Señor, qué bien estamos aquí
Evangelio de la Fiesta de la Transfiguración
Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan su hermano, y los condujo a un monte alto, a ellos solos. Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz.
En esto, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Pedro, tomando la palabra, le dijo a Jesús: -Señor, qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando, cuando una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo: -Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle.
Los discípulos al oírlo cayeron de bruces llenos de temor. Entonces se acercó Jesús y los tocó y les dijo: -Levantaos y no tengáis miedo.
Al alzar sus ojos no vieron a nadie: sólo a Jesús. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: -No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos.
Mt 17,1-9
Con temor y temblor me atrevo a decir que alguna vez he recibidi el don de vislumbrar lo que dijo Pedro ante la Transfiguración del Señor: ¡Qué bien estamos aquí!. Son momentos en los que no existe el tiempo, no existe el mundo. Solo la presencia de Dios.
No es fácil describir tal cosa. Alguna vez lo intenté:
Sublime presencia me rodea. Fragante aroma fluye en la estancia. Es el Señor que llega a mi encuentro. Es su Espíritu que derrama su esencia. Pequeño y diminuto soy ante su infinita grandeza. Mi voz es un susurro comparado con el trueno de su respiración. Cuando habla, me asombra la ternura del tono de su voz. Suave a la vez que firme. Simple a la vez que profundo. A veces me pregunto si mi alma sabe entender su lenguaje, pero sé que su Espíritu me ayuda. Quizás mi rubor no me deja disfrutar bien de su mirada, la cual sé que me atraviesa, me abrasa con llamas de amor que purifican mi ser por completo. De pronto, Él pone la mano en Su boca, me pide que cante alabanzas. La voz de mi alma le alaba. Mi espíritu entero le adora. Mi boca no pronuncia palabra, porque el silencio expresa el lenguaje del alma.
¡Ay, mente mía! ¡Quién pudiera acallarte! Interrumpes la preciosa comunión con mi Amado. Me impides gozar por completo de la Sabiduría de mi Padre. ¿No sabes que en ti no cabe todo lo que Él quiere enseñarme? ¿Querrás tú comprender todo el misterio de la Luz Divina? No puedes, pequeña, alcanzar a discernir la bendición que derrama la sombra de Su manto y ¿quieres ya contemplar la belleza de Su rostro? Espera hasta el día de tu resurrección, mi pequeña, cuando del polvo te levante la gloriosa venida de mi Cristo, para invitarte a contemplar su Boda con la Novia. Olvidarás por completo toda vanidad que hayas aprendido en la tierra. Descubrirás la verdad eterna del amor de Dios. Mientras tanto, pequeña, duerme. Duerme mientra mi alma y espíritu contemplan Su gloria, no sea que te envanezcas y me pierdas. Y al despertar, pequeñuela, un sueño de amor quedará en tu memoria, para que te impregnes de aquella fragancia y de su sublime presencia, de modo que Él sea tu anhelo, y así dispongas de la bendición y el poder de su gracia para vencer las cadenas de tu ego.
Y ahora….. silencio ……. alguien toca a mi puerta…….. es Él.
Señor, danos el don de la perseverancia final para alcanza la visión de tu gloria en el cielo junto con tus ángeles y el resto de tus santos.
Luis Fernando
4 comentarios
"Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo." (Salmo 26)
El párroco es un acérrimo defensor de Torres Queiruga a quien tiene por el más grande teólogo español de los últimos siglos en palabras suyas.
¿Cree la Iglesia que Jesús se transfiguró ante los tres apóstoles, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz? ¿Se oyó realmente la voz de Dios Padre o sufrieron aquellos hombres un trastorno mental pasajero?
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LF:
Yo no pertenezco a la misma Iglesia que ese señor. La razón es simple: no tenemos la misma fe.
Y si es arcipreste, la culpa la tiene el obispo, sea el que sea.
Mis encuentros personales con el Señor han sido más leves. La huella de su presencia siempre venía marcada por una vivencia perfectamente perceptible de paz y de comunión, como jamás la había vivido antes en ninguna situación ni con ninguna persona. Tal vez el Señor nos regala en esos momentos lo que más nos falta. Tal vez lo que más nos ha dañado, de lo que más carecemos hoy sea el premio futuro que conceda a un alma que al menos pretendió serle fiel. No lo sé. Quiero imaginar que será así. Para mí la gloria se expresa en esas dos profundas vivencias de armonía: paz y comunión, comunión y paz, tan desconocidas para mí, salvo cuando Él aparece.
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