El "problema Urías"

Érase una vez un rey que, tras años de valentía, de gallardía, de buen gobierno y de sacrificio personal por su pueblo, se aburguesó, se hizo comodón, necio y mal gobernante. En vez de partir con su ejército a la batalla contra el enemigo, prefirió quedarse en casa para disfrutar de los placeres de la vida. Un día, su mirada se cruzó con el cuerpo desnudo de la mujer de otro hombre, que estaba tomando un baño. Para según qué cosas, no todas buenas, ser rey tenía sus “ventajas". Hizo llamar a la mujer y acabó acostándose con ella. Como quiera que entonces no existía un Bernat Soria intentando convencer de las “ventajas” de evitar las consecuencias naturales de ese tipo de pecados, la mujer en cuestión se quedó preñada. Y resulta, señores míos, que tampoco vivía en los alrededores un doctor Morín capaz de “solucionar” el “problemilla".

Al rey no se le ocurrió otra cosa que hacer llamar inmediatamente al marido de la señora, llamado Urías, para que pasara unas noches con ella y así poder engañarle diciéndole que el nene que venía en camino era suyo. Pero el siervo era infinitamente más digno que su señor y se negó a tener relaciones con su esposa mientras sus compañeros estaban en el campo de batalla partiéndose la crisma por defender la causa del rey y de la nación. Su dignidad fue su ruina, pues el adúltero se convirtió en asesino al pedir a sus generales que pusieran a ese pobre hombre en primera línea de batalla, en un lugar donde fuera segura su muerte. Y, efectivamente, murió.

La historia no acabó allí. Apareció el carca fundamentalista de turno, que además pretendía hablar en nombre de Dios, a reprocharle al rey su comportamiento. En ese corazón corrupto quedaba todavía un rescoldo de la gracia en la que había vivido años atrás y fue capaz de reconocer su pecado. Eso salvó su vida pero aun así su pecado no quedó sin castigo. El hijo de pecado murió y la espada nunca se retiró de la casa de aquel rey y sus sucesores.

Hoy seguimos viviendo en un tiempo de guerras. No sólo de aquellas en las que mueren los cuerpos, que también, sino sobre todo de las que mueren las almas, que es más grave. Ya lo dijo otro Rey, este siempre fiel, siempre dispuesto a dar la vida por los suyos, siempre al lado de su gente: “Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se encienda?… ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión". La paz no vendrá de la ausencia de guerra sino de la victoria sobre el enemigo.

Mas hoy también hay gobernantes cómodos, apoltronados, pagados de sí mismos, que no quieren ir a la guerra. “Que no haya guerra", dicen, “y si la hay, que vayan otros, que nosotros estamos cansados, no queremos líos, somos hombres de paz". La mujer desnuda, sexualmente apetitosa a los ojos carnales de un rey avejentado, hoy se viste de sonrisas diplomáticas, de palmadas en la espalda, de comilonas con los gobernantes del enemigo, siempre dispuestos a halagar los oídos del que prefiere rendirse antes que plantar cara al mal. Mientras tanto, los Urías de turno, igual de dignos hoy que hace decenas de siglos, caen en la batalla.

Menos mal que el Rey bueno del que hablamos antes sabe recompensar a sus siervos justos. Mas eso nadie lo pone en duda. Lo que sí se duda, o al menos se vive como si se dudara, es que de la misma manera que el rey adúltero y asesino fue castigado, los que le emulan hoy recibirán el pago por su necedad. Y que den gracias si al menos llegan a alcanzar la gracia del arrepentimiento y del perdón. No está claro que lo consigan en todos los casos, pues al fin y al cabo, ¿cuántos de ellos se enfrentaron de jóvenes a un gigante bien pertrechado con una honda en la mano? ¿cuántos han escrito salmos? ¿cuántos saben reconocer de verdad a un profeta?

Kyrie eleison.

Luis Fernando Pérez