Libia lleva décadas teniendo como presidente a un tipo repugnante llamado Muamar el Gadafi. Amigo personal de algunos de los peores terroristas internacionales, sobornador -directo o indirecto- de buena parte de la clase política europea, sus recientes acciones demuestran que estamos ante una muestra clara e inequívoca de la gran hipocresía presente en eso que se conoce como “comunidad internacional".
En el país norteafricano se ha dado una circunstancia realmente peculiar. En vez de usar a la policía para reprimir a los ciudadanos que piden un cambio de régimen, el tirano decidió bombardear y ametrallar a la población con aviones y tanques. Independientemente de la opinión que se tenga sobre el carácter de las protestas -y yo no tengo nada claro que los que se oponen a Gadafi sean mucho mejores que él-, parece evidente que un estado no puede masacrar a su propia gente.
La pregunta es si la comunidad internacional puede y, sobre todo, DEBE intervenir en casos tan extremos. En ese sentido, no está de más que recordemos las palabras del Papa Benedicto XVI en su discurso ante la Asamblea General de la ONU en abril del 2008. Las negritas son mías:
Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están a la base del orden internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como una imposición injustificada y una limitación de soberanía. Al contrario, es la indiferencia o la falta de intervención lo que causa un daño real. Lo que se necesita es una búsqueda más profunda de los medios para prevenir y controlar los conflictos, explorando cualquier vía diplomática posible y prestando atención y estímulo también a las más tenues señales de diálogo o deseo de reconciliación.
Parece evidente que cuando un Estado no sólo falta a su deber de proteger a su población sino que además se convierte en el agente directo de su aniquilación, la falta de intervención de la comunidad internacional causa un daño real. De hecho, según el Papa, dicha intervención no puede considerarse como injerencia en la soberanía del país. Muy al contrario, de lo que se trata es de salvaguardar a la población de quien no merece llevar las riendas de la nación.
Se puede discutir a quién le corresponde discernir en cada caso si es necesario intervenir en conflictos internos. Por ejemplo, en el caso de Iraq, ¿hubiera estado justificado intervenir cuando Saddam Hussein masacraba kurdos y chiíes? ¿por qué se esperó a que invadiera Kuwait? ¿por qué se volvió a invadir el país cuando se le había impedido en gran medida seguir masacrando a sus ciudadanos gracias a las zonas de exclusión aérea?
O también, ¿dónde estaba la comunidad internacional cuando tuvo lugar la matanza entre hutus y tutsis en Ruanda? ¿dónde está cuando el gobierno de Corea del Norte deja morir de hambre a sus ciudadanos mientras se gasta lo que no está en los escritos para mantener un ejército y fabricar armas nucleares?
Es decir, lo que cabe preguntarse no es por qué se le paran los pies ahora a Gadafi. No, la pregunta es por qué a él sí y a otros no. La pregunta es en qué medida una organización como la ONU, con países que tienen derecho a veto en el Consejo de Seguridad, puede dar o quitar legitimidad a unas actuaciones cuya verdadera legitimidad viene dada por los hechos y la realidad. ¿O es que si la ONU no hubiera permitido actuar en Libia la situación sería distinta desde el punto de vista del juicio moral que merecen las acciones de Gadafi? ¿Debemos permitir que, para poner fin a masacres de tiranos, la comunidad internacional dependa de dictaduras que no tienen el menor problema en masacrar a su propia gente, como ocurre con China -recordemos Tianannamen-?
Ha dicho el Vicario apostólico de Trípoli que las bombas no resuelven nada. Y tiene razón. Pero es Gadafi a quien primero han de dirigirse esas palabras. Yo entiendo que Mons. Martinelli no diga nada contra el tirano, porque al día siguiente le expulsaría del país o mandaría matarle. Pero entonces es mejor que se calle y no arremeta contra los que quieren quitar poder militar al tipo que ha enviado aviones a bombardear a ciudadanos desarmados.
Con esto no digo que esté bien lo que está ocurriendo en Libia en estos momentos. Es evidente que los “aliados” no saben bien lo que quieren. La descoordinación es evidente. El conflicto, como ocurrió con Irak y Afganistán, puede prolongarse en el tiempo. Y entonces la población sufrirá aún más que si se hubieran dejado las cosas como estaban. Entre las razones objetivas para considerar como justa una guerra, figura la de que “el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar” (art 2308 del Catecismo).
En relación a Libia, no puedo por menos que recordar lo que hizo Ronald Reagan cuando era presidente de los EE.UU. El tirano norteafricano estaba desatado y el ex-actor decidió bombardear su casa. Desgraciadamente murió una hija del dictador en vez de él. Pero todo el mundo sabe que desde entonces, Muamar dejó de comportarse como un perro rabioso. Y es que a veces se cumple aquello de “muerto el perro, se acabó la rabia". Aunque entonces el perro no murió, al menos dejó de morder.
Por tanto, en vez de lanzarse a eliminar a militares que cumplen órdenes injustas, creo mejor intentar liquidar a quienes les dan esas órdenes. Y si alguien me está preguntando si apuesto por el magnicidio, la respuesta es que, dependiendo de las circunstancias, esa opción es mejor que la intervención militar a gran escala. También digo que en caso de que se me demuestre que esta opinión mía es contraria al magisterio de la Iglesia, con sumo gusto me retractaré de la misma.
Luis Fernando Pérez Bustamante