Aparte de los posts (1 y 2) que Bruno ha dedicado a refutar los errores de Don Joan Carreras sobre el sacramento del matrimonio, me ha parecido oportuno analizar uno que escribió hace unos días en su glob Nupcias de Dios. Se titula “La eficacia del Evangelio es Inversamente proporcional a la actitud legalista del creyente”.
Seguramente sabrán los lectores que quizá nunca en la historia de la Iglesia el desprecio de “la ley” ha sido en la Iglesia tan profundo y generalizado como actualmente. Para Lutero todo lo que fuera “ley” era una judaización del verdadero cristianismo: el Evangelio “sola gratia". El liberalismo, el modernismo, el progresismo actual van en la misma dirección muy acentuadamente anti-nómica.
El precepto dominical de la Misa, siendo grave, es incumplido sin mayores problemas de conciencia de el 80% de los bautizados, y apenas hacen nada los párrocos para en la catequesis y en sus prédicas inculcar esta ley eclesiástica, de origen apostólico, tan imprescindible para la vida cristiana: mantener el vínculo asiduo con la Eucaristía. El precepto canónico (c. 1371) que los Obispos deben cumplir aplicando a quienes enseñan herejías las penas adecuadas, incluída si es preciso la retirada de la cátedra, es generalmente ignorado desde hace medio siglo. Las arbitrariedades litúrgicas que no pocas veces hacen de la Eucaristía un sacrilegio, más que un sacramento, se perpetúan en ciertas parroquias o conventos impunemente en muchísimos casos. Son muy numerosas las comunidades religiosas que corporativamente ignoran graves normas de vida a las que se prometieron al profesar libremente su Regla de vida, sin que ningún Superior las corrija. Etc. No merece la pena que siga poniendo ejemplos: el desprecio de las leyes de la Iglesia es hoy indecible. Y a veces ese antinomismo se extiende también a las leyes divinas, al Decálogo.
“Al principio no fue así". La Iglesia desde el principio se dio a sí misma leyes, ya desde el Concilio de Jerusalén. El mismo San Pablo que afirma, refiriéndose a las leyes rabínicas, que Cristo “nos ha librado de la maldición de la ley” (Gál 3,13), en sus viajes apostólicos, “atravesando las ciudades, les comunicaba los decretos dados por los apóstoles y presbíteros de Jerusalén, encargándoles que los guardasen” (Hch 16,4). En la historia de la Iglesia, los sagrados Concilios solían terminar sus deliberaciones estableciendo cánones conciliares, y el Derecho Canónico en buena parte se fundamenta en ellos: cánones que establecían normas de vida para los laicos y los sacerdotes, para facilitarles la vida de la gracia, la fidelidad al Espíritu Santo.
La fidelidad a la ley conduce a la fidelidad a la caridad. Jamás en la Iglesia se ha contrapuesto ley y caridad. El sagrado deber de los Pastores de “atar y desatar” (Mt 16,19; 18,18), ha trazado en la historia de la Iglesia un cauce que favorece el curso del agua vivificante del Espíritu Santo. Y así lo reconoce el Vaticano II, cuando señala a los Obispos “el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular cuanto pertenece a la regulación del cultp y del apostolado” (LG 27; cf. 18-15).
Pablo VI tuvo discursos realmente magistrales sobre el valor santificante y liberador de las leyes canónicas, mostrando cómo ellas trazan caminos que facilitan muy grandemente la unidad de la Iglesia en la caridad, y sobre todo el avance de quienes por la caridad quieren alcanzar la santidad, la perfecta libertad de sí mismos, la plena docilidad al Espíritu Santo, bajo la guía maternal y autorizada de la Iglesia, Esposa de Cristo. Sin embargo, era muy consciente de que actualmente “existen numerosos y funestos prejuicios contra el derecho canónico” (14-XII-1973). Es cierto que hubo tiempos en que el “legalismo", de inspiración semipelagiana, predominó en ciertos ambientes de la Iglesia. Hoy la pastoral “legalista” no creo que afecte más que a 1 % de los Pastores sagrados.
Pues bien, en este ambiente tan profunda y generalizadamente anómico, mucho más próximo a la mentalidad protestante que a la católica, escribe Don Joan Carreras, y transcribo yo sus frases:
Hay muchos que todavía no se han enterado. La eficacia del Evangelio es inversamente proporcional a la actitud “legalista” y “dogmática” que adopten los evangelizadores. Así de sencillo. Cuanto más te apoyes en la ley -y a estos efectos poco importa que sea divina o humana-, cuanto más frunzas el ceño, cuanto más señales al pecador junto con su pecado, menos efecto podrá tener en él la única fuerza que puede salvarnos.
