La Universidad de Navarra ha sido la primera en pronunciarse contra todo intento del gobierno, o del parlamento, de que el aborto sea enseñado en las facultades universitarias relacionadas con el mundo de la medicina. Hoy se anuncia que el CEU sigue esa senda y parece que otras universidades católicas harán lo mismo. Es decir, los médicos católicos de este país, al menos los que se dedican a la docencia, no tienen la menor intención de convertirse en correas de transmisión y propagación de la cultura de la muerte.
Y es que cuando el mal quiere hacer la guerra, no caben capitulaciones ni componendas de ningún tipo. A Dios gracias, el espíritu de la FERE parece que no ha logrado llegar al territorio de los responsables de las universidades católicas. No parece que haya ninguna facultad dispuesta a adecuar el aborto a su ideario. No asoma ningún eclesiástico encorbatado a explicarnos que un secretario de estado le ha enviado una carta tranquilizadora. También es cierto que no existe ningún concierto económico que sostenga las universidades católicas, que han de sobrevivir gracias a su capacidad de conseguir financiación no estatal. Es lo que tiene no depender de 30 monedas de plata: uno es más libre para ser fiel a los valores que se profesan. Y es que ya sabemos aquello de que no se puede servir a dos señores.
El caso es que ni siquiera haría falta ser católico para negarse a enseñar a los futuros médicos a practicar abortos. Recordemos el juramento hipocrático:
Juro por Apolo el Médico y Esculapio y por Hygeia y Panacea y por todos los dioses y diosas, poniéndolos de jueces, que este mi juramento será cumplido hasta donde tenga poder y discernimiento. A aquel quien me enseñó este arte, le estimaré lo mismo que a mis padres; él participará de mi mantenimiento y si lo desea participará de mis bienes. Consideraré su descendencia como mis hermanos, enseñándoles este arte sin cobrarles nada, si ellos desean aprenderlo.
Instruiré por precepto, por discurso y en todas las otras formas, a mis hijos, a los hijos del que me enseñó a mí y a los discípulos unidos por juramento y estipulación, de acuerdo con la ley médica, y no a otras personas.
Llevaré adelante ese régimen, el cual de acuerdo con mi poder y discernimiento será en beneficio de los enfermos y les apartará del perjuicio y el terror. A nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer pesarios abortivos. Pasaré mi vida y ejerceré mi arte en la inocencia y en la pureza.
No cortaré a nadie ni siquiera a los calculosos, dejando el camino a los que trabajan en esa práctica. A cualesquier casa que entre, iré por el beneficio de los enfermos, absteniéndome de todo error voluntario y corrupción, y de lascivia con las mujeres u hombres libres o esclavos.
Guardaré silencio sobre todo aquello que en mi profesión, o fuera de ella, oiga o vea en la vida de los hombres que no deban ser públicos, manteniendo estas cosas de manera que no se pueda hablar de ellas.
Ahora, si cumplo este juramento y no lo quebranto, que los frutos de la vida y el arte sean míos, que sea siempre honrado por todos los hombres y que lo contrario me ocurra si lo quebranto y soy perjuro.
Ese juramento demuestra que aquellos que practican abortos, y de paso la eutanasia, no son médicos. Son profesionales de la muerte indignos de llamarse a sí mismos con el nombre de una profesión que está para dar vida y no muerte. Así que por más que un parlamento ordene que el aborto debe de enseñarse en las facultades de medicinas, éstas, si quieren seguir llamándose así, deben rebelarse y negarse a obedecer una ley infame.
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