Obedecer hasta la muerte
Nos conformamos con demasiado poco. Unos, con cumplir más o menos bien con los mandamientos de Dios y de la Santa Madre Iglesia. Otros ni eso, pues creen que la vida cristiana consiste en que Dios te acepta tal cual eres y te va a seguir aceptando de la misma manera si dentro de cuarenta años sigues siendo exactamente igual que ahora.
Mas, ¿cuál ha de ser la medida de nuestro proceder? Lo enseña San Pablo:
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!», para gloria de Dios Padre.
Fil 2,5-11
Ahí lo tenemos. Cristo, el Verbo de Dios, el Hijo eterno del Padre eterno, se humilla a sí mismo, se hace carne como nuestra carne, y obra aquello que nosotros jamás podríamos haber obrado por nosotros mismos. Cristo obedece al Padre hasta la muerte, y muerte de Cruz. “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Luc 22,42), dijo Aquél que era tan divino como el Padre a quien hablaba. Y nosotros, simples mortales, ¿acaso discutiremos con Dios sobre aquello en lo que debemos obedecerle? ¿Acaso hay margen para la desobediencia? ¿acaso el “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” puede ser suspendido en algunas áreas de nuestras vidas?
Bien hacemos en llamar Señor a Jesucristo. Más bien haremos en dejar que sea el verdadero Señor de nuestras vidas, porque sólo Él nos puede llevar hasta el Padre. Como Él advirtió, si le llamamos Señor y no hacemos lo que Él nos pide, ¿en qué nos convertimos? ¿a quién engañaremos?
Mas, amigos, Dios no nos pide algo que no nos conceda hacer. Seguimos leyendo:
Por tanto, queridísimos míos, así como siempre habéis obedecido, no sólo en mi presencia, sino también mucho más ahora en mi ausencia, trabajad por vuestra salvación con temor y temblor; porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito.
Fil 2,12-13
Trabajamos en nuestra salvación porque Dios nos pone el deseo y la capacidad de trabajar para tal fin. Es la obra del Espíritu Santo, que hace que el Cristo que fue obediente hasta la cruz crezca en nuestros corazones de forma que podamos llegar a decir:
Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.
Gal 2,20
Y:
Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo.
1 Cor 15,10
Por tanto, dejemos atrás nuestras rebeldías, nuestras desobediencias, nuestros pecados. Tomemos nuestra cruces como Cristo tomó la suya. Resistamos al mal por la gracia que Dios ha derramado sobre nosotros. Seamos aquello a lo que Dios nos ha llamado y nos ha concedido. No se nos pide parte. Se nos pide todo porque todo se nos da. Que la Virgen María interceda por nosotros para que su Fiat sea nuestro Fiat.
Santidad o muerte.
Luis Fernando Pérez Bustamante