Dios de Dios, luz de luz... o no eres cristiano
A lo largo de los evangelios son muchas las ocasiones en las que Jesucristo mantiene un diálogo “a solas” con sus discípulos. El Señor no sólo predicada el evangelio al pueblo de Israel, sino que a su vez iba formando a los apóstoles en todo lo necesario para que la fe cristiana volara alto, alcanzando el grado sumo de la Revelación de Dios para los hombres. Como explica el autor de Hebreos al principio de su carta (Heb 1,1-2), todo lo que Dios nos tenía que decir, nos lo dijo en Cristo. De hecho, cuando llega el Espíritu Santo, lo que hace es dar testimonio del Hijo de Dios (Jn 15,26).
Estaremos todos de acuerdo en que para ser cristiano hay que saber bien quién es Cristo. No sólo qué fue lo que hizo y lo que enseñó, que también, sino sobre todo, quién fue, quién es, quién será por siempre. Por ello resulta esencial lo acontecido en Cesarea de Filipo, cuando el Señor hizo la pregunta clave a sus discípulos. Lo leemos en el evangelio de Mateo:
Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Ellos dijeron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas".
Él les dijo: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”
Mat 16,13-15
En las palabras de Cristo y la primera respuesta de los discípulos vemos que la gente no era todavía consciente de la verdadera identidad de Aquel que iba predicando el evangelio, perdonando pecados y realizando todo tipo de milagros. A todo lo más que llegaban era a considerarle un gran profeta, un hombre de Dios. ¿Podía ser que le ocurriera lo mismo a sus discípulos? El primero (protos) de ellos contesta en nombre de todos:
Simón Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo".
Replicando Jesús le dijo: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos".
Mat 16,16-19
En la respuesta de Pedro y las palabras consiguientes de Jesús está presente el alma de la fe católica. Pedro, iluminado por el Padre, confiesa quién es Cristo y Cristo confiesa quién es Pedro y su papel en la Iglesia. Desgraciadamente son muchos los cristianos que no aceptan las palabras de Cristo sobre Pedro, pero todos, sin excepción, aceptan las palabras de Pedro sobre Cristo, de tal manera que quien no cree en ellas no puede ser considerado como cristiano.
En el resto del Nuevo Testamento encontramos evidencias que sirven para entender mejor qué significa eso de “Hijo el Dios vivo”. No era necesario explicar qué implicaba ser el Mesías, pero sí cuál es la relación de Jesús con el Padre. ¿Es el Hijo Dios como el Padre es Dios? Sin lugar a dudas. Juan empieza su evangelio con una profesión clara de la divinidad del Verbo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1). El incrédulo Tomás llama a Jesús “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). San Pablo hablar de Cristo como “nuestro gran Dios y salvador” (Tit 2,13). Pedro empieza la segunda de sus epístolas hablando de “nuestro Dios y Salvador Jesucristo” (2ª Ped 1,1). Etc, etc.
A pesar de ello, los errores doctrinales sobre la persona de Jesucristo surgieron pronto. No voy a explicar en detalle los que surgieron antes del concilio de Nicea (325), porque es evidente que la gran herejía cristológica fue, y es, el arrianismo y sus derivados. Arrio (256-336) no negaba que Cristo fuera divino, pero afirmaba que lo era en un grado inferior al Padre. O sea, la naturaleza del Padre no era la misma que la del Hijo, a quien consideraba como una criatura. La más excelsa, pero criatura al fin y al cabo. Fue necesario convocar un concilio ecuménico para derribar ese error. Pero aunque Nicea proclama dogmáticamente la plena divinidad de Cristo y parecía que el arrianismo era derrotado, la batalla se prolongó por siglos. De hecho, hubo algún tiempo en que había el Iglesia, al decir de San Jerónimo, más arrianos que cristianos. Entre los defensores de la fe nicena destacó San Atanasio (297-373), que llevó una vida de persecución por no avenirse a pactar una solución intermedia. Para ese gran santo la fe no era algo discutible y no podía ponerse la paz eclesial por encima de la sana doctrina sobre Cristo.
