ¿No lo sabes? ¿No sabes aún este maldito secreto? ¿Y no sabes, escúchame ahora, no sabes quién es realmente esa Dama Gorda…? ¡Ah, hermana! Es el mismo Cristo. El mismo Cristo, hermana.
Por gozo, al parecer, todo cuanto Franny pudo hacer fue sostener el teléfono con las dos manos».
Que Salinger haya sido capaz de ver esto tan claramente y comunicarlo de manera tan dramática es algo bastante extraordinario e insólito. Porque no se trataba de un hombre especialmente religioso y mucho menos un cristiano, ya que, en todo caso, aquello con lo que parecía simpatizar era algo así como un sincretismo de tintes orientales, mezcolanza de budismo e hinduismo. Pero, a pesar de ello, y además de las habilidades del artesano poético, poseía la percepción propia del verdadero poeta.
Porque, aunque muy probablemente Salinger no buscó evangelizar sobre Cristo ni sobre su adoración y oración (el relato abunda en referencias a religiones orientales y a modus vivendi seculares), no dudo que lo hizo, incluso sin él saberlo. ¿A qué número de almas alcanzó y/o llegará a alcanzar? No lo sé, solo Él lo sabe. Lo que nosotros ya sabemos, o deberíamos saber, es que el Señor obra de forma misteriosa e inesperada, a través de cualquiera de sus criaturas, lo sepan o no, lo amen o no. Eso no importa.
Y es que, a veces se pueden encontrar verdades profundas en un simple verso o en la expresión de un rostro pintado en un cuadro; una melodía puede llevar a una revelación o inspirar una esperanza; un poema quizá abra una puerta que ya no se cerrará; un relato podrá trasladarnos a un lugar secreto o al corazón de una persona que jamás olvidaremos. Y nos hablarán, cada uno en su lenguaje, del bien y del mal, de la verdad y de la mentira, de la belleza y de la fealdad.
La poeta conversa norteamericana Denise Levertov, nos habla de ello en un poema, con un fragmento del cual termino. Después de leerlo, piensen en los versos, las historias o las canciones que para ustedes han tenido los mismos efectos en su forma de pensar, sentir o vivir.
El secreto
Denise Levertov
Dos niñas descubren
el secreto de la vida
en una repentina línea de un poema.
Yo, que no conozco el secreto,
escribí la línea.
Fueron ellas quienes me contaron
(a través de otra persona)
que lo habían hallado.
Una advertencia final. Antes, durante y después de dejar que nuestros hijos entren en esos nuevos mundos literarios que abrirán su imaginación y dilatarán su experiencia, alguien ––y ese alguien somos nosotros–– deberá enseñarles los rudimentos de una vida moral. De no ser así, me temo que el gozo del descubrimiento podría convertirse en una pesadumbre, y que lo que habría debido ser una iluminación podría volverse una oscura visión que transforme sus vidas en un jardín umbrío. Y es que, aunque algunos libros son capaces de prender hogueras en los corazones, iluminando en la oscuridad y confortando frente al frío, también hay otros que con ese mismo fuego podrían llegar a reducir a cenizas convicciones, amores o visiones del mundo.
Así que, no bajen la guardia, «sean sobrios y velen».
2 comentarios
-¡Cómo me pesaría haber leído todos esos libros!
-¿Por qué? Haberlos leído sería una riqueza que habrías adquirido. Entiendo que resulte pesado leerlos, pero no el haberlos leído.
-Si los hubiese leído, me habría roto la cabeza y habría perdido un tiempo precioso que hubiese podido emplear sencillamente en amar a Dios...
(Últimas conversaciones; sor Genoveva, Julio.)
Cabe mencionar que santa Teresita del Niño Jesús es Doctora de la Iglesia, así que tiene muchísima más autoridad que el común de los santos.
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