¿Qué y cómo hablaba Cristo de los fariseos y de sus enormes deformaciones de la Ley divina? ¿Y qué dijo el Señor respecto a los que despreciaban la ley (Mt 5,17-48)? Pongo algún ejemplo: ¿para afirmar “si alguno dice, amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente” (1Jn 4,20) es imprescindible poner una cara triste y avinagrada? ¿Es necesario “fruncir el ceño", por ejemplo, para inculcar en los bautizados la ley sagrada de la Misa dominical?… Cien preguntas podrían hacerse como ésta. ¿En serio que es cosa mala y peligrosa apoyarse en la ley de Dios y de la Iglesia para crecer en la caridad? San Pablo, que no era precisamente sospechoso de ser judaizante ni de creer que nos justificamos por la ley, enseñó: “sabemos que la Ley es buena para quien use de ella convenientemente” (1ª Tim 1,8).
¿Acaso crees que los “creyentes” son los que obedecen las leyes de la Iglesia? ¿O piensas que siguen creyendo porque temen caer en el delito canónico de apostasía o de herejía? ¿Crees que son las leyes las que congregan y convocan y retienen? ¿Consideras que sólo el temor del castigo puede mantener el orden y la paz? Pues esa actitud tuya es el peor de los cánceres de la Iglesia y la mayor rémora del Evangelio.
En vez de estas palabras ambiguas y equívocas, que establecen contraposiciones entre verdades complementarias, don Joan Carreras, en tiempos tan funestamente antinómicos en la Iglesia, debería inculcar el amor a las leyes eclesiásticas y divinas. “La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma. El precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandamientos del Señor son rectos y alegran el corazón” (Sal 18,8-9). Las leyes de la Iglesia, de modo semejante, son estímulos muy potentes para la fidelidad a la gracia y el amor. Y vuelvo al ejemplo de la Misa dominical… Señalan Rivera e Iraburu en la “Síntesis de Espiritualidad Católica", en el capítulo que dedican a la función de la ley en la vida cristiana, cómo todos los santos han venerado inmensamente la fidelidad a las leyes de Dios y de la Iglesia:
Santa Teresa, la reformadora, la mujer fuerte, eficaz, creativa, se fundamentaba siempre en la Iglesia, y en ella hacía fuerza para obrar y reformar. «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4). «En cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese que yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría yo a morir mil muertes» (33,5).
También los grandes teólogos, como Suárez, han entendido que «la ley eclesiástica es de alguna manera divina» (De legibus III,14,4). Y así piensan porque estiman que las leyes de la Iglesia son formulaciones exteriores que señalan la acción interior del Espíritu de Jesús. Saben que Cristo ha asegurado a la Iglesia su asistencia hasta el fin de los siglos (Mt 28,20), y que ello garantiza no solamente la ortodoxia doctrinal, sino también aquella ortopraxis que el pueblo cristiano necesita para llegar al Padre sin perderse.
El pueblo cristiano, sencillo y fiel, sabe bien que ha recibido el don de la fe y la gracia de vivir conforme a la misma. Pecan, pero lo reconocen, ayudados por la enseñanza y las normas de la Iglesia; se arrepienten y se confiesan. Saben que Dios, como buen padre, puede llegar a castigarles si se apartan de sus caminos, precisamente para hacerles regresar junto a su regazo. Saben que el amor no contradice la ley. Ni se les pasa por la mente que en la vida de la Iglesia pueda haber contradicción entre la fidelidad a la ley y la fidelidad a la caridad. Y saben que hay falsos maestros que desfiguran la misericordia y la gracia de Dios ofreciendo un cristianismo falso, antinomiano, en el que Dios es presentado como una especie de pseudo-Papá Noel, al que el pecado no ofende y cuya justicia es una farsa.
No hay que confundir la conciencia con el corazón. Dios no se dirige a la conciencia sino al corazón; y si se dirige a la primera es únicamente como camino para poder llegar al segundo.
¿Aclara algo Don Joan al distinguir “conciencia” y “corazón"?… El Catecismo, citando al CV-II, nos dice: “En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal […]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón […]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16)
Dios no quiere esclavos, sino amigos. Nadie logra hacer amigos por la fuerza, ni por la de las armas ni por la de la ley o del deber. En realidad conciencia y corazón se identifican, pero pueden distinguirse precisamente en su relación con la ley y con la gracia. La conciencia no entiende de gracias, ni el corazón de leyes.
¿Pero qué dice este hombre?… ¿Que la conciencia no entiende de gracias?… “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14). Cito al Beato Newman, que a su vez es citado por el Catecismo: “La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (Carta al duque de Norfolk, 5). Y vuelvo a citar la Gaudium et Spes: “El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón” (GS 16). Ésta es la voz de la Tradición y de la Iglesia.
