Sed agradecidos a los que nos ministran el perdón de Dios
Cuando Cristo dio a los apóstoles, y con ellos a la Iglesia, la autoridad para perdonar y retener pecados, abrió las puertas del ministerio que más ayuda a los cristianos a vivir en santidad. No hay forma de caminar en Cristo si no nos reconciliamos con Dios cada vez que nos apartamos de su gracia por el pecado. Y es el propio Señor quien dispuso que su Esposa, el Cuerpo de quien Él es cabeza, participara en el proceso por el cual el alma se limpia y el espíritu vuelve a la comunión con Dios.
Es por ello que una de las misiones más sagradas e importantes que tiene todo sacerdote es el de administrar el sacramento de la confesión. Pero a su vez, estoy convencido de que es la más difícil de todas. O se tiene un corazón de piedra o escuchar día tras día los pecados del prójimo debe ser algo psicológicamente agobiante. En especial cuando los pecados son gruesos. Ciertamente el ser canal del perdón de Dios ayudará a muchos sacerdotes a sobrellevar esa carga, pero no por ello deja de ser una especie de cruz difícil de llevar. Además, el buen confesor no se limita a absolver sino que también aconseja, guía, hace de pastor que repara la herida de la oveja descarriada. Cuánta necesidad tiene siempre la Iglesia de buenos confesores.