El hombre de corazón torcido
Un arquitecto, hombre de aquellos que Jesús decía que ni temen a Dios ni les importa el prójimo, recibe el encargo de diseñar y construir de una serie de bloques de apartamentos para familias en el costado oriental de una populosa ciudad. El edificio más importante será una enorme ciudadela que hará las veces de edificio de negocios, de comercio y de ocio. El problema que tiene aquella región es que hay aguas subterráneas que fluyen continuamente de las altas colinas de la ciudad. El lugar es maravilloso, pero solucionar el problema de la humedad resulta costosísimo, no importa qué técnica se utilice. Abundan las propuestas, porque el dinero en juego es muy alto y porque la urbanización que podría hacerse sería inmensa, pero todas ellas suponen inversiones descomunales.
Juan Antonio, vamos a llamar así a nuestro arquitecto, es un hombre de cuarenta años brillante, conocido por sus proyectos urbanísticos. Es toda una autoridad de la materia en su país. Pero en el fondo es un desalmado, egoísta y sin escrúpulos. No cree en nada distinto de sus ganancias, que son inmensas, especialmente porque gracias a ellas puede darse una vida regalada, llena de placer, lujo y extravagancias.
Nuestro arquitecto concibe un plan espeluznante. Él sabe que su palabra autorizada es prácticamente ley, y sabe que una propuesta suya para levantar esa gigantesca construcción sería un plato sencillo y jugoso para su avaricia sin límites. A modo de pasatiempo empieza por hacer investigaciones sobre el problema del agua y las diversas técnicas de canalización y secamiento, y finalmente descubre un sistema de gran fachada técnica pero de eficacia restringida. Su inteligencia y su equipo de colaboradores pronto tienen los datos que le conducen a una conclusión pavorosa: es posible construir aquella ciudