Generosidad y liberalidad en los libros infantiles
Una mano auxiliadora. Obra de Josephus Laurentius Dyckmans (1811–1888).
«Dad y se os dará».
Lucas, 6, 38
«Sostener a los débiles, acordándose de las palabras del señor Jesús, que dijo Él mismo: ´Más dichoso es dar que recibir`».Hechos, 20, 35
«Es en dar que recibimos».San Francisco de Asís
La generosidad es, tras el coraje y la templanza, la tercera de las virtudes de carácter discutidas por Aristóteles en su Ética a Nicómaco (349 a. C.). Para el Estagirita, el hombre generoso es aquel que da entrega a los otros de su riqueza de una manera que logra un equilibrio entre el despilfarro y la codicia, y que, además, da de buena manera, es decir, no indiscriminadamente y sin medida, sino en función de lo que tiene y de quien verdaderamente lo precisa. Pero el filósofo griego se limitaba a hablar del aspecto material del asunto, del dar lo que se tiene, no del dar lo que se es. Este concepto clásico es transformado y sublimado por la doctrina cristiana, que nos revela con toda claridad aquello que ya estaba escrito entre las brumas de nuestra conciencia: que la donación ha de ser integral, de toda la persona, de lo que se tiene y de lo que se es. En el medievo, santo Tomás se encarga de explicitarnos esto, aunque en sus escritos no utiliza el término «generosidad» para referirse a esta virtud, sino los de «liberalidad» y «largueza», incluyéndola entre las virtudes anejas a la justicia.
«La liberalidad, aunque no se funda en el débito legal, propio de la justicia, posee no obstante un cierto débito moral, nacido del decoro de la virtud por el que uno se obliga con otros. Tiene por tanto una razón mínima de débito», nos dice el Aquinate.
Dicho de otro modo, la generosidad se distingue de la justicia solamente en el grado de lo debido. Pero siempre hay una deuda moral. El débito moral es el que la recta razón, al conocer el bien ––la voluntad de Dios––, impone sobre las pasiones interiores del hombre.
El amor existente entre de las tres Personas divinas se expresa externamente en la creación y la redención del mundo. Santo Tomás nos dice que nosotros, como hechos a la imagen y semejanza de Dios, estamos llamados a responder en gratitud a ese amor devolviéndolo a Quien nos lo da y amando a los demás hombres. En los actos de generosidad buscamos hacer el bien hacia los demás de manera que emule el bien que Dios ha hecho y está haciendo por nosotros. Dar simplemente para recibir no es caridad, sino codicia o interés movido por el egoísmo.
El buen samaritano, óleo de Zannoni Giuseppe (1849-1903).
Porque esta liberalidad, del que da todo sin esperar nada a cambio, la del que se entrega por los demás, está en el centro mismo de lo que Dios nos ha revelado:
«Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna».
Juan 3, 16
La generosidad, pues, es propia del cristiano. No hay caridad sin generosidad, pues esta última es aquella puesta en acción y aquella es el motor o causa sin el que no existiría esta.
No quiero entrar en profundidades, pero, si bien ya el Antiguo Testamento trata sobre esta virtud, fue Nuestro Señor quien nos reveló su verdadera profundidad y alcance. Entre «El ojo compasivo será bendito, porque parte su pan con el pobre» (Prov. 23, 9) y «Anda, vende todo lo que posees y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo» (Marcos, 10, 17) hay un grado, y no pequeño. Entre compartir y desprenderse hay una diferencia sustancial, pues aún siendo las dos acciones valiosas, el valor de la segunda es muy superior. Solo me limitaré a citar a Chesterton, pues él ilustra el punto mucho mejor: «Si yo fuera un Dios creando un mundo, lo haría deliberadamente un mundo de dar y recibir, en lugar de un mundo de compartir». Y así parece que ha sido, a pesar de nuestros malos usos y costumbres.
Y entrando ya en lo nuestro, ¿podemos encontrar algún librito, historia o cuento que muestre a los niños el valor y alcance de esta virtud? Ya lo creo que sí.
Ilustración de Arthur Rackham (1867-1939) para El rey del río dorado, y de Charles Folkard (1878-1963) para el cuento de los Grimm Los tres enanitos del bosque.
Dar o darse y no esperar nada a cambio; con esta claridad y sencillez hemos visto recogida en algunos de los libros comentados en este blog esta virtud de la generosidad. Por ejemplo, en el álbum ilustrado El árbol generoso (1964) de Shel Silverstein (comentado aquí), donde un árbol ofrece a un niño (desde su más tierna infancia y a lo largo de toda su vida, hasta la ancianidad), todo lo que es, con un desprendimiento radical, incluso a costa de su propia existencia.
También la encontramos en los cuentos hadas. Por ejemplo, en las hermosas historias de Wilde, El Gigante egoísta (1888) y El príncipe feliz (1888) (ver aquí). O en el no tan conocido, El Rey del río dorado (1851), de John Ruskin (del que hablé aquí), que cuenta la historia de tres hermanos, Hans, Shwartz y el pequeño Gluck. El egoísmo y la avaricia de los dos mayores arruinan el hermoso y fértil ´Valle del Tesoro` donde viven y acaban con sus vidas. Solo la generosidad y el sacrificio personal del hermano pequeño, Gluck, logra restaurar la fertilidad del valle. Sobre este cuento comentó el editor Oliver Lodge: «Se trata de una parábola dividida en dos partes: la primera semeja una especie de Paraíso Perdido y la segunda de un paraíso recuperado; el primero perdido por el egoísmo, el segundo recuperado por el amor». Así mismo, en las historias Dios te socorra (1815), Los tres enanitos del bosque (1812) y Madre nieve (1812), de los hermanos Grimm, y El ruiseñor (1843), de Hans Christian Andersen, podemos encontrar muestras notables de esta virtud.
