Os conviene que uno muera por el pueblo
Evangelio del sábado de la quinta Semana de Cuaresma:
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: «¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación».
Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: «Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera».
Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos.
Y aquel día decidieron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos.
Se acercaba la Pascua de los judíos, y muchos de aquella región subían a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús y, estando en el templo, se preguntaban: «¿Qué os parece? ¿Vendrá a la fiesta?».
Jn 11, 45-46
Es posible que Caifás fuera el peor Sumo Sacerdote en la historia de Israel. Era muy probable que sus motivaciones personales para apoyar la muerte de Cristo fueran perversas. Pero he aquí que el mismo Dios que hizo hablar a una burra para que se cumpliera su voluntad (Num 22), hizo hablar a ese Sumo Sacerdote indigno para que profetizara con verdad sobre el sacrificio redentor y expiatorio de nuestro Salvador.
Acabamos la Cuaresma con el anuncio de la razón por la que Cristo había de morir en la Cruz. Son nuestros pecados los que se merecían esa muerte. Es nuestra rebeldía la que debía ser condenada. Pero Cristo tomó sobre sí el castigo que nos correspondía para cumplir así tanto la justicia como la misericordia de Dios.
Cristo fue a la cruz para que nuestros pecados pudieran ser perdonados. No para que podamos seguir pecando como si se nos hubiera dado carta blanca para seguir viviendo alejados de Dios. El perdón de la cruz no nos libera de la exigencia de santidad, sino más bien hace posible que seamos santos. Pero debemos serlo de verdad, por pura gracia, por la acción de Dios en nuestras vidas.
Gracias, Señor, porque por tu muerte nos devolviste a la vida, porque por tus llagas recibimos salud, porque los clavos que horadadon tus pies y manos horadados fijan los goznes de la puerta del cielo, porque de las espinas de tu corona brota la rosa de nuestra salvación. Haznos dignos de semejante don.
Luis Fernando