A nuestros adolescentes leer ya no les «mola»
Joven leyendo. Obra de Octavian Smigelschi (1866-1912).
«Los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven, y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos».
William Faulkner
Recientemente nos hemos desayunado con una de esas encuestas que de vez en cuando nos asaltan con la inquieta esperanza de conquistar nuestra opinión (si es que esta aún existe). La encuesta se refería a los hábitos de lectura de los españoles. Independientemente de la consideración que les provoquen los sondeos, esta encuesta traía malas noticias, algo que lamentablemente suele ser síntoma de verdad. Una de ellas aparecía disfrazada de aparente buena nueva, pero la otra no disimulaba su condición de catástrofe inevitable.
La aparente buena nueva se refería a que los niños entre seis y trece años son los españoles que más leen (un 85,2 % los niños de seis a nueve y un 70,8% los de 10 a 13 años), pero el dato no descendía al detalle de decirnos qué es lo que leen (he aquí la razón de mi calificativo de aparente buena nueva: no leen lo que deberían leer).
La mala noticia nos advertía de que a partir de los 14 años esos intensos lectores abandonan, de forma brusca y en tropel, la lectura que hasta entonces practicaban con ahínco (al parecer, solo el 44% de los chicos entre 14 y 18 años es lector. ¡Del 85% pasamos al 44%!, muy cerca ya del lastimoso 32% de los adultos). ¿El porqué? Los autores de la encuesta se atrevía a dar un diagnostico, que además es políticamente incorrecto, lo que debe hacernos confiar en su acierto: cuando se les entrega un teléfono móvil a los chicos, de inmediato se enganchan al Instagram, el WhatsApp, el Snapchat o demás aplicaciones digitales. La aparición de las pantallas ha hecho que la lectura se esfume en un proceso de abandono acelerado que parece imparable. Lo cierto es que la gran mayoría de nuestros jóvees y adolescentes ya no leen y, para colmo, creen que leer no es guay.
Ya les he hablado del carácter fascinador y absorbente de estos artefactos e invenciones («El mundo digital y nuestros niños» y «El mundo digital y nuestros niños II (la atención perdida)»). En relación a este importante asunto les recomiendo el buenísimo libro del Dr. Jordán Abud, Educación real en un mundo virtual, de editorial Katejon. ¡Háganse con él pronto! Además las pantallas han traído consigo un elemento alarmante adicional: la lectura ––como actividad extraña al mundo de las imágenes y contenidos fugaces y fragmentarios de la cultura digital––, genera rechazo y vergüenza. Leer no es cool, no está de moda, no «mola», y si a un chico le gusta leer, eso, en ocasiones, provoca en su entorno burla y extrañeza.
¿Qué tipo de civilización es aquella en la que la cultura causa vergüenza? ¿qué decir cuando la belleza es motivo de mofa o desprecio? ¿hacia dónde nos conducimos? Lamentablemente esa es la cultura en la que estamos inmersos. Y como decía, hace 40 años y de forma clarividente el crítico y sociólogo Neil Postman, solo nos queda rebelarnos contra ella.
El último capítulo. Obra de David Hettinger (1946-).
Pero no esperemos ayuda en esto. Frente a la preocupante situación descrita, la industria editorial no sabe qué hacer y lo que hace es, si cabe, más que inconveniente: trivializa los contenidos, rebaja la calidad y la profundidad de las lecturas, trata de igualarse ––en una carrera suicida–– con el mundo de las imágenes digitales, bien salpicando sus libros de gráficos y colores (aunque con imágenes cada vez más infantiles y de peor calidad artística), bien incluyendo en los libros contenidos multimedia que acaban provocando su abandono en un rincón oscuro. Todo ello no crea lectores, y a los que ya existen los envilece, los idiotiza y finalmente acaba por extinguirlos. Porque no se han dado cuenta de que leer, por paradójico que parezca, tiene mucho más que ver con el oído que con la vista (pronto les hablaré de esto).
La Administración (la que sea, local, autonómica o estatal) repite desde hace decenios el mismo mantra: “hay que leer”, y uno tras otro, año tras año, se suceden los mismos planes de fomento de la lectura con distintos nombres. Y todo sigue, no igual, sino peor. Porque no hay convicción. ¿Cómo va haber convicción si todas estas “instancias” no pierden ocasión para menoscabar la influencia del libro, desprestigiándolo con la promoción de lecturas escolares de baja calidad, o manipulando el hábito de la lectura y malversando su fuerza para fines partidistas y contrarios al bien común. ¿Cómo van a luchar contra la cultura imperante aquellos que la promueven y viven de ella? Es cierto que hay algunos focos de resistencia en esos ámbitos, pero son pocos y sin influencia.