Ilustraciones para El gigante egoísta, de Chris Beatrice y para El principe feliz, de P. J. Lynch (1962-).
El tema de la generosidad se encuentra también en el centro de un pequeño álbum ilustrado mucho más reciente: El pez arcoíris (1992), de Marcus Pfister. Sus pocas páginas encierran un mensaje sobre esta virtud y ese carácter difusor y sobreabundante que la acompaña, fruto de su fundamento en el amor. Como sabemos, «bonum est essentialiter diffusivum sui», el bien es esencialmente difusivo de sí mismo, y este librito lo muestra.
Portada del libro y una de las ilustraciones.
El hermoso, pero vanidoso pez arcoíris no puede hacer amigos, está demasiado ocupado admirando orgulloso sus brillantes escamas y menospreciando la ausencia de las mismas en los demás. Cuando un pez azul, deslumbrado de su belleza, le pide una escama, el pez arcoíris lo rechaza, y esta actitud de soberbia y orgullo hace que todos los demás peces le abandonen. Pero entonces, el viejo y sabio pulpo enseña al pez algo sobre la la generosidad: «¡regala tus escamas y serás feliz!». Y así lo hace. Es cierto que cada vez es menos hermoso que antes, pero ahora tiene amigos a quienes amar y que le aman; amigos que le aprecian no por su superficial y caduca hermosura, sino por generoso corazón. Y el pez arcoíris es la criatura más feliz del mar.
Doble página del albúm.
El pez arcoíris es un excelente libro que nos presenta una virtud ––la generosidad––, de forma sencilla y expresiva, lo que es de agradecer porque se trata de un tema muy presente en los niños pequeños. La enseñanza de que el bien (la felicidad que todos añoramos) está en dar y no en atesorar puede ser suficiente razón para leérselo, ¿no creen?
6 comentarios
La verdad es que prefiero estas historias más antiguas porque, aparte de su mensaje, tienen un valor literario propio. Por desgracia, es algo que no suelo ver en los libros actuales ya que dan la impresión de crear los cuentos ex profeso para enseñar a los niños algún valor. Eso hace que literariamente suelan ser muy pobres y forzados.
Quizá sea una impresión equivocada pero me da la impresión de que eso pasa porque hace siglos, las virtudes cristianas (lasbpracticaran o no) estaban enraizadas en el corazón de todos los hombres y formaban parte de todos los aspectos de su vida. Sin embargo ahora los "valores" se presentan como algo externo que no acaba de calar y de ahí lo impostados que resultan y la mala literatura que crean.
Los cuentos tradicionales le introducían a una en un mundo de fantasía donde las cosas podían ser justo al revés que en la realidad pero no necesariamente introducían virtudes. Y estoy de acuerdo también en que las virtudes cristianas estaban enraizadas y no hacía falta reforzarlas continuamente, se reforzaban más utilizando narraciones ad hoc. Recuerdo perfectamente "Androcles y el león" o el famoso cerezo de George Washington en los que se trataba de inculcar el agradecimiento o el rechazo a la mentira. Por cierto, hay una anécdota que cuenta Hugo Wast con respecto a la segunda narración y en la que decía que de niño tenía prohibido jugar con el balón en el salón de su casa, pero habiendo desobedecido, tiró la lámpara central de un balonazo. Cuando su madre llegó y preguntó qué había pasado él, acordándose del cerezo de Washington, dijo valientemente: "He sido yo, madre". Pero su madre reaccionó de manera diferente al padre del futuro presidente de EE.UU tomándole de la oreja y castigándole mientras él repetía: "que no, madre, que no es así, que usted no lo ha entendido".
Leyendas las había de todo tipo pero, hoy en día, aquellas que no suministren valores políticamente correctos ya no se leen y en las leyendas y los cuentos eso sucede muchísimas veces. Por ejemplo, aquellas que impliquen un sacrificio de alguien por otros, sobre todo si es una mujer, se consideran inadecuadas por el feminismo rampante porque va en contra de sus objetivos. La huerfanita sacrificada que cuidaba de sus hermanitos o la vendedora de fósforos que se acordaba de su abuelita han desaparecido del mapa.
Tienen cuentos actuales que les regalan y que son entretenidos, pero les falta ese sustrato cultural que tienen los cuentos antiguos. La verdad es que se me hace cuesta arriba darles una buena educación humanística cuando, en su propio colegio, católico para más inri, a estas cuestiones no se les da ninguna importancia y los libros que leen son bastante mediocres.
La presencia de la muerte, de una u otra manera, siempre estuvo en nuestra infancia porque los duelos se hacían en casa, se leían historias de mártires, etc...Yo no sé a qué edad se introducía esta idea de la muerte pero yo la recuerdo como si fuera muy temprana en mi vida ya que cuando nací tenía bisabuelos que fallecieron siendo muy niña y recuerdo los llantos y las explicaciones que me dieron ante hechos luctuosos.
Un cordial saludo:
Juan G. C.
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