Más sobre el desplome de vocaciones en la diócesis de San Sebastián
En mi análisis de las declaraciones de monseñor Uriarte sobre el descenso de las vocaciones en su diócesis, ayer me centré en aquello que el obispo -en un gesto que, aunque tardío, habla bien de él- había señalado como causas del desastre. No cabe duda de que cuando una generación entera se entrega a la idolatría, sea esta del tipo que sea, es complicado sacar de ella un remanente de jóvenes que sientan el llamado de Dios. Ahora bien, mucho me temo que el componente nacionalista no es el único que puede explicar lo que está ocurriendo.
Me explico. La Iglesia ha sobrevivido siempre a todo tipo de papas, obispos, sacerdotes y religiosos entregados al nepotismo, la simonía y, como decía uno de mis tíos-abuelos, “la caza, el vino y las mujeres". No es que esos escándalos no afectaran a la imagen y credibilidad de la Iglesia. Negar tal cosa es tapar el sol con un dedo. De hecho, recientemente hemos comprobado el grave daño causado por los casos de abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes. Ahora bien, la doctrina de la Iglesia siempre se ha mantenido igual en lo fundamental. Es decir, ni el peor de los papas, ni el más golfo de los obispos, osó nunca llamar bien a lo que era mal. Al pecado siempre se le llamó pecado, por mucho que parte de los pastores y de los fieles vivieran en el mismo.