Amor por las almas

Uno de los versículos más impactantes del apóstol San Pablo es el que aparece en su epístola a los romanos. Hablando de la incredulidad de sus hermanos de raza, los judíos, dice:

Digo la verdad en Cristo, no miento -mi conciencia me atestigua que es así, en el Espíritu Santo-: siento una gran tristeza y un dolor incesante en mi corazón; pues desearía ser yo mismo un proscrito, alejado de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne.
Rom 9,1-3

¡Qué amor no tendría el apóstol de los gentiles hacia su pueblo, el pueblo elegido por Dios para ser faro de luz en medio del resto de pueblos del mundo, el pueblo del que habría de venir la salvación en la persona de Cristo, Dios encarnado! Pues no en vano el Señor dijo a la samaritana que “la salvación viene de los judíos” (Jn 4,22).

Salvando las enormes distancias con el apóstol en cuanto a santidad y celo por las almas, unos cuantos católicos -obispos, sacerdotes, religiosos y seglares- vivimos hoy una situación parecida. Sabemos que somos pecadores, que necesitamos la conversión como el que más, que no tenemos derecho alguno a tirar la primera piedra contra el resto de pecadores. Pero precisamente porque somos conscientes de la gravedad del pecado, que es lo que nos aleja de Dios, se nos abren las carnes cuando vemos que hay situaciones de pecado que no son confrontadas, que son incluso justificadas en nombre de no se sabe bien qué tipo de misericordia divina.

Parece como si hubiera una falta de confianza en el poder de la gracia de Dios a la hora de transformar los corazones. Como si el Espíritu Santo fuera incapaz de conseguir que quien vive en adulterio, fornicación, idolatría, avaricia o cualquier otro pecado grave, abadone el camino de muerte para entrar plenamente en la vida de santidad a la que somos llamados.

Yerran dramáticamente quienes piensan que pedir la conversión de los demás, indicando los pecados que impiden la salvación, son una especie de justicieros inmisericordes sin caridad. Muy al contrario, dice la Escritura:

Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro lo convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados.
Stg 5,19-20

¿Hay mayor acto de caridad cristiana que, movidos por la gracia de Dios, ayudar a otros a salvarse? ¿cómo es posible que aquellos que, torpemente, siguen hoy los pasos de grandes santos, de instrumentos de conversión en manos del Señor, sean hoy vistos como enemigos de la misericordia divina? ¿a qué adulteración de la fe estamos llegando? ¿a qué grado de depravación espiritual nos quieren llevar?

Siguen hoy resonando con fuerza las palabras de Josué:

Pero si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quién queréis servir: si a los dioses a los que sirvieron vuestros padres al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis; que yo y mi casa serviremos al Señor.
Jos 24,15

Por amor a Cristo, por amor a la cruz, por amor a las almas, hoy y siempre: santidad o muerte.

Luis Fernando Pérez Bustamante