Monseñor Rouco, usted es el responsable de esto.
En la página 25 de El Mundo de este domingo se podían leer dos breves artículos sobre el problema que se ha planteado con la niña Laura Patón, de Santa Cruz de Mudela (Ciudad Real). Laura es celíaca y su párroco, siguiendo las disposiciones de la Iglesia, ofrece que comulgue en la especie de vino, no aceptando que lo haga con pan de maíz.
Los artículos a los que hago referencia son de dos sacerdotes católicos. Don Guillermo Juan Morado, al que los lectores de Religión Digital conocen porque es blogger de este portal de información religiosa, y don Javier Baeza, párroco en Entrevías, barrio de Vallecas, Madrid. El artículo del padre Guillermo, doctor en teología y Vicario parroquial de la parroquia de San Pablo en Vigo, es, como no podía ser de otra forma, conforme a lo que la Iglesia dicta. El del señor Baeza es…. es este:
Hay dos términos que a mi entender cruzan de manera transversal todo el Evangelio: compartir y participar de la fiesta de la vida.
Cuando los creyentes nos convocamos en torno a una mesa para celebrar esa vida que vivimos o por la que luchamos, no podemos por menos que tener estos dos pilares fundamentales de la propuesta del Dios de Jesús sobre nuestro horizonte. Cuando, además, en la mesa de nuestras asambleas dominicales nos convocamos cristianos, musulmanes, parejas de hecho, divorciados, ex presidiarios, magistrados, putas, homosexuales, políticos, sanos, enfermos…. nuestro reto, domingo a domingo, es celebrar la vida que compartimos día a día en torno a la fiesta de la comunión.
Habiendo una realidad científicamente comprobada, el malestar que causa la ingestión de gluten a algunas personas, mayores y menores, no entiendo las razones del por qué no poder utilizar otra materia con la que significar que compartimos el cuerpo de Cristo y bebemos su sangre.
Nuestra celebración dominical ha ido transformándose de diferentes maneras a lo largo de estos años: homilías compartidas, alivio de ropajes litúrgicos diferenciadores de quienes compartimos la misma celebración, símbolos exiguos que no despisten… todo por encontrarnos y convocarnos en torno al Evangelio.
También en la comunión hemos ido descubriendo, juntos, cómo la expresión de esa fiesta compartida no tiene por qué pasar necesariamente por expresarla con las obleas al uso en la mayoría de las celebraciones litúrgicas. En este contexto, la materia es un instrumento que no puede atar a la vida de Dios y de su Espíritu.
Entiendo, por tanto, que la comunión eucarística bajo cualquier materia es válida siempre y cuando -con el debido respeto- sea la expresión de las realidades concretas de una determinada comunidad; así los símbolos litúrgicos serán diferentes allá donde no se conozca o haya dificultad de acceso a la harina, o donde el canto gregoriano sea más una diversión estético gozosa que la expresión vital cantada de determinada comunidad, o donde un pueblo reunido no sabe expresar lo mejor de sí si no es a través del baile y la danza.
Por tanto, ¿cómo se puede pretender anteponer la materia del símbolo al significado del mismo, sea cual sea la materia?; ¿es éste el banquete de la fraternidad y de la inclusión que Jesús quería?; ¿cómo podemos provocar a los niños -especialmente en las llamadas primeras comuniones y subsiguientes- a participar de la eucaristía y a entender el sentido de la comunión si usamos símbolos que excluyen a algunos y les obligan a comulgar sólo vino?
De verdad, no acabo de entender por qué algunos hombres que se autodenominan pastores de la Iglesia siguen tan aferrados a la materia, pasando por encima de las realidades personales y las posibilidades de éstas de celebrar la fiesta del compartir que hacemos los creyentes en la asamblea dominical.
La presencia de Jesús no está en las materias sino en lo que significamos con lo mejor de nuestra propia vida. Por esto, si la misa es el momento privilegiado de encuentro de la comunidad y, la comunión, expresión de ese encuentro, debemos reivindicar que esa reunión sea una celebración de la vida, de la vida de cada uno de nosotros, desde nuestra realidad personal, buscando aquello que nos posibilita la celebración, poniendo por encima de la materia las infinitas posibilidades de la vida y no quedando ligado a meras formalidades, sobre todo si este nuevo código de pureza se utiliza contra los más vulnerables preferidos de Jesús y su Iglesia.
Madrid.
Javi Baeza. Párroco de San Carlos Borromeo.
Quiero dirigir ahora unas palabras al Cardenal Arzobispo de Madrid, Monseñor Rouco Varela:
Monseñor, ¿hace falta que le explique la sensación que me embarga tras leer lo que ha escrito ese sacerdote, a quien usted tiene como párroco en la parroquia dedicada a un santo de la grandeza de San Carlos Borromeo? ¿lo ha leído usted o, al menos, alguno de sus obispos auxiliares? ¿hace falta que explique las heterodoxias DOGMÁTICAS y litúrgicas que se desprenden de ese artículo?
No, no hace falta. Lo único que hace falta es pedirles que no sean ustedes cómplices de la situación. Pero me temo que pierdo el tiempo. Con preparar y aprobar de vez en cuando algún documento en el que ustedes los obispos se rasgan las vestiduras por la heterodoxia en la Iglesia, les vale. Pero luego no tienen ni el valor ni la decencia pastoral de hacer lo que tienen que hacer. Y algunos ya estamos hartos de hacer de malos de la película mientras ustedes miran para otro lado. Pero nada, sea Dios el que juzgue. A ustedes, a los heterodoxos y a mí, el más pecador de todos.
Luis Fernando Pérez Bustamante