Después le tocó el turno el Espíritu Santo, cuya divinidad era negada por los pneumatómacos. El primer concilio de Constantinopla (381) zanjó la cuestión afirmando de forma definitiva la fe trinitaria. Un solo Dios, tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. De dicho concilio recibimos el credo niceno-constantinopolitano, cuya belleza a la hora de hablar de la divinidad de Cristo es difícilmente igualable:
Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz. Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho.
Tras las disputas teológicas acerca de la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo, llegaron las discusiones cristológicas acerca de cómo se integraban en Jesucristo su divinidad y su humanidad. Efectivamente, Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Nuevas herejías surgieron y fue necesario convocar más concilios para delimitar dogmáticamente la respuesta a aquello que el Señor preguntó a sus discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?“. La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, siempre ha sabido responder a esa pregunta con la verdad. Ciertamente el error ha rodeado la verdad sobre Cristo de tal forma que a veces parecía que iba a opacarla, a vencerla. Pero Dios no podía permitir jamás que la verdad sobre Él quedara enterrada bajo los escombros de la herejía. Fueron necesarios siglos y varios concilios para alejar del cristianismo toda mancha de duda, de heterodoxia sobre Jesucristo, pero finalmente la luz prevaleció sobre las tinieblas y durante un largo período de tiempo pareció que toda herejía cristológica había quedado enterrada para siempre. Craso error.
Con la llegada de la Reforma protestante se establecieron las bases para que todo tipo de herejías reaparecieran, cual Atilas del error, en el horizonte de la Cristiandad. Bien hizo San Pío X al afirmar en su catecismo (1905) que “el Protestantismo o religión reformada, como orgullosamente la llaman sus fundadores, es el compendio de todas las herejías que hubo antes de él, que ha habido después y que pueden aún nacer pira ruina de las almas” (art 129). La razón de esas palabras es clara. El libre examen de las Escrituras, que en la práctica niega la autoridad máxima de la Iglesia a la hora de interpretarlas, abre la puerta a todas las herejías. No a unas cuantas, no. A todas. Y las herejías cristológicas no iban a ser menos. Así, a pesar de que el protestantismo “oficial” se ha mantenido dentro de la fe de los grandes concilios, lo cierto es que a la sombra del principio solaescriturista y del libre examen han ido surgiendo neo-arrianos, nestorianos, adopcionistas, unitarios y demás ralea herética. Ahora bien, todo eso ha ocurrido fuera de los atrios de la Iglesia Católica.
Aunque soy de la opinión de que con la Biblia en la mano basta y sobra para defender la fe trinitaria, lo cierto es que necesitamos de la doctrina católica expresada en los Concilios para “comprender” y profesar dicha fe en toda su grandiosidad. Sin embargo, hay teólogos pretendidamente católicos a los que, al parecer, no les basta. Ellos quieren ir más allá, superar Nicea, Éfeso y Calcedonia. Y si para tal cosa se tienen que inventar un Jesús histórico no concordante con el Jesús de la fe, pues lo hacen.
Si ya es absurdo usar la Escritura para negar la doctrina de la Iglesia sobre Cristo, no digamos nada en qué lugar quedan aquellos que se acercan a la Biblia como el sepulturero a un cuerpo muerto guardado en la nevera de una morgue. Y es que, a pesar de que el Concilio Vaticano II afirmó la historicidad de los evangelios (Dei Verbum 19), esos deconstructores de la fe católica se ufanan en negar la misma. Por ejemplo, como no creen en los milagros, pues cada vez que aparece uno en el Nuevo Testamento, descartan que sea un hecho histórico. Como en la mentalidad moderna -no muy diferente de la existente en Atenas hace 20 siglos (Hch 17,32)- no encaja muy bien eso de que Cristo resucitó de verdad y la tumba estaba vacía, pues buscan la forma y manera de negar la resurrección. Eso sí, rodean su ponzoña de bonitas palabras y de ciertas verdades católicas, para que así pueda ser consumida por las almas necias que no se conforman con profesar, sin más, la fe de la Iglesia. Una fe que costó “construir” durante muchos siglos como para que ahora estos profesionales de la herejía la quieran destruir desde dentro de la propia Iglesia.