Desde que comencé Nupcias de Dios me propuse trabajar en la reforma de la Iglesia. La principal de las reformas es la de la actitud que tienen muchos católicos, quienes piensan que los males del mundo se deben a la falta de respeto a la ley de Dios. Algo hay de eso. Pero no ésa la raíz del problema.
Agárrense fuerte a la Iglesia, “fundamento y columna de la verdad” (1Tim 3,9), que viene Don Joan Carrera a “reformar la Iglesia". Y considera que “la principal de las reformas” consiste en vencer el legalismo que en ella hoy impera, a su juicio, en modo abrumador, apagando la alegría y dificultando la apertura a la gracia. Pero para hacer su reforma de la Iglesia tendrá primero que acabar con quienes creemos que el mal principal del mundo es el que señala la Escritura: “Y el juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3,19).
El mal en el mundo se encuentra en la “dureza del corazón” que lleva a las personas a ser refractarias a la Palabra de Dios: “Con mucha frecuencia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, encontramos la descripción del pecado como un no prestar oído a la Palabra, como ruptura de la Alianza y, por tanto, como cerrazón frente a Dios que llama a la comunión con Él” (Verbum Domini, 26).
¿Y en qué se diferencia rechazar a Dios y no aceptar sus pensamientos y caminos (Is 54,8-9), es decir, en “faltar al respeto a la ley de Dios", no reconociendo suficientemente la autoridad de quienes Dios ha elegido, consagrado y puesto para enseñar su pensamientos y caminos. Separar a Dios de la ley de Dios es algo literalmente absurdo. Según el Catecismo: “El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6)
Hay quien me acusa de ser subversivo. Y en cierto sentido tiene razón. Mi objetivo no es que la gente tenga en poca estima la ley divina y la ley humana. Al contrario. El mismo Jesucristo afirmó que tiene que cumplirse hasta la última tílde de la Ley (cf. Mt 5, 18).
Lleva todo el artículo menospreciando la función de la ley en el curso de la vida cristiana, y viendo en ella el principal peligro, y ahora dice que ése no es su objetivo. ¿Sabe bien don Joan lo que dice?
Mi objetivo es combatir las actitudes que impiden que el Evangelio tenga toda la eficacia que debe desplegar. Quien lo tome como una guerra particular mía, posiblemente ignora que lo mismo está haciendo el Papa Francisco desde que inició su pontificado.
Desde que leímos sus escritos sobre el matrimonio, aquellos que rebatió Bruno Moreno en los artículos citados, ya conocemos el truco de Don Joan: se esconde detrás del Papa para hacernos creer que sus tesis se fundamentan en lo que dice el Santo Padre. Pero debe enterarse de que no somos tan ingenuos.
El legalista se cree que las leyes sólo se cumplen porque incuten en sus destinatarios miedo al castigo o a las consecuencias de la transgresión.
Pensar que el único valor de la ley, o el principal, es infundir temor al castigo es un grave error. No es posible amar a Dios y al mismo tiempo incumplir sus leyes, y las de su Iglesia. No es posible cumplir las leyes de Dios y de la Iglesia si no hay verdadero amor a Dios y a la Iglesia. El que ama la ley de Dios sabe que la cumple precisamente porque ama a Dios y Dios le concede la gracia de poder cumplirla. Esto la Iglesia lo lleva diciendo desde siempre. Cristo lo enseña claramente: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14,15). Y “si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15,10). Es lo que enseña toda la Escritura: “Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos” (1 Jn 5,3).
Y en todo caso, la atrición sigue siendo doctrina católica. Cito nuevamente el Catecismo: “La contrición llamada ‘imperfecta’ (o ‘atrición’) es […] un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (cf. Concilio de Trento: DS 1678, 1705)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1453).
El evangelizador sabe que sólo la atracción de la Palabra basta para convertir los corazones.
El evangelizador sabe que lo primero que hace el Espíritu Santo es lo que dijo Cristo que haría: “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn 16,8).
Son dos actitudes incompatibles: poder o servicio; deber o gratuidad, conciencia o corazón.
¿Cómo es posible a la luz de la Escritura, de la Tradición del Magisterio, contraponer dentro de la vida de la Iglesia, poder/servicio, deber/gratuidad, conciencia/corazón? ¿Sabe don Joan realmente lo que dice cuando contrapone estos términos como simplemente “incompatibles"?…
Termino con unas palabras de San Josemaría: “Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros —para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje— integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad” ("Es Cristo que pasa", 184).
Luis Fernando Pérez Bustamante
Revisado por el P. José María Iraburu, editor de InfoCatólica.