Ni madrastra de Cenicienta ni madre pasota

Madre y Maestra. Así ha de ser nuestra Iglesia. Y dado que no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre, es obvia la importancia y responsabilidad de aquella que es Cuerpo de Cristo en la tarea de educar en la fe a sus hijos.

Una buena madre acoge a sus hijos, les da cariño, les corrige con amor cuando es necesario. Una mala madre pasa de ellos. Ni les atiende, ni les da amor, ni les disciplina cuando se desmadran. Y luego están quienes se comportan como si en vez de madres fueran madrastras.

A lo largo de la historia, la Iglesia ha pasado por épocas en que el defecto posible en el ejercicio de la autoridad apostólica solía caer por el lado del exceso. Pero tan malo es dejar a un hijo sin el cariño de una madre como permitirle comportarse como un niñato malcriado que hace lo que le viene en gana.

El cardenal Burke ha tenido una de las intervenciones más destacadas en el Sínodo de los obispos que acaba de tener lugar en Roma. No se ha andado por las ramas y ha asegurado que el abandono de la disciplina interna dentro de la Iglesia ha socavado las reformas del Concilio Vaticano II. Vivimos en un mundo donde las palabras “deber", “disciplina", “castigo corrector” y “obediencia” son objeto de desprecio. Leyes sumamente importantes para la vida del pueblo cristiano (por ejemplo, la asistencia a la Misa dominical, el deber de los obispos de sancionar a quienes enseñan herejías, incluso retirándoles si es preciso de sus funciones, etc.) no se han cumplido con gran frecuencia, haciéndose crónico su incumplimiento, y en forma completamente impune. Parecería que las grandes normas disciplinares de la Iglesia (como las que he citado por ejemplo) no obligaran en conciencia a su cumplimiento, sino que más bien hubiera que entenderlas como meras orientaciones o consejos. Y resulta muy triste comprobar que, sin duda con la mejor de las intenciones, una buena parte de la Iglesia se ha dejado embaucar por una influencia mundana, el liberalismo permisivo, que ha provocado una de sus mayores crisis en veinte siglos.

Esa deriva ha de ser corregida. No se trata de volver a los autos de fe con hogueras que queman herejes. No se trata de imponer la autoridad a la forma y manera en que lo hacen las autoridades mundanas. La caridad en las formas debe prevalecer siempre. Se trata de comprender que cuando la Autoridad apostólica (Obispos, párrocos, Santa Sede) urge el cumplimiento fiel de la disciplina eclesial, está prestando un servicio doble. Primero, a los disciplinados, de quienes busca su conversión. Segundo, a las víctimas de los rebeldes, que se ven arrastrados por el camino del error.

No será fácil encontrar un punto de equilibrio entre una Iglesia que disciplina sin caridad y una Iglesia que desiste de corregir con firmeza a quien se aparta de la verdad y lleva a otros hacia el abismo de la mentira. Pero es fundamental dejar que Dios nos ayude a lograr ese objetivo. Los pastores tienen la mayor responsabilidad, pero la tarea es de todos.

Luis Fernando Pérez Bustamante