Ahora que ha comenzado el «campeonato de los vaticanistas» me vino a la cabeza el inicio de «El Napoleón de Notting Hill», de G.K. Chesterton. En él describe la terrible dificultad que había adquirido el juego «Dejar mal al profeta»
Ahora bien, en los albores del siglo XX el juego de «Dejar mal al profeta» se complicó más que nunca. Ello era que había entonces tal cantidad de profetas y de profecías, que resultaba difícil mofarse de todas sus ocurrencias. El hombre que había hecho por su cuenta y riesgo algo atrevido y descabellado, quedaba al instante paralizado por la idea atroz de que aquello estuviese ya previsto. Nadie, ni el duque que se encaramaba a un poste ni el deán que se emborrachaba, podía sentirse plenamente satisfecho, pues siempre era posible estar cumpliendo una profecía.
En los albores del siglo XX no había forma de saber qué terreno pisaban los listos. Abundaban tanto que un bobo resultaba harto excepcional y, cuando aparecía uno, la multitud lo seguía por las calles, lo enaltecía y le otorgaba algún alto cargo en el Estado. Y todos los listos se dedicaban a presentar informes de lo que iba a pasar en la nueva era, todos ellos muy esclarecedores, todos muy sesudos y desgarrados, todos muy dispares entre sí. Parecía, pues, que el inmemorial juego de la mofa de los antepasados ya no iba a poder jugarse más, porque los antepasados prescindían de la comida, del sueño y del ejercicio de la política, entregados como estaban a meditar noche y día sobre lo que sus descendientes podían hacer.
Porque en esas estamos. Una patulea de «informadores y opinadores de lo religioso» creen saber lo que va a ocurrir y lo que está pasando, quién será el próximo Papa y lo más gracioso: por qué. Me pareció injusto que no disfrutásemos con sus profecías fallidas, que en cualquier otro ámbito llevarían consigo tal desprestigio profesional que significaría su desaparición; pero que para un «vaticanista y/o informador religioso» se convierten en galones.
Sin lugar a dudas el premio «François Pignon» del cónclave de 2005 se lo llevó José Manuel Vidal, con su pronóstico de que el único que no podría ser Papa, nunca, era Ratzinger. Estableció una marca que parecía insuperable, pero que en los pocos días que llevamos de Sede Vacante pretende ser pulverizada.
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Cuando termine el cónclave daré los premios. Seguro que, como advertía Chesterton, alguien tendrá que acertar. O no.
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