En la que fue su última audiencia general, en Castelgandolfo, el 2 de agosto de 1978, cuatro días antes de partir hacia el Padre, el Beato Pablo VI, Papa, nos dejó esta joya:
El hombre moderno ha aumentado mucho sus conocimientos, pero no siempre la solidez del pensamiento, ni tampoco siempre la certeza de poseer la verdad. En cambio aquí está precisamente el rasgo singular de la enseñanza de la Iglesia. La Iglesia profesa y enseña una doctrina estable y segura. Y a la vez todos debemos recordar que la Iglesia es discípula antes de ser maestra. Enseña una doctrina segura, pero que ella misma ha tenido que aprender antes. La autoridad de la enseñanza de la Iglesia no dimana de su sabiduría propia, ni del control científico y racional de lo que predica a sus fieles; sino del hecho de estar anunciando una palabra que dimana del pensamiento trascendente de Dios. Esta es su fuerza y su luz. ¿Cómo se llama esta transmisión incomparable del pensamiento, de la palabra de Dios? Se llama fe.
¿De qué fe nos hablaba el Papa? Se puede contemplar en gran parte de su magisterio, pero también en esos escritos íntimos que nos regaló. Por ejemplo, en su Meditación ante la muerte encontramos esta joya:
Y después, todavía me pregunto: ¿por qué me has llamado, por qué me has elegido?, ¿tan inepto, tan reacio, tan pobre de mente y de corazón? Lo sé: «quae stulta sunt mundi elegit Deus… ut non glorietur omnis caro in conspectu eius: Eligió Dios la necedad del mundo… para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1, 27-28). Mi elección indica dos cosas: mi pequeñez; tu libertad misericordiosa y potente, que no se ha detenido ni ante mis infidelidades, mi miseria, mi capacidad de traicionarte: «Deus meus, Deus meus, audebo dicere… in quodam aestasis tripudio de Te praesumendo dicam: nisi quia Deus es, iniustus esses, quia peccavimus graviter… et Tu placatus es. Nos Te provocamus ad iram, Tu autem conducis nos ad misericordiam: Dios mío, Dios mío, me atreveré a decir en un regocijo extático de Ti con presunción: si no fueses Dios, serías injusto, porque hemos pecado gravemente… y Tú Te has aplacado. Nosotros Te provocamos a la ira, y Tú en cambio nos conduces a la misericordia» (PL 40, 1150).
Y esta maravilla:
Por tanto ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese; y que yo tuviese la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el último momento de la vida se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los Santos.
El beato supo ver los peligros de un pluralismo moral que supone la falsificación de la libertad:
Todos estamos afligidos por el triste recrudecimiento de la violencia privada pero organizada en la sociedad contemporánea que traduce en fenómenos de desorden incivil la inseguridad que la atormenta y que un dominante pluralismo moral y político, falsificación de la libertad, parece cohonestar.
Y:
Y como sucede casi siempre, un mal trae otro mal, y con frecuencia peor. Todos estamos preocupados. Lo peor, se dice, es que no hay horizonte; una tentación de pesimismo se difunde y paraliza muchas energías que habían nacido con tanta clarividencia para un futuro mejor.
El cuadro es de todos conocido y amenaza con su sombra este momento de nuestra civilización proyectándose sobre la historia del mañana.
La solución, según el Papa Montini, la da San Pablo…
… en su Carta a los romanos, cuando, después de haberles exhortado con vibrantes sugerencias a diversas formas de la vida moral, como debe ser en personas iluminadas por la fe y sostenidas por la gracia, resume su exhortación en esta conocidísima sentencia: “No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien” (Rom 12, 21). ¡Qué sencilla parece la palabra del Apóstol! Creemos que merece la pena fijarla en la memoria.
…
Nosotros advertimos esta malicia que hace difícil y alguna vez insoportable la convivencia social. ¿Qué debemos hacer? ¿Podemos dejar que el mal nos venza, es decir, nos domine y nos trague en sus espirales haciéndonos cautivos también a nosotros? Este es el proceso de la venganza que aumenta el mal y no lo cura. ¿O debemos ceder al pesimismo y a la pereza, abandonándonos a una vil resignación? Eso no es cristiano.
El cristiano es paciente, pero no abúlico ni indiferente. La actitud sugerida por el Apóstol es la de una reacción positiva; lo que él nos enseña es oponer la resistencia del bien a la ofensa del mal; nos enseña a multiplicar el esfuerzo del amor para reparar y vencer los daños del desorden moral; nos enseña que la experiencia del mal encontrado en nuestro camino debe estimularnos a mayores virtudes y a actividad más eficaz para nuestro corazón.
Así fue San Pablo. Así fueron los Santos. ¡Así sea para todos nosotros!
(Beato Pablo VI, Audiencia general del 25 de enero de 1978)
¿Piensas acaso que, por ti mismo, puedes “multiplicar el esfuerzo del amor"? No, solo podrás si te sumes en lo que el beato considera como la primera misión, el primer deber de la Iglesia: la oración:
Veamos, pues, ¿qué hace la Iglesia? La primera respuesta en la que nos detendremos es espléndida, pero vasta como el océano: ¡La Iglesia ora! Su primera misión, su primer deber, su primera finalidad es la oración. Todos lo saben. Pero probad a dar solamente la definición de este acto específicamente propio de la Iglesia, y veréis qué inmensidad, qué profundidad, qué belleza trae consigo la oración.
Al fin y al cabo, somos miembros de aquella…
… humanidad que ora y que cree; que se levanta en vuelo sobre la tierra; que canta y llora e implora y espera, y despliega su capacidad de infinito, y encuentra en el anhelo de cielo la orientación y la fuerza para realizar dignamente su viaje terrestre.
(Beato Pablo VI, Audiencia general del 12 de abril de 1978)
Dios te quiere santo. Y no alcanzarás la santidad si no vives en oración. Si crees que vivimos en un momento complicado de la historia de la Iglesia, quéjate y lloriquea menos y reza más. Si crees que vives en un momento difícil de tu vida, agárrate a la oración como náufrago a la tabla que le salvará de hundirse.
Reza con la Iglesia, reza por la Iglesia, reza en la Iglesia.
Luis Fernando Pérez Bustamante