¿A dónde iría sin su misericordia?
No albergo la menor duda sobre una realidad. Soy pecador. Hay todavía muchas áreas en mi vida que no están conformadas plenamente con la voluntad de Dios. Necesito su misericordia, su perdón, su ayuda para liberarme de mis pecados.
No albergo la menor duda sobre otra realidad. Dios me quiere santo. Es más, me concede serlo, de forma que no tengo excusa para no andar en santidad. Si digo que Dios me lo concede, no digo que ya lo sea, al menos no como Él quiere que lo sea. Pero cuando caigo, cuando peco, cuando me separo una y otra vez de su voluntad, no me encuentro con una mirada de condena eterna, sino con la Cruz por la que Cristo paga el precio por mi salvación. Y esa cruz me restaura, me da vida, me ayuda a cargar con mis propias cruces, con mis debilidades. Es Cristo mi Cireneo. Es Cristo quien me concede el perdón a través de sus ministros en el sacramento de la Confesión. Es Cristo quien, una vez perdonado, se me entrega por completo en la Eucaristía, alimento divino que me fortalece para la lucha contra mis pecados. Eso es, en definitiva, la vida cristiana. Caída, perdón, restauración, vida. Pura gracia. Pura misericordia divina.
Con san Pablo digo que “en efecto, no entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rom 7,15). Con el apóstol digo: “Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Así, pues, descubro la siguiente ley: yo quiero hacer lo bueno, pero lo que está a mi alcance es hacer el mal. En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom 7, 20-23). Pero también exclamo: “Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros. Así pues, hermanos, somos deudores, pero no de la carne para vivir según la carne. Pues si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom 8-11-14).
Y sabiendo que Dios es quien ”obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito” (Fil 2,13) y que “Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla” (1ª Cor 10,13), ¿cómo no tener esperanza de que iré dejando atrás todo aquello que me aleja del Señor? He ahí la misericordia, que no solo me perdona sino me transforma a imagen de Cristo, de manera que algún día pueda decir como San Pablo “no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20).
Si algún temor albergo es que en ocasiones mis pecados sean ocasión de escándalo y de caída para otros. Como recuerda san Pablo “según está escrito, el nombre de Dios es blasfemado por causa vuestra entre los gentiles” (Rom 2,24). Pero bien sé que donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia, y el Señor quiere que diga con el autor de Hebreos “nosotros no somos de los que se vuelven atrás para su perdición, sino de los que tienen fe para la salvación del alma” (Heb 10,39).
Ese anhelo de santidad que el Señor pone en mi alma es a la vez una promesa, la tierra prometida que aguarda una vez deje atrás el desierto de mis pecados. No pretendo haber llegado ya, “no es que ya lo haya conseguido, o que ya sea perfecto, sino que continúo esforzándome por ver si lo alcanzo, puesto que yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo no pienso haberlo conseguido aún; pero, olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús” (Fil 3,12-14).
Si tantas veces firmo mis posts con el lema “santidad o muerte” no es porque crea que queda “bonito". Es porque creo que no hay otra opción: o camino en el Señor o me muero. He estado en tiempos pasados literalmente al borde de la muerte por mis pecados y siendo que el Señor me da vida, ¿habré de morir irremediablemente? ¿qué infierno no merecería si desestimara el don de la gracia que el Señor ha derramado sobre mí, volviendo al fango de una vida totalmente carnal, en rebeldía contra el Espíritu Santo que quiere morar en este torpe cuerpo mortal como templo de su divinidad?
Por obra y gracia de Dios, el papa Francisco ha querido convocar un Año jubilar de Misericordia. Que María, madre de Misericordia, nos logre por su intercesión que el Señor nos conceda vivir este año en plenitud, para que crezcamos en santidad y así pueda refulgir la gloria de Dios en nosotros. Que todo sea “para alabanza y gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado, en quien, mediante su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia, que derramó sobre nosotros sobreabundantemente con toda sabiduría y prudencia” (Efe 1,6-8).
Santidad o muerte
Luis Fernando Pérez Bustamante