Setenta mil lo dejaron, once mil volvieron.
Según un artículo del último número de la revista Civiltà Cattolica, el Vaticano estima que 69.063 sacerdotes abandonaron su ministerio entre los años 1964 y 2004, pero 11.213 regresaron al sacerdocio entre el 1970 y el mismo 2004. De entre los que salieron, algo menos de 57.000 lo hicieron para casarse, mientras que el resto lo hicieron por crisis de fe, problemas con sus superiores, con la doctrina, etc. Pero que uno de cada siete sacerdotes que han dejado el sacerdocio hayan vuelto a ejecerlo, indica que la Iglesia tiene siempre los brazos abiertos para acoger a quien ha cometido errores o ha tenido dudas.
No voy a caer en la simpleza de llamar ovejas perdidas a los sacerdotes que han abandonado el sacerdocio. Un gran número de ellos siguen en comunión con la Iglesia e intentan ser buenos cristianos desde su reducción al estado laical. Pero es obvio que cuando alguien, libremente, ha dado el paso de comprometerse definitivamente con Dios y su Iglesia para servir como sacerdote y luego da marcha atrás, algo se quiebra. Es por ello que debemos felicitarnos cuando se invierte el camino y el sacerdote vuelve a ser en la práctica lo que sacramentalmente nunca dejó de ser.
Otro de los datos que aparecen en el artículo es la clara disminución de abandonos del sacerdocio en los últimos años. Del 2000 al 2004, cada año, ha abandonado el sacerdocio una media del 0,26% de sacerdotes. Nada que ver con la espantada que se produjo en el postconcilio, especialmente en la década de los setenta. Dato este último que debería hacer reflexionar muy seriamente a aquellos que insisten en la tesis de la primavera conciliar. No sé yo qué primavera es esa cuyas flores son el abandono del sacerdocio de miles y miles de sacerdotes, la drástica disminución de las vocaciones, el abandono de la práctica religiosa por millones de católicos y la pérdida constatable del "sensus fidei" en sectores muy amplios del pueblo católico. Alguien debó de echar un mal fertilizante al campo previamente abonado por el Concilio Vaticano II. Pero de nada vale ya lamentarse. Es tiempo de mirar para adelante, de desarrollar aquello del concilio que realmente ha funcionado y de buscar nuevos caminos que ayuden a que la Iglesia se enfrente a los desafíos que tiene delante de sí.
Luis Fernando Pérez Bustamante