Los nuevos leprosos, los nuevos apestados

¿A quién no le gusta quedar bien con todo el mundo? ¿quién desea ser considerado como un fundamentalista sin corazón, rigorista, fariseo?

Para cualquier cristiano, hay un método seguro para lograr lo primero y evitar lo segundo: decir lo que que el mundo quiere oir. Y hay un método aún más “eficaz” para que no parezca que estás traicionando aquello que se supone que debes defender: usar términos propios de la fe, vaciándoles de su verdadero contenido y escondiendo aquello que no puede ser “adaptado".

Por ejemplo, cuando se trata de defender el derecho a la vida, lo primero que conviene es no criminalizar a la madre y presentarla como una víctima a la altura del hijo que ha decidido matar. Luego hay que hacer todo lo posible por entender que “no tenía más remedio” que hacer lo que ha hecho. Como quiera que, efectivamente, muchas veces las mujeres sufren presiones para aniquilar la vida que llevan en su seno, se da por hecho que eso ocurre siempre, de manera que la responsabilidad pasa a otros. A los que presionan, a la sociedad, a la crisis económica, a… pongan ustedes el culpable que quieran. 

Cuando se trata de defender la familia de la plaga del divorcio, conviene empezar dejando en el baúl de los recuerdos la palabra que el mismísimo Cristo usó para definir a los que se divorcian y vuelven a casar: adúlteros. Queda muy mal llamar adúltero a nadie hoy en día. Es mejor decir que están en una “situación irregular". Luego hay que hacer todo lo que esté en nuestra mano por “comprender” esa situación: “No le quedaba más remedio que separarse", “tiene derecho a rehacer su vida", “es absurdo pretender que la gente sea heróica y viva sin mantener relaciones sexuales estables", etc. 

En cuanto a las uniones homosexuales, se pasa de no admitir ningún tipo de regularización legal a conformarse, y a veces ni eso, con que no se les llame matrimonio o no se les permita adoptar. Y, faltaría más, se hace énfasis en que dichas uniones tienen aspectos positivos: “siempre es mejor una pareja homosexual estable que la promiscuidad", “¿a quién hace daño que se quieran?", “¿por qué no van a poder educar bien a un niño?".

Todo ese engranaje no funcionaría bien si no se le “engrasara” con palabras positivas. Dios es amor y nos quiere a todos. La misericordia del Señor te encuentra en la situación que estés sin pedirte nada a cambio. El perdón no tiene condiciones. Solo Dios puede juzgar. ¿Cómo no va a querer el Señor que seas feliz? La salvación es absolutamente gratuita y te basta con creer en Cristo para ser salvo. Etc.

Por supuesto, con esas ideas, machacadas una y otra vez, alguno se puede plantear la idea de para qué tuvo que morir Cristo en la cruz, si al fin y al cabo el pecado es algo de tan poca importancia, algo que apenas puede ofender a Dios ("¿qué Dios puede ser ese al que le molestan situaciones irregulares?"). Pero para esa pregunta hay una buena respuesta: la muerte en la Cruz no es en realidad lo que siempre nos han contado. No tiene tanto un carácter expiatorio como ejemplarizante. 

Una vez convencida buena parte del pueblo de Dios de que el cristianismo consiste básicamente en ser feliz sea como sea, es mucho más fácil señalar con el dedo a los “malos” de la película. Es decir, a aquellos que recuerdan que sin santidad nadie verá a Dios. A los que recuerdan que Cristo dijo que de nada valía llamarle Señor si no se hace lo que Él dice. A los que se empeñan en llamar pecado a lo que es pecado. A los que recuerdan que el Espíritu Santo no es un comodín caprichoso que se puede usar para machacar, vía ambiguedad doctrinal o vía pastoral pseudo antinominiana, veinte siglos de Tradición. Esos son los últimos a batir, los últimos a echar fuera del rebaño, a menos que acepten quedarse sin hacer mucho ruido. Incluso se les puede intentar sobornar con el caramelo dulce de la “comunión eclesial”.

A los fieles, a los que por pura gracia no aceptarán este panorama de apostasía buenista, se les echará al foso de los leones mediáticos. El mundo se encargará de considerarles como los nuevos apestados, como los leprosos a quienes no hay ni que acercarse, porque representan un cristianismo caduco, ya superado. Y si se resisten, a la cárcel con ellos. Al fin y al cabo, ¿cómo va la sociedad a permitir que haya nadie que piense, y sobre todo diga, que el aborto es siempre un crímen, el adulterio un pecado y las relaciones homosexuales algo contra natura? 

Cuanto más necesita el mundo una Iglesia fuerte, fiel al mandato de su Señor, insobornable ante el avance del mal y la depravación, sería trágico que se encontrara, salvo breves excepciones, con una Iglesia dispuesta a echarse en sus brazos con tal de aparecer en un buen lugar en la lista de popularidad.

¿Y en serio alguien piensa que Dios no hará nada?

Luis Fernando Pérez Bustamante