Cisma de facto

A lo largo de la historia de la Iglesia han habido muchos cismas, siendo los más importantes los acontecidos en el siglo XI, Cisma de Oriente, y en el XVI, con la Reforma protestante. Antes fueron destacados los cismas de los montanistas, donatistas, nestorianos, anti-calcedonianos varios, etc. Dramático pudo ser el Cisma de Occidente, con varios papas y antipapas reclamando la legitimidad de sus causas. La elección de Martín V en el concilio de Constanza puso fin a aquel conflicto que, curiosamente, no fue capaz por sí sólo de hacer triunfar las tesis conciliaristas que afirmaban la superioridad del concilio ecuménico sobre el Papa.

Cisma y herejía suelen ir de la mano pero a veces va uno después del otro. En ocasiones la herejía persiste en sobrevivir dentro de la Iglesia y es ésta la que acaba expulsándola de su seno, mientras que en otros momentos el cisma, motivado por cuestiones disciplinares, litúrgicas y personales, aparece antes de la herejía. Aunque es claro que no hay cisma alguno que, si perdura en el tiempo, no acabe convirtiéndose en herético, tal y como me temo que vamos a ver pronto si el lefebvrismo sigue en esa actitud inconsciente e irresponsable de no aceptar los ofrecimientos de reconciliación que les hace Roma.

El caso es que en las últimas décadas hemos asistido a algo que creo novedoso en la historia milenaria de la Iglesia. Con la complicidad o pasividad de gran parte de la jerarquía, un sector amplio y activo de la comunidad teológica, incluídos catedráticos, profesores universitarios, rectores y formadores de seminarios, se situó más allá del borde de la ortodoxia -doctrinal, moral y litúrgica- tomando como excusa el espíritu (a la letra no pueden apelar) del Concilio Vaticano II. Y arrastraron tras de sí a miles de sacerdotes y millones de fieles, además de dejar descolocados a muchos millones más que no entendían, ni entienden, el cómo y el porqué de todo esto. El obvio apoyo mediático que recibió la disidencia unido a la lentitud en reaccionar por parte del magisterio, que apenas ha condenado a unas pocas decenas de figuras más o menos emblemáticas, ha supuesto un golpe durísimo contra el "sensus fidelium", que hoy está en las horas más bajas de su historia. Efectivamente, nunca como hoy han habido más católicos bautizados que dudan o niegan dogmas de fe, que rechazan en la teoría y en la práctica las indicaciones de la Iglesia sobre moral sexual y que han sido educados en un quebrantamiento peligrosísimo del sentido de lo sagrado, del ethos católico litúrgico.

En tiempos del cisma arriano, cada cual sabía muy bien donde estaba. Aun habiendo semiarrianos que parecían servir de puente entre la verdad y la mentira -cosa absurda porque o algo es TODA la verdad o no puede hacerse pasar por verdad-, la realidad es que se podían distinguir quiénes eran uno y quiénes otros. En una misma diócesis católica no había sacerdotes arrianos y trinitarios, porque finalmente los arrianos tenían sus propios obispos y sus propias diócesis. Pero en el cisma interno actual, las líneas no están claramente definidas. En una misma diócesis puede haber sacerdotes ortodoxos y heterodoxos. Los hay que siguen las indicaciones del magisterio y los hay que se las pasan por el forro sin que les pase nada, a menos que sea muy escandaloso (ej, San Carlos Borromeo) o que a algunos fieles se les agote la paciencia y les denuncian al obispo, que sólo entonces actua, y no siempre, para que no le tengan que poner en evidencia desde la mismísima Roma.

Y si la cosa es así entre los sacerdotes diocesanos, entre los religiosos es lo mismo pero elevado al cubo. Parece que cuanto más ortodoxa y defensora de la fe ha sido una orden en el pasado, con más heterodoxos por metro cuadrado cuenta ahora. Los votos de obediencia y fidelidad al Papa y la fe reciben por parte de muchos religiosos el mismo uso que el papel higiénico, y a veces de forma pública y notoria sin que apenas nadie haga nada. Y cuando un obispo o Roma hace algo, bueno…. el acabose: a rasgarse las vestiduras, a hacerse las víctimas de una Inquisición medieval, a arremeter contra los ultraconservadores que ya se hartaron de vivir rodeados de tanto pseudo-protestantismo disfrazado de catolicismo, etc, etc.

Todo esto que describo, que obviamente admite muchos matices y grados, me lleva a pensar que estamos ante uno de los cismás más peligrosos habidos y por haber en la historia de la Iglesia. Un cisma que no ha querido hacerse "oficial" por medio de excomuniones y sanciones masivas, pero que sigue socavando la imprescindible comunión en el seno de la Iglesia, sin la cual es imposible que cumpla eficazmente su labor en el mundo. Porque si cada vez que el Papa o un obispo denuncia tal o cual cosa (aborto, matrimonios gay, etc), aparecen teólogos, sacerdotes en ejercicio o supuestas comunidades de base a llevarles la contraria, el mundo recibe un mensaje contradictorio. Y siendo como es el mundo en el sentido bíblico del término, siempre se quedará con aquello que le interesa más, que no es precisamente lo que enseñan Papas y obispos, sino lo que defienden los disidentes.

¿Solución? Pues tengo mi teoría sobre cuál sería, pero no me corresponde a mí darla. Le corresponde hacerlo a aquellos que han permitido que las cosas lleguen a donde han llegado. Y alguno me dirá que no fueron ellos sino sus inmediatos antecesores los "culpables" de la situación. Vale, tan cierto puede ser eso como que los retirados y los muertos no pueden deshacer lo que hicieron mal. Les toca a ustedes, vivos y al mando del timón de la nave, encauzar la misma por el rumbo que nos aleje de la tormenta.

Luis Fernando Pérez Bustamante