María

Uno de los momentos de la película “La Pasión” en el que no pude retener mis lágrimas es aquel en el que Jesús cae con la cruz y María sale corriendo hacia él para ayudarle. En esos momentos se ve una especie de “flash-back” en el que también aparece María corriendo hacia su hijo pequeño cuando él se cae. Ahora que los católicos celebramos el mes de María, bien está que la recordemos como la Madre que sabe estar allá donde su Hijo la necesitaba. Y a su vez, sabe no estar cuando no era necesaria su presencia. Lo más probable es que habría querido acompañarle durante los años de predicación del evangelio, pero aparece justo en el momento en que Él culminaba la obra para la que había venido a este mundo. Un mundo al que entró, precisamente, a través de la Madre, quien con su Fiat a Dios -bendita tú eres entre todas las mujeres- se convirtió en el árbol cuyo fruto es nuestra salvación -y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús-.

María es doblemente bienaventurada. Primeramente por cumplir la voluntad de Dios. Llena de gracia dijo sí a Dios, como todos debemos decir sí cuando Dios nos llama a la santidad. Mas además María tuvo el privilegio de ser el precioso instrumento por el que el Verbo eterno se hizo carne. Mientras que Eva salió de Adán, el nuevo Adán nace de la nueva Eva. Aquélla dijo sí a la serpiente que la incitaba a rebelarse contra Dios. Ésta dice sí al ángel que le anuncia la salvación para toda la humanidad. Del “NO” que, ratificado por Adán, nos apartó del Creador, al “SÍ” que, confirmado finalmente en el Monte de los Olivos -"hágase tu voluntad, no la mía"- y consumado en la cruz, nos restaura a la comunión con Dios.

Cuando Cristo está entregando su sangre y su vida para redimirnos, tiene tiempo para hacernos otro regalo aparte del de la salvación. Nos regala a su madre como madre nuestra. Lo hace en la persona del único apóstol que no había huido, que estaba junto a Él en su Hora. Esa madre que le acoge entre sus brazos cuando es un niño y que está a sus pies en la cruz, es hoy nuestra madre. Quien ama a María, ama a Cristo y quien ama a Cristo no debe nunca dejar de amar a María, pues de ella, y del Padre, nos vino Cristo.

La devoción mariana no tiene en María su fin último. Aun siendo la más bella de todas las criaturas, todo lo que María es, lo es por su Hijo. Si es Madre de Dios, lo es porque su Hijo es Dios. Si es Madre de la Iglesia, lo es porque su Hijo nos la entregó como Madre. La mejor forma de amarla es hacer la voluntad de su Hijo. Hoy seguimos oyendo sus palabras en las Bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga". Mal hijo de María es aquel que llena su boca de alabanzas a la Virgen pero luego lleva una vida de pecado. ¿Amas a Dios? Cumple sus mandamientos. ¿Amas a María? Sigue los pasos de su Hijo. Cuentas para ello con su maternal intercesión, tan eficaz hoy como lo fue en Caná. El Cristo que convirtió el agua en vino en una boda es el Cristo que puede convertir tu corazón endurecido en un corazón sensible a la acción del Espíritu Santo. Aquél que cubrió a María con su sombra para engendrar al Hijo de Dios, quiere cubrir tu ser para que puedas de decir: “¡No más yo, sino Cristo en mí!".

Pax tecum,

Luis Fernando Pérez Bustamante