Cito de la homilía predicada por Benedicto XVI durante la celebración eucarística de inauguración del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra que presidió en la Basílica de San Pablo Extramuros:
Si contemplamos la historia, nos vemos obligados a constatar con frecuencia la frialdad y la rebelión de cristianos incoherentes. Como consecuencia, Dios, si bien nunca abandona su promesa de salvación, ha tenido que recurrir al castigo. En este contexto, el pensamiento se dirige espontáneamente al primer anuncio del Evangelio del que surgieron comunidades cristianas, en un primer momento florecientes, que después desaparecieron y que hoy sólo son recordadas por los libros de historia. ¿No podría suceder lo mismo en nuestra época? Naciones que en un tiempo tenían una gran riqueza de fe y vocaciones ahora están perdiendo su identidad, bajo la influencia deletérea y destructiva de una cierta cultura moderna. Hay quien, habiendo decidido que “Dios ha muerto", se declara a sí mismo “dios", considerándose el único agente de su propio destino, el propietario absoluto del mundo.
¿Alguien puede dudar que nuestra nación se encuentra dentro de esa definición? España, por más que muchos se empeñen en negar la evidencia apelando al número de bautizados y al “éxito” de determinadas manifestaciones religiosas populares, ha dejado de ser cristiana. Una nación donde uno de cada seis embarazos engorda las cuentas corrientes de los médicos abortistas, donde más del 95% de los fetos que vienen con Síndrome de Down son “eliminados", donde se disparan las tasas de divorcio, de embarazos de adolescentes y de consumo de drogas entre jóvenes y no tan jóvenes, donde la ingeniería social más radical encuentra un perfecto caldo de cultivo y donde es muy minoritaria la objeción de conciencia contra una asignatura adoctrinadora en una ideología filomasónica, no sólo no es una sociedad cristiana sino que profundamente ajena, en fondo y forma, al cristianismo.
Mas con ser grave el hecho de la descristianización del país, más preocupante es la desmovilización total de gran parte de los creyentes y practicantes. No hablo de una movilización esporádica, que convoca a unos cuantos cientos de miles en momentos puntuales. Esos actos son necesarios, pero no bastan. Benedicto XVI señala el camino:
Cuando Dios habla, siempre exige una respuesta; su acción de salvación exige la cooperación humana; su amor espera ser correspondido. Que no suceda nunca, queridos hermanos y hermanas, lo que narra el texto bíblico sobre la viña: “Esperó que diese uvas, pero dio agraces” (Cf. Isaías 5,2). Sólo la Palabra de Dios puede cambiar profundamente el corazón del hombre, por eso es importante que entremos en una intimidad cada vez mayor con ella tanto cada uno de los creyentes como las comunidades. La asamblea sinodal dirigirá su atención a esta verdad fundamental para la vida y la misión de la Iglesia. Alimentarse de la Palabra de Dios es para ella su primera y fundamental tarea. De hecho, si el anuncio del Evangelio constituye su razón de ser y su misión, es indispensable que la Iglesia conozca y viva lo que anuncia, para que su predicación sea creíble, a pesar de las debilidades y las pobrezas de los hombres que la conforman. Sabemos, además, que el anuncio de la Palabra, siguiendo a Cristo, tiene como contenido el Reino de Dios (Cf. Marcos 1,14-15), pero el Reino de Dios es la misma persona de Jesús, que con sus palabras y obras ofrece la salvación a los hombres de todas las épocas. En este sentido es interesante la consideración de san Jerónimo: “Quien no conoce las Escrituras, no conoce la potencia de Dios ni su sabiduría. Ignorar las Escrituras significa ignorar a Cristo” (Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24,17).
Sinceramente, ¿cuántos de nosotros tenemos la intimidad con la Palabra de Dios que pide el Papa? Ni aun aquellos que “trabajamos” con ella a diario hemos alcanzado esa intimidad de la que hablaba el salmista al proclamar: “lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” y “sumamente pura es tu palabra, y la ama tu siervo“. Mas por la Palabra de Dios somos santificados, como dijo Cristo: “Santifícalos en tu verdad: tu Palabra es verdad” (Jn 17,7).
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