Año 2002, noveno viaje apostólico del Beato Juan Pablo II a su tierra. Todos los viajes a Polonia tuvieron algo especial, pero me atrevería a decir que quizá este, el último, servía también como culminación para «otra tarea» que la Providencia encomendó al Papa polaco.
Como postulador de la causa de Santa Faustina Kowalska mientras fue arzobispo de Cracovia conocía muy bien el regalo del mensaje a la humanidad: la Divina Misericordia. Reconoció la santidad de Sor Faustina en 2000 e instituyó la Fiesta de la Divina Misericordia el domingo siguiente a la Pascua de Resurrección, tal como el Señor le había pedido a la Santa.
Dos años después, el 17 de agosto de 2002, consagraba el Santuario de la Divina Misericordia de Cracovia-Łagiewnikach, donde murió y ahora reposan los restos de Santa Faustina y donde encontramos la imagen de Jesús Misericordioso que tan bien conocemos.
La verdad es que el santuario no es especialmente bonito, ni por fuera, ni por dentro, o al menos así me lo parece. Quizá por eso adquieren más relieve las palabras que pronunció el Santo Padre en la ceremonia:
Hermanos y hermanas, mientras dedicamos esta nueva iglesia, podemos hacernos la pregunta que afligía al rey Salomón cuando estaba consagrando como morada de Dios el templo de Jerusalén: «¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta casa que yo te he construido!» (1 R 8, 27). Sí, a primera vista, vincular determinados «espacios» a la presencia de Dios podría parecer inoportuno. Sin embargo, es preciso recordar que el tiempo y el espacio pertenecen totalmente a Dios. Aunque el tiempo y todo el mundo pueden considerarse su «templo», existen tiempos y lugares que Dios elige para que en ellos los hombres experimenten de modo especial su presencia y su gracia. Y la gente, impulsada por el sentido de la fe, acude a estos lugares, segura de ponerse verdaderamente delante de Dios, presente en ellos.
Supongo que el establo en el que nació Jesucristo tampoco sería especialmente bello, al menos según la mayoría de los cánones. Y puestos a elegir, si me hubiesen preguntado, tampoco habría seleccionado como primera opción el siglo I y la provincia de Judea como lugar y tiempo para la Encarnación. Pero son el tiempo y el lugar «perfectos», los elegidos por Dios. No otros.
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