Morir al pecado para vivir en Cristo
Demos los primeros pasos en este Año de la Misericordia para que el Señor nos conceda tomar en nuestras vidas la victoria que Él nos consiguió en la Cruz.
¿En qué consiste esa victoria? Lo explica el apóstol San Pablo en la epístola a los Romanos:
Los que hemos muerto al pecado ¿cómo vamos a vivir todavía en él? ¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva.
Rom 6,2.4
Dado que todos -especialmente los más santos- somos conscientes de nuestra condición pecadora, nos parece utópica la idea de que ya hemos muerto al pecado. El mismo sigue presente, en mayor o menor medida, en nuestras vidas. Pero nadie dude que si el Padre resucitó a Cristo de la muerte, Él nos resucitará para dejar atrás toda esclavitud pecaminosa y andar en nueva vida. Y aunque eso solo ocurrirá de forma perfecta en la vida eterna, posterior a este peregrinaje temporal, puede y debe ser ya una realidad.
Muchos apenas gatean, cual bebés, incapaces todavía de ponerse en pie sobre las piernas de la virtud y la santidad que Dios nos ha concedido. Otros ya saben permanecer más o menos firmes y dar pasos hacia adelante. Algunos pueden incluso correr. Pero todos podemos tropezar y caer, y de hecho caemos. Mas Dios no nos deja en el suelo sino que nos coge de la mano para volver a levantarnos y emprender el camino que nos ha marcado. Esa es la vida nueva que Cristo nos obtuvo en la Cruz y la Resurrección.
Porque si hemos sido injertados en él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como la suya, sabiendo esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, para que fuera destruido el cuerpo del pecado, a fin de que ya nunca más sirvamos al pecado.
Rom 6, 5-6
Quien recibe el don de entender que la muerte y resurrección de Cristo, quien fue sin pecado, es el motor de la muerte a todo lo que le aleja de Dios y la resurrección a una vida en plena comunión del Señor, ha empezado ya a lograr la victoria sobre sus pecados. El pecado pasa de ser señor de su vida a un enemigo en vías de ser derrotado y aplastado, de manera que poco a poco dejamos, o debemos dejar, de servir a nuestros deseos desordenados para servir a Dios. Eso no es magia. Es gracia. Es don inmerecido que nos hace merecer aún más don.
Quien muere queda libre del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, porque sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más: la muerte ya no tiene dominio sobre él.
Rom 5,7-9
Debemos hacernos la pregunta: ¿hemos muerto con Cristo? ¿en serio estamos dispuestos a alejarnos de todo aquello que dejamos atrás cuando le recibimos como Señor de nuestras vidas? El señorío de Cristo no es algo a lo que dedicamos cierto tiempo cada domingo o incluso a diario. Debe ocuparlo todo, desde que nos despertamos hasta que volvemos a dormir. No puede haber área de nuestras vidas que no esté rendida a sus pies. Ni en el trabajo, ni en nuestras relaciones familiares, de amistad o con el prójimo. Incluso el ocio debería estar enfocado en las cosas de Dios, pues quien es amado y ama al Señor, no puede querer otra cosa que estar con Él y disfrutar de su presencia. Mas sabemos que no siempre es así. Nuestra santificación es un proceso, es un peregrinaje que dura toda esta vida terrena.
Porque lo que murió, murió de una vez para siempre al pecado; pero lo que vive, vive para Dios. De la misma manera, también vosotros debéis consideraros muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús. Por lo tanto, que no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus concupiscencias, ni ofrezcáis vuestros miembros al pecado como armas de injusticia; al contrario, ofreceos vosotros mismos a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida, y convertid vuestros miembros en armas de justicia para Dios; porque el pecado no tendrá dominio sobre vosotros, ya que no estáis bajo la Ley sino bajo la gracia.
Rom 6,10-14
Que no reine en nuestros cuerpos el pecado. Que reine Cristo. Ese es el llamado. Ese es el don que Dios nos ofrece, no para que lo aparquemos a un lado, como si fuera un ideal inalcanzable. Seguimos siendo barro, pero no seco, que no se puede moldear porque se quiebra a las primeras de cambio, sino barro humedecido en la gracia divina, a través de los sacramentos y la oración, de manera que el Señor nos transforma según lo que quiere que seamos para mayor gloria suya.
No te agobies si ves que hay mucho en tu vida que todavía no ha sido transformado por la gracia divina. Dios es fiel para, si no te resistes pertinazmente, acabar la obra que ha empezado en ti. Esa es la verdadera misericordia. La que te perdona y te libera, la que no se opone a la justicia sino que la supera. Lo que Cristo nos consiguió en la Cruz no fue un mero decreto por el que nos declaraba santos sin convertirnos realmente en santos. La santificación no es solamente forense. Es viva, visible, que lleva como fruto las obras que Dios preparó de antemano para que andemos en ella, pues de lo contrario nuestra fe muere y queda sin efecto salvífico.
Reza más, acude al confesionario para limpiar tu alma siempre que sea necesario, comulga con frecuencia. Toma aquello que se te ha dado para ser salvo. El Espíritu Santo, que mora en ti como en un templo, lo hace posible.
Santidad o muerte
Luis Fernando Pérez Bustamante
4 comentarios
Tal y como yo lo veo, el mayor problema del mundo actual, incluyendo a muchos cristianos, es que ha perdido el sentido del pecado: la misericordia de Dios exige, para que sea eficaz, que el hombre voluntariamente sea lo suficientemente humilde para aceptarla, arrepintiéndose de sus pecados y comprometiéndose a cambiar de vida. Pero, al fallar esa premisa, falla todo, pues la inmensa mayoría cree que no tiene nada de qué arrepentirse, piensa que los pecados son un cuento de viejas y que no existe ningún acto intrínsecamente malo que merezca compunción, que Dios es muy bueno y no enviará a nadie al Infierno, que, por cierto, esta vacío, y que el Demonio es una invención babilónica. Al faltar esto, la misericordia de Dios, desgraciadamente, su infinita misericordia, se queda sin receptor. Es como si el Hijo Pródigo se quedase en sus juergas y francachelas in volver a casa ni pedir perdón a su Padre, y pretender, a pesar de ello, salvarse. Tenemos multitudes de hijos pródigos que quieren quedarse en su pecado, y que la Iglesia se limite a darle palmaditas en la espalda hasta que se muera...y se condene. Cristo es misericordia, cierto, pero como Dios que es, no fuerza a nadie, sino que espera que voluntariamente pidamos esa misericordia y que la hagamos florecer en nuestra vida con propósito de enmienda.
No hay opción ni vías intermedias: ¡santidad o muerte!
Que el Espíritu Santo te siga iluminando para nuestro bien y la Santísima Virgen María y San José te protejan siempre.
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