Jugando a ser dioses: Frankenstein o el moderno Prometeo
Prometeo, óleo de Arnold Böcklin (1827-1901).
«Si el hombre llegare a fabricar un hombre, el enigma del hombre no habrá sido descifrado sino entenebrecido.»
Nicolás Gómez Dávila.
«¿Os solicité, Hacedor, tomar mi arcilla y moldearla como hombre?
¿Os imploré acaso dejar la oscuridad?»John Milton (El Paraíso Perdido, X).
«Si los Científicos Cognitivos pueden pensarlo,
el Nano pueblo puede construirlo,
Los Biopueblos pueden implementarlo, y
El personal de TI puede monitorearlo y controlarlo».National Science Foundation, Tecnologías convergentes para mejorar el rendimiento humano.
Las maquinas son, en teoría, unos artefactos originalmente serviles y obedientes que en su concepción ideal no serían sino ayudas y complementos para hacer más cómoda y fácil la vida de los hombres. Pero ya vamos sabiendo muchas cosas de estos, en apariencia, inocentes y útiles artefactos como para tragarnos tal película. Desde hace un cierto tiempo algunos sospechamos que las máquinas y la tecnología que las hace posibles encierran un misterio terrible en su interior. Y es que vienen para cambiarnos y no precisamente para bien. A pesar de ello, estúpidamente aspiramos a que puedan superarnos en aspectos para nada irrelevantes, lo que incluso parece divertirnos. Aunque no faltan voces, calificadas como siempre de apocalípticas, que postulan que pronto serán superiores a nosotros y que no nos alegraremos de que esto suceda.
¿Debemos ser desconfiados y reservados ante su creciente influencia? Es posible que no debamos dejarnos atrapar por un temor paranoico y quizá exagerado, pero creo que en este tema una cierta distancia crítica y un halo de prudencia harán más bien que mal.
Y siendo esto así, ¿nos alerta sobre ello la buena literatura?
Para encontrar algún tratamiento literario a esta inquietud tenemos que remontarnos quizá a principios del siglo XIX (ciertamente, mucho antes podemos encontrar a Talos, con el con que se toparon Jasón y sus Argonautas, pero no está claro si era un semidiós o un artefacto), donde nos encontraremos con las elucubraciones fantásticas de una novela titulada Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), escrita por una jovencita inglesa llamada Mary Shelley (Shelley, por ser la esposa del famoso poeta británico Percy B. Shelley).
Casi todo el mundo conoce a Frankenstein, sin duda más por protagonismo cinematográfico que por su pedigrí literario, pero se trata de una criatura nacida de la pluma de Mery Shelley, que tiene poco que ver con el tratamiento fílmico que lo ha popularizado en todo el mundo.
Dos recientes ediciones de la novela.
Mary Shelley tenía 18 años cuando escribió la novela. Quién lea el libro se dará cuenta de que no era una chica vulgar. Pareja del literato Shelley y amiga de otro gran poeta, Lord Byron, era la hija de los filósofos William Godwin y Mary Wollstonecraft, y eso se hace notar. Estaba impregnada de poesía y espíritu romántico y había recibido una formidable formación cultural desde una edad muy temprana. Solo así puede entenderse una obra de tal madurez y profundidad. Porque Frankenstein es una gran novela. Ahora bien, como dice Joseph Pearce, es una de las novelas del siglo XIX de mayor impacto, «pero peor entendidas y más injustamente tratadas».
Recientemente la historiadora Jill Lepore se hace una inquietante pregunta que podemos hacer nuestra: «¿Después de doscientos años, ¿estamos preparados para la verdad sobre la novela de Mary Shelley?» Yo tengo mi opinión; creo que no solo estamos preparados, sino que tal vez este es un momento muy oportuno para que el libro nos revele su verdad: una seria advertencia sobre la insensatez y la soberbia en las que puede caer el hombre, y consecuentemente, una admonición sobre su facilidad para deslizarse hacia el abismo.