Existe también otro tipo de teólogo que busca ocultar su heterodoxia bajo un ropaje espeso, de términos alambicados, de frases turbias, de un “sí pero no” y un “no pero sí". Son herejes, y ellos saben que lo son, pero saben cómo esconder su herejía, mezclando frases y proposiciones inasumibles desde la fe católica con otras claramente ortodoxas. Se parecen un poco a los semiarrianos de los primeros siglos. De hecho, son muy peligrosos porque incluso sacerdotes y teólogos parecen incapaces de ver lo que se esconde detrás de tanta nebulosa dialéctica. Quien se alimenta de la patrística ve rápido el error, pero ¿cuántos aceptan ser alimentados por la Iglesia Madre, con la sana doctrina de la Tradición y el Magisterio apostólico y conciliar?
Podría dar nombres concretos pero sinceramente, no lo creo necesario. Todos saben bien a quién podría aplicarse aquello que he escrito en párrafos anteriores. Lo de menos es el quién. Lo de más es el qué. Sin embargo, no me resisto a citar algo que escribió ayer uno de los defensores de esos teólogos del error. Dijo:
“…ya debe de saber que no se pueden evitar los conflictos en la Iglesia a cualquier precio. Ni buscarlos ni evitarlos. El diálogo teológico, ¡cómo Jesús es Mesías de Dios!, entre quienes creemos y pensamos a partir de la Encarnación histórica de Jesús y quienes creen y piensan a partir de la Exaltación del Hijo junto al Padre, no es fácil. Y aunque no es imposible, la síntesis inteligente y honesta con ambos polos está por lograrse en cada generación. La nuestra ha elegido hacer “vigilantes” a quienes menos significado hallan en la vida humana de Jesús y su solidaridad. Yo a veces pienso que no saben qué hacer con esa vida histórica. La fe cristiana como metafísica cristológica es mucho más atractiva a la Iglesia actual y mucho más cómoda para sus “maestros", pero sufre con “los Sinópticos", ¡ay!, y con “la voz de los más pobres", ¡ay!, y no sabe, ¡no puede!, traducir el valor teológico, ¡no sólo moral!, del amor cristiano. Es decir, no sólo qué consecuencias de caridad tiene creer en Jesús, sino en qué Dios creemos a partir de Jesús para no hacerlo un ídolo del panteón griego".
¿Ven ustedes cómo separan el Jesús histórico del Jesús de la fe? El mismo credo que cité al principio, después de confesar la divinidad de Cristo, que HA DE IR LO PRIMERO DE TODO PARA ENTENDER LO QUE VIENE DESPUÉS, afirma lo siguiente:
… que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo;
y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre.
Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato;
padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Quienes profesamos la divinidad de Cristo, quienes proclamamos su realiza y gloria eterna con el Padre, no dejamos a un lado su Encarnación. De hecho, sabemos muy bien para qué se encarnó. Para darnos vida eterna, para salvarnos, para morir por nuestros pecados, para enseñarnos a amar, que es la forma en que más nos podremos acercar a Dios, para glorificarnos junto al Padre cuando regrese en gloria. Los católicos no caemos en el error nestoriano de presentar a un Cristo humano por un lado y un Cristo divino por el otro. A todos estos neo-herejes, la divinidad de Cristo les resulta molesta en su intento de convertir su humanidad en el único referente cristológico. Prefieren un Jesús que solamente es hombre, pero que está tan unido a Dios que puede decirse “divino", que a un solo Señor Jesucristo, Hijo eterno de Dios, que en la plenitud de los tiempos se hizo hombre en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo.
Lo cierto es que, como la historia lo demuestra, los que he descrito y los que profesamos la fe católica no cabemos en la misma Iglesia. No se puede ser católico y no católico a la vez. No se puede confesar la fe de los concilios y confesar la fe en falsos cristos pseudo-históricos y falsos cristos modernistas. Todo esto está muy por encima de nombres, rencillas personales, miserias periodísticas, afanes editoriales, carrerismos eclesiales. Lo que está en juego es la fe de la Iglesia. Y, ustedes me lo permitirán, yo por la gracia de Dios profeso el Credo en el mismo sentido en que fue proclamado hace siglos y es interpretado por la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Luis Fernando Pérez Bustamante