La justificación en Trento para catecúmenos (I)
- ¿Por qué se empeña usted en apelar al concilio de Trento, y especialmente a su decreto sobre la justificación, cuando es un concilio de un pasado y un contexto histórico muy diferente del actual?
- Por dos razones:
- Porque la fe de Trento es la fe del bienaventurado san Pedro, y de los Apóstoles; es la fe de los Padres; es la fe de los católicos.
- Porque tengo el convencimiento de que esa fe corre hoy el grave peligro de ser abandonada, de ser manipulada, de ser objeto de una mutación mortal para las almas de los fieles.
Analicemos cuidadosamente la enseñanza del concilio tridentino sobre la justificación. Empezamos por el decreto:
Habiéndose difundido en estos tiempos, no sin pérdida de muchas almas, y grave detrimento de la unidad de la Iglesia, ciertas doctrinas erróneas sobre la Justificación; el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido a nombre de nuestro santísimo Padre y señor en Cristo, Paulo por la divina providencia Papa III de este nombre, por los reverendísimos señores Juan María de Monte, Obispo de Palestina, y Marcelo, Presbítero del título de santa Cruz en Jerusalén, Cardenales de la santa Iglesia Romana, y Legados Apostólicos a latere, se propone declarar a todos los fieles cristianos, a honra y gloria de Dios omnipotente, tranquilidad de la Iglesia, y salvación de las almas, la verdadera y sana doctrina de la Justificación, que el sol de justicia Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe enseñó, comunicaron sus Apóstoles, y perpetuamente ha retenido la Iglesia católica inspirada por el Espíritu Santo; prohibiendo con el mayor rigor, que ninguno en adelante se atreva a creer, predicar o enseñar de otro modo que el que se establece y declara en el presente decreto.
Es papel fundamental e irrenunciable de la Iglesia defender la sana doctrina que nos puede hacer salvos (1ª Tim 4,16). Los apóstoles exhortaron a combatir el error y a desechar a quienes lo sostienen y difunden entre los fieles. En pleno auge de las herejías protestantes, la Iglesia Católica se propuso, y logró, expresar la verdad sobre una de las doctrinas fundamentales de la fe cristiana: la justificación.
CAP. I. Que la naturaleza y la ley no pueden justificar a los hombres.
Ante todas estas cosas declara el santo Concilio, que para entender bien y sinceramente la doctrina de la Justificación, es necesario conozcan todos y confiesen, que habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, hijos de ira por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original; en tanto grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de la muerte, que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun los Judíos por la misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr su libertad; no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal.
El Concilio explica la situación del hombre tras la caída de los primeros padres. Separado de Dios, inclinado al mal, esclavo del pecado, incapaz de levantarse por sus fuerzas naturales o por el conocimiento de la ley mosaica, pero, a diferencia de lo que indicaba el heresiarca Lutero, aun con libre albedrío, debilitado pero no desaparecido.
El Concilio, al negar la posibilidad de la justificación por la capacidad del hombre y por el conocimiento de ley de Moisés, deja fuera de la fe católica el pelagianismo -que enseña que bastan las fuerzas naturales para cumplir la voluntad de Dios- y cualquier elemento judaizante.
CAP. II. De la misión y misterio de la venida de Cristo.
Con este motivo el Padre celestial, Padre de misericordias, y Dios de todo consuelo, envió a los hombres, cuando llegó aquella dichosa plenitud de tiempo, a Jesucristo, su hijo, manifestado, y prometido a muchos santos Padres antes de la ley, y en el tiempo de ella, para que redimiese los Judíos que vivían en la ley, y los gentiles que no aspiraban a la santidad, la lograsen, y todos recibiesen la adopción de hijos. A este mismo propuso Dios por reconciliador de nuestros pecados, mediante la fe en su pasión, y no sólo de nuestros pecados, sino de los de todo el mundo.
Lo que el hombre no puede hacer, reconciliarse con Dios, por sus propias fuerzas, lo hace Dios enviando al Hijo. Fue el hombre quien se separó de su Creador, mediante el pecado, y es el Creador quien se “abaja” haciéndose hombre para que el hombre pueda unirse a Él. Cristo es enviado a todos, no solo a los elegidos, como sostenían los herejes calvinistas.
CAP. III. Quiénes se justifican por Jesucristo.
No obstante, aunque Jesucristo murió por todos, no todos participan del beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión. Porque así como no nacerían los hombres efectivamente injustos, si no naciesen propagados de Adan; pues siendo concebidos por él mismo, contraen por esta propagación su propia injusticia; del mismo modo, si no renaciesen en Jesucristo, jamás serían justificados; pues en esta regeneración se les confiere por el mérito de la pasión de Cristo, la gracia con que se hacen justos. Por este beneficio nos exhorta el Apóstol a dar siempre gracias al Padre Eterno, que nos hizo dignos de entrar a la parte de la suerte de los santos en la gloria, nos sacó del poder de las tinieblas, y nos transfirió al reino de su hijo muy amado, en el que logramos la redención, y el perdón de los pecados.
O renacemos en Cristo, segundo Adán, o permanecemos alejados de Dios para nuestra perdición eterna. La regeneración es mérito exclusivo de Cristo, que la obtuvo para quienes habrían de creer en Él y obedecerle. De tal forma que la humanidad queda dividida en dos. Quienes son solo hijos del primer Adán y quienes además son hijos de Dios en el segundo Adán (1ª Cor 15,45).
Continuará…
Luis Fernando Pérez Bustamante
PD: Este post fue escrito el pasado 30 de mayo. Mi idea era preparar una serie completa para publicarla en periodo vacacional. Veremos lo que sale al final.