Dos años después de la publicación de la novela, Percy B. Shelley escribía uno de sus más famoso poemas: Prometeo encadenado. No puede ser casualidad. Sin duda el tema del mito prometeico y sus implicaciones fueron tema de encuentro y discusión entre la pareja. Pero Mary hace un enfoque diferente al de su amante. Shelley escribe su poema basándose en la versión original del mito, la griega, que describe a un Prometeo rebelde frente a los dioses, quien, con astucia, roba el fuego del Olimpo con el fin de ayudar a la humanidad, y muestra la desinteresada motivación del personaje. Pero en el cuento de Mary, el Prometeo que nos encontramos es más bien el elaborado por la versión romana de Las Metamorfosis de Ovidio: un Prometeo que no se ocupa tanto de salvar a los seres humanos como de crearlos. Por tanto, un ser más soberbio y egoísta, representación clara del satánico «non serviam». Por otro lado, tampoco podemos olvidar ni las influencias bíblicas que hay en la obra (de las que después hablaré), ni sus antecedentes literarios (como El Paraíso Perdido de Milton, pues con unos de sus versos ––el citado en el encabezamiento de esta entrada–– se inicia la novela), así como tampoco la posible influencia del Golem, la mítica figura del folclore judío.
Y si bien hay críticos como Hindle y otros que han sugerido que Frankenstein puede ser leído como una crítica al idealismo romántico y muy progresista de Percy B. Shelley, yo creo que estas motivaciones subjetivas y personales quedan cubiertas por significados más amplios, profundos y universales.
Joseph Pearce tiene una interesante interpretación que vincula el mito prometeico y el Adán de El Paraíso Perdido (aquí el crítico inglés recalca la importante diferencia entre el Adán de Milton y el Adán bíblico). Según él, Frankenstein trataría de la relación entre el Creador, la criatura y la creatividad: «La alusión al mito de Prometeo evoca imágenes de la creación del hombre desafiando a los dioses; la cita de la queja de Adán evoca la imagen de la creación del hombre rechazada por el propio hombre (…). Es claro, por lo tanto, que Víctor Frankenstein puede ser visto como una figura de Prometeo y el Monstruo como una figura del Adán de Milton».
Sea como fuere, el mito de Frankenstein sigue resonando en nosotros porque, al igual que el doctor protagonista, estamos diariamente amenazados por los miedos, temores y contratiempos nacidos de nuestros propios intentos de dominar la naturaleza. Jugamos a ser dioses, pero no hacemos más que chocar constantemente con nuestras limitaciones de criaturas.
Y estos choques pueden llegar a ser violentos y causar graves daños (inevitablemente vienen a mi mente la investigación de células madre embrionarias, la eugenesia genética y la clonación). Víctor Frankenstein juega a ser dios y manipula restos humanos con el fin de crear él mismo otro ser, y al hacerlo altera la naturaleza de un modo horrible, por lo que su fruto no puede ser más abominable. Pero no solo es una cuestión de poder o de capacidad (inconcebible en quien no es más que creatura contingente, constantemente sostenida en el ser por el único que Es). La motivación de la acción también establece diferencias. El doctor Frankenstein actúa por egoísmo, ambición y soberbia; el Creador lo hace por amor. Por esa razón, el hombre nunca es abandonado a su suerte, no resulta apartado y desamparado, no obstante su caída. Al contrario, el hombre es salvado, redimido por amor in origen en el acto de sacrificio más inconcebible y loco: el propio Creador se humilla haciéndose, así mismo, criatura y lava con su sangre las faltas de su creación, redimiéndola. En el caso del Dr. Frankenstein, las limitaciones del hombre jugando a ser dios se manifiestan y se imponen, y la decepción que le causa la imperfección de su creación trae consigo la desafección y el abandono, con las consecuencias trágicas que se narran en la novela.
