Mi abuelo cumple cien años
El 13 de diciembre del 1912 nació en un pueblecito cántabro -de tan feliz nombre como San Salvador- Luciano Bustamante Fernández, el último de 13 hermanos. Hoy, por tanto, cumple cien años.
¿Y quién es Luciano? Pues mi abuelo, el padre de mi madre. Para la mayoría de ustedes ese dato no será gran cosa, pero para mí lo es todo. Y si digo para mí, lo digo para todos los que le queremos. Un hijo, diez nietos, dos nueras que son como dos hijas y muchos sobrinos.
En mis 44 años de vida he pasado mucho tiempo a su lado. A Dios gracias, en mi familia paterna y materna siempre se han llevado bien todos con todos. Los cuatro hijos que mis abuelos maternos tuvieron se quisieron mucho. Y mi padre y su única hermana -soltera, que hoy vive con mi esposa e hijos- eran uña y carne. Por tanto, los diez nietos de mi abuelo -no tengo primos por el lado paterno- hemos tenido la fortuna de no ser testigos de riñas importantes ni de separaciones entre nuestros padres y tíos. Cuando éramos niños, todas las Navidades, sin excepción, nos hemos juntado. Incluso cuando los nietos mayores tuvimos nuestros primeros hijos, pasaron bastantes años en los que al menos uno de los días de las fiestas navideñas lo pasábamos con el resto de la familia.
Aunque una parte importante de mi infancia es una nebulosa en mi memoria, recuerdo perfectamene las ocasiones en que dormía en casa de mis abuelos Luciano y María. Mi abuelo nunca ha sido especialmente cariñoso y besucón. Pero siempre, SIEMPRE, he sabido que me quería. Y cuando las pocas veces que ahora voy a Madrid voy a visitarle, veo que ese cariño sigue muy presente.
Uno de los veranos más felices de mi infancia lo pasé con mis abuelos en Santander. Me acuerdo especialmente de las caminatas que nos dábamos desde la casa donde estábamos hasta el faro. A mi abuelo siempre le ha encantado andar. Y una ocasión me llevó a ver las traineras en Astillero, población cercana a su pueblo natal. Son de esos días que siempre recordaré mientras viva, si es que no sufro alguna enfermedad que me lo impida. Ese verano él me enseñó a nadar en las aguas del Cantábrico. Años después, justo después de la muerte de mi padre, pasamos el verano en Somballe, el pueblo donde nació mi abuela María. Tampoco podré olvidar los paseos que daba con él por los campos verdes de los montes de alrededor. Allí me contó como conoció a la que sería su esposa y mil y una anécdotas de sus años mozos.
Desgraciadamente ha tenido que ver como se le han muerto su mujer y tres de sus hijos. O más bien debería decir cuatro, porque a mi padre le quería como si fuera un hijo. La primera vez que vi llorar fue precisamente en la muerte de mi padre. Ahora que soy marido y padre y sé lo mucho que se quiere a la esposa y lo mucho que duelen los hijos cuando les pasa algo, no puedo por menos que pensar en lo mucho que mi abuelo ha tenido que sufrir en el último cuarto siglo de su vida. Gracias a Dios, aunque sus dos hijas no pudieron cuidar de él -y en su día de mi abuela-, ha contado con dos nueras, mi tías, a las que habría que hacer un monumento. Le han tratado como si fueran hijas de su propia sangre. Y también gracias a Dios le queda un hijo, mi padrino, con el que vive sus últimos años de vida.
Cuando hace doces años me trasladé con mi mujer e hijos a Aragón, perdí bastante el contacto “físico” con él. Dada su sordera, tampoco hemos podido hablar por teléfono. Pero como he dicho antes, siempre que me acerco a la capital de España busco unas horas para visitarle. Y ahí me pone al día de todo. Literalmente de todo. Y a su vez, me pregunta por todos nosotros. A sus cien años tiene una lucidez mental que impresiona. De hecho, aparenta veinte años menos. Ha sufrido un par de infartos, sigue con la diabetes que lleva arrastrando desde que tengo memoria, pero la cabeza le va de maravilla.
Este año pudo conocer por fin a mi hija pequeña. Desde que la vio en la incubadora donde pasó su primer mes de vida -nació sesmesina-, no hubo oportunidad de que estuviera con ella. A mis otros dos hijos sí los conoció más cuando eran pequeños, y el mayor de todos le ve con cierta frecuencia cuando acompaña a mi tía -la hermana de mi padre- a Madrid. Hace unos meses pudimos ir todos a la capital y pasamos un día con él y mis tíos.
Este domingo, Dios mediante, celebraremos su cien cumpleaños. Veré a mis tíos y a mis primos, cosa que me hace ilusión, pero sobre todo podré volver a ver a mi abuelo. Nunca sé cuándo será la última vez en que pueda abrazarle y darle un par de besos. Ahora que la juventud ha quedado atrás en mi vida y me encamino hacia esa etapa en la que, si el Señor no se me lleva antes, me tocará ser abuelo, aprecio como un tesoro y un regalo del cielo todas las veces en que puedo estar, siquiera unas horas, con él.
Por supuesto, verle me trae el recuerdo de mis padres, de mi abuela y de mis tíos ya fallecidos. Pero confió y pido a Dios que algún día podamos encontrarnos todos en el cielo. Allí ya no habrá más llanto ni más pena. Sinceramente no tengo prisa para que ese día llegue, pero la fe me ayuda a entender que esta vida terrana es solo el preámbulo a ese don tan maravilloso que es la vida eterna.
Luis Fernando Pérez Bustamante