Además, las viejas ideas de que la lectura es nociva persisten, aunque sea bajo nuevas formas. No es vieja, sino todo lo contrario, la idea de que las personas lectoras son una especie de ermitaños, que bien envueltos y resguardados entre las páginas de sus libros se mantienen apartados de la realidad, permitiendo que la lectura tome el lugar de la experiencia. Se insiste así en calificar de dañinos los hábitos lectores, arguyendo (con mala intención) que esas personas sienten miedo a vivir y por eso se refugian en algo que sustituya a la vida, y ese algo, se dice, son los libros. Lo más chocante es que muchos de los que defienden esto proponen que a cambio los chicos se pierdan en mundos virtuales y, por tanto, del todo artificiales. Pero todo lector descubre pronto que sus experiencias de lectura (si son las adecuadas, puntualizo), lejos de sustituir a la vida real, la amplían: intensifican su sabor y enriquecen su comprensión, ayudando a profundizar en cada experiencia vivida, al dar ecos y reverberaciones, pistas, caminos y puentes que relacionan lo vivido en persona con lo vivido por otros muchos. Como diría E. M. Foster, al leer se conecta una vida y mil vidas y se amplía la visión y la experiencia vital y moral del lector. Esto es más necesario que nunca en una etapa de crecimiento y desorientación como es la de la adolescencia y la primera juventud.
El consentir esta deserción de la lectura está trayendo ya consecuencias. El abandono del discurso de la razón ante ante la imagen muda y el falso lenguaje de la publicidad y de la propaganda, da lugar a consumidores irreflexivos y ciudadanos manipulables que tratan de mantenerse a flote en un mar de emociones, y hasta de virtudes (como ya vió venir Chesterton), que flotan desordenadas en un ir y venir caótico y anestesiante. A mediados de los años 60 del siglo pasado, el conocido sociólogo y teórico de los medios de comunicación Marshall McLuhan anunció que, en su opinión, la juventud del futuro ya no querría leer, meditar y verificar hechos e ideas; solo querrían ver, sentir y actuar de inmediato. Creo que no se equivocaba. Su discípulo Neil Postman, unos treinta años más tarde, alertaba de estos peligros en su libro Tecnópolis: La rendición de la cultura a la tecnología (1993). En este libro premonitorio, Postman alerta de algo que ya está sucediendo y que ha vaciado de contenido sagrado y moral nuestra cultura.
Para el sociologo estadounidense, nuestra fascinación por la tecnología moderna nos llevará al punto de evacuar nuestro mundo de todos los significados, salvo los técnicos. Postman denomina esta lamentable condición “tecnópolis”:
«Tecnópolis es un estado de la cultura. También es un estado mental. Consiste en la deificación de la tecnología, lo que significa que la cultura busca su autorización en la tecnología, encuentra su satisfacción en la tecnología, y recibe órdenes de la tecnología. Esto exige el desarrollo de un nuevo tipo de orden social, y tal necesidad conduce a la rápida disolución de muchas cosas que están asociadas con las creencias tradicionales».
Por eso es necesario reaccionar ante este abandono, ante esta rendición incondicional frente la tecnología.
El intelectual católico Stratford Caldecott (que fue director del Chesterton Institute for Faith and Culture de Oxford) nos orienta en este punto, al hablarnos del verdadero sentido de la educación para los católicos en su artículo Hacia una escuela distintivamente católica (Communio, verano 1992), dónde dice:
«El propósito de una educación católica no es simplemente comunicar información, y mucho menos la opinión científica actual, ni capacitar a futuros trabajadores y gerentes. Es al menos en parte, y una de sus funciones más importantes, enseñar a pensar, hablar y escribir. Esta fue la función del clásico “Trivium” de gramática, dialéctica y retórica, fundamentos esenciales para el estudio de las diversas materias del “Quadrivium”. Sin embargo, incluso esto no constituye su objetivo final. Más importante que la capacidad de pensar, (…), es la capacidad de encontrar el significado. Debemos ser capaces de percibir los principios internos, de conexión, las relaciones intrínsecas, el “logoi” de la creación. Para esto se necesita el ojo de un poeta o de un místico. La educación debe conducir a la contemplación».