Por tanto, el relato contiene una clara censura al intento humano de crear vida artificial a través de la ciencia y por extensión a todo aquello que suponga una subversión del orden creado, como las tendencias transhumanistas y posthumanistas tan en boga hoy. A cada paso nos encontramos con que el avance científico nos enfrenta a responsabilidades nuevas y sin precedentes ante las que no sabemos responder adecuadamente. El hombre, como el niño, necesita límites, lo mismo que el jinete necesita riendas. Frankenstein nos advierte de este peligro, pues ese fascinante jugar a ser dios, paradójicamente, reduce al hombre a la condición de un objeto que puede ser moldeado a su propia voluntad. La concepción del hombre como una máquina ––la misma concepción que nos permite imaginar la posibilidad de refabricarnos–– nos impide cumplir con estas nuevas responsabilidades, pues una vez que seamos cosas dejaremos de ser hombres. Así que habrá que andarse con cuidado.
De esta manera, la novela de Mary Shelley puede verse como una alegoría que contrasta con la historia de la creación del hombre relatada en el Génesis, lo que la convierte en un cuento cautelar, una admonición que nos hace ver lo que realmente somos y nos advierte de lo que nunca deberemos hacer.
Para jóvenes de 15 años en adelante.
7 comentarios
La mítica novela de Mary Shelley (pese al ambiente librepensador en que nació y vivió) es profundamente bíblica y religiosa -hasta diríamos hoy "conservadora"- pues señala la tragedia ineludible de traspasar una prohibición divina: hay cosas que NO se pueden hacer, y especialmente -diríamos hoy- en el campo de la biología (bioética).
La prohibición expresa del Creador en Génesis es clarísima. Del "Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal", jamás. De hecho, cuando nuestros primeros padres sucumben y comen, se sintieron como dioses, conocedores del bien y del mal". Pero a partir de ahí vieron su desnudez, su miseria y desde entonces, todo fueron tragedias para ellos, para su familia y para toda la humanidad.
De manera que el conficto moral religioso es implícito a la obra; tanto así, que , cuando desaparece ese comflicto.Frankestein pasa a ser el muñeco divertido de hoy en día.
En verdad la obra recoge la posibilidad futura del trasplante de organos humanos, que planteaba ya la ciencia de la épica, elevada al cenit de la manipulación biológica: la creación de la vida. En ese sentido la obra es premonitoriamente de ciencia ficción; plasmando el conflicto ético a causa de una ciencia insustanciada de lo moral.
En verdad ese conflicto entre el querer y el poder ser Dios, ha signado desde siempre la existencia humana; resultando en la pretensión perennemente inacabada, o frustración continua que ubica al ser humano en el plano del orden moral; valga decir, al tratar de traspasar su humanidad, el ser humano choca la fuerza moral que lo posibilita en plenitud existencial;; siendo ese el destino de Sisifo a su soberbia: la derrota moral que lo reencuentra con Dios.
Esa es la moraleja de Frankestein; la pretensión de jugar a ser Dios en materiaa de biogenética, de antemano y por pura fuerza moral, está perdida. La cuestión está en el costo de esa derrota para la humanidad.
Querido D. Miguel:
Cuando le leo y veo lo que usted ha leído y asimilado, tengo la impresión de que yo acabo de salir de las cuevas del paleolítico que hay en mi pueblo.
De todas maneras, muchísimas gracias, D. Miguel, por presentarnos, desde la literatura, esto, tan antiguo y tan nuevo, de “querer ser dioses”, pero dioses, eso sí, que no cuentan para nada con el Dios vivo y verdadero; más aún, dioses que, en nuestro herido y enrabietado interior, nos repetimos obsesivamente que Él no es el Amor de los amores que se nos acerca amorosamente a salvarnos, sino todo lo contrario, es decir, nuestro principal y único rival.
Sé que la Bibliotheca Homo Legens publicó el año pasado la obra “Juana y los poshumanos o el sexo del ángel”, del excelente Fabrice Hadjadj, pero no la he leído.
Un fuerte abrazo:
José Mari, franciscano
El "Frankestein" sí fue adrede, pues así le decía cuando niño. Disculpas por la travesura.
Algunos acentos se los comió el movil...
Me gusta el estilo del autor. Excelente.
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