Pederastia, el escándalo que no cesa
La policía alemana entró ayer en la abadía benedictina de Ettal, en el corazón de Baviera. El abad dimitió hace unos días por no haber informado de abusos sexuales cometidos por algunos monjes entre los años 2002 y 2005. En el monasterio de Wechselburg, también benedictino, se ha producido igualmente el “cese” de tres monjes por la misma razón. Y todo ello se une al escándalo de los abusos cometidos en colegios jesuitas del país germánico.
Lo de Alemania es un peldaño más en una escalera repugnante que demuestra, lo queramos o no, que algo está podrido en la Iglesia. Consideraciones teológicas aparte, por las cuales sabemos que no cabe atribuir a toda la Iglesia el pecado de sus miembros, la realidad es que desde que empezó el escándalo de la pederastia entre el clero de EEUU, da la sensación de que algo se ha hecho mal, muy mal, en tiempos pasados. Porque si ya es grave que haya gentuza que, aprovechándose de su condición de cura o religiosos, haya abusado de niños y adolescentes -en este caso me da igual que haya habido consentimiento-, más grave me parece que haya habido una clara y nítida política de ocultación de esos abusos. Y hablo de política de ocultación porque no se explica de otra manera que en un gran número de casos se haya demostrado que los superiores eclesiásticos de los perversos sabían de sus abusos y no hicieron nada, mientras que no recuerdo ninguno en que otros superiores les denunciaran para ponerles en el único lugar que merecen: la cárcel.
No seré yo quien acuse a los obispos o superiores de monasterios y órdenes religiosas que se han encontrado con que algunos de sus curas o frailes eran pederastas si los mismos ocultaban bien sus perversiones. Pero allá donde había conocimiento, la inacción es tan grave que sólo cabe la total remoción y suspensión a divinis del obispo o superior responsable. Si es menester cambiar el Código de Derecho Canónico, que se cambie, pero es intolerable que los pastores protejan a los lobos que se “benefician” a los corderos. No merecen, diría yo, el perdón de Dios, pero Dios sabrá qué hacer con ellos.