Y, como bien saben, para conseguir acercarse a ese «ojo del poeta o del místico» es conveniente leer buenos libros. Porque, «hay ojos que ni de noche ni de día ven el sueño» (Ec. 9, 16). Así que, por favor, no dejen que sus hijos adolescentes abandonen la lectura.
4 comentarios
Saludos.
A controlar mas no impedir el uso de las redes. Y a estimular el uso y abuso, si así posible fuese, de los tan despreciados libros.
Saludos cordiales
Bueno salvo a algún yihadista que haya por Afganistán y no quiera que las mujeres se alfabeticen.
Y desde luego en España ni antes leía todo el mundo ni ahora lee tan poca gente.
Tengo hijas adolescentes y ellas y sus amigas leen.
Las novelitas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía y las novelas rosas de Corín Tellado, ahora son historias de zombis y vampiros. Pero leer, se sigue leyendo literatura popular.
Y a los clásicos igualmente se les sigue leyendo. A mi hija pequeña le pirra Julio Verne.
Me parece que este post ha quedado demasiado apocalíptico y en plan "opción Benito", lo consabido de que la educación católica es la única buena y el mundo moderno algo peligroso.
Eso sí, como ya ha señalado otro comentarista se denuncia el peligro de la tecnología desde un blog...
Pero la tecnología permite ver en las cafeterías a muchas personas con libros electrónicos, lo que les facilita leer porque ahora llevas toda una biblioteca en el bolsillo de la chaqueta.
Muy querido Miguel:
¡Cristo refleja siempre la gloria eterna del Padre, y nosotros mismos (niños, jóvenes, adultos y ancianos) reflejamos en cualquier circunstancia la gloria eterna del Señor Jesús!
Gracias por su artículo, y gracias sobre todo por su preocupación y dolor ante la situación de muchísimos de nuestros jóvenes que, al carecer de verdaderos padres, verdaderos maestros y verdaderos sacerdotes, se dejan atrapar por los mercaderes de turno y se despreocupan de llenar las alforjas que van a necesitar imperiosamente para poder emprender sin miedos y con libertad el viaje imponentemente bello pero siempre peligroso de la aventura de la vida.
Si Dios quiere, también esta vez me haré con el nuevo libro que usted nos recomienda (el del Dr. Jordán Abud).
Cualquier generación (joven, adulta o anciana) que se avergüenza de la cultura es, creo, una generación que, “viviendo de rentas”, se degenera consciente o inconscientemente.
Ahora bien, si al menos nos degeneráramos conscientemente, ¡entonces asumiríamos las responsabilidades y eso mismo sería ya un motivo inmediato de esperanza!
Lo más triste es cuando degeneramos inconscientemente y encima nos creemos libres “hasta más no poder”, sin darnos cuenta de que somos más bien unos pobres esclavos manipulados y manejados como marionetas por los sempiternos mercaderes y los oportunistas politicastros, que son probablemente sus más afines y miserables colaboradores en la ruina del presente.
Nos queda, querido Miguel, rebelarnos con usted, leyendo tranquilamente los buenos libros, rezando tranquilamente a nuestro Dios y Salvador, nos queda el reunirnos con nuestros amigos los fines de semana y la alegría de cantar con ellos en gallego o en euskera (para que no nos crean ermitaños quienes hablan de nosotros sólo “de oídas”. Están cegados, diría yo, por sus tercos prejuicios, aunque tales prejuicios sean bastante comprensibles, sobre todo si nos fijamos en lo grande que es su ignorancia y en lo pequeña que es nuestra fe en Dios.
Estoy totalmente de acuerdo con eso de que “el consentir esta deserción de la lectura está trayendo ya consecuencias”.
Yo veo estas consecuencias (¡penosas siempre y muchas veces dramáticas!) en mí mismo y en mi círculo inmediato (dentro y fuera del convento).
Por lo demás, creo que, afortunadamente, es del todo imposible que el hombre caiga por completo bajo el dominio asfixiante de la tecnópolis, dado que el ser humano necesita el significado mucho más que el aire que respira.
Parafraseando a André Malraux, diría que, si nuestro siglo (o algún siglo posterior) dejase de ser religioso (¡en el sentido más profundamente vinculante de esta palabra!), dejaría también de existir.
Muchas gracias, D. Miguel, y un abrazo muy fuerte:
José Mari, franciscano
Dejar un comentario