Tu sacrificio al Señor
Texto patrístico de hoy en el Oficio de Lecturas de la Liturgia de las Horas
De los Sermones de san Agustín, obispo.(Sermón 19, 2-3: CCL 41, 252-254)
Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así cómo nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.
Cuando Adán pecó, quiso echar la culpa de su pecado a Eva. Cuando Eva pecó, quiso echar la culpa de su pecado a la serpiente. ¿Cuántas veces no hacemos lo mismo? ¿cuántas veces miramos el pecado ajeno sin reparar en el propio? ¿No seremos a veces como Caín, que quiso huir de su pecado desviando la atención a una supuesta falta de obligación de cuidar a aquel a quien había asesinado?
Ante Dios, no valen excusas. Solo vale el reconocimiento de la culpa. Y no cualquier reconocimiento. No basta con decir “oh, sí, Señor, no lo he hecho bien pero es que mira…". No, no hay nada que mirar. Si somos templo de su Espíritu -y si no lo eres es porque no lo has pedido-, no busquemos explicación a la profanación que hacemos cada vez que nos alejamos de su voluntad, porque no la hay. Aunque creamos tener una paja en tu ojo, eso no nos da derecho a ver la viga en el ojo ajeno. Porque es más fácil que nuestra paja sea viga que cualquier viga auténtica que pueda haber en los ojos de quienes, por las razones que sean, no han sido todavía iluminados por Cristo.
Dejemos que Dios juzgue los pecados que no cometemos y no nos escondamos de su presencia ante la desnudez que sentimos por nuestras propias faltas.
¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Qué dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.
¿Acaso creeremos que podemos ofrecer un sacrificio mayor que el que Cristo ofreció por nosotros en la cruz? Él, sin pecado, fue quebrantado, humillado, crucificado, muerto y sepultado. ¿Y es mucho pedir que al menos no huyamos de nuestra propia responsabilidad? Pues si el Espíritu Santo nos lleva al arrepentimiento, ¿huiremos del mismo señalando con el dedo a los demás?
Por ejemplo, el cristiano que consume pornografía, ¿le dirá a Dios que más pecan aquellos que la protagonizan? ¿acaso ellos han recibido el evangelio para librarse de esa plaga? Y aun si lo hubieran recibido y se hubieran alejado del mismo, ¿eso nos libra de culpa?
¿Y qué decir del que adultera? ¿dirá que no habría pecado si la otra persona adúltera no se hubiera cruzado en su camino? ¿o acaso aquel que maltrata a sus seres queridos podrá decir “es que a mí también me maltrataron"?
No, hermanos, solo hay un camino que agrada a Dios. Nuestra humillación, nuestro sincero reconocimiento de que hemos pecado. Dios no quiere que nos humillemos para pisotearnos como gusanos, sino para levantarnos y darnos fuerza para reemprender el camino de la santidad.
Si te ofreciera un holocausto -dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro.
No busquemos fuera de nosotros aquello que el Espíritu Santo ha sembrado en nuestras almas. Es nuestro corazón el que se rebela contra Dios. Es nuestro corazón el que por gracia tenemos que quebrantar. Y si buscamos dentro y no encontramos el ansia de arrepentirnos, imploremos del Señor la gracia de encontrarla, porque solo entonces podremos recibir el perdón de Dios y la liberación de nuestros pecados.
Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.
Cuanto más crecemos en santidad, más nos disgustará todo aquello que nos aleja de Dios o nos impide acercarnos a Él limpios de todo mal. Si nos ha prometido un corazón puro, ¿dejará de concedernos ese don? Pero antes hemos de librarnos de nuestro corazón de carne de pecado. Y así lo haremos porque Él nos lo concede, de forma que quienes no lo hacen incurren en mayor culpa.
Seguiremos pecando pero no viviendo en pecado. Seguiremos ofendiendo a Dios pero volveremos a Él cual hijos pródigos. Seguiremos siendo la oveja perdida que anhela ser cargada en los hombros del pastor para regresar al rebaño. Y algún día, cuando Él lo disponga, dejaremos de pecar gravemente, seremos libres para ser santos.
Mucho se nos ha dado y por ello mucho se nos pide. La misericordia de Dios no produce como fruto la autojustificación de nuestros pecados. Produce gratitud y la respuesta de un corazón entregado a Aquél que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable. Muramos a nosotros mismos para nacer a quien nos da la vida eterna.
Santidad o muerte.
Luis Fernando Pérez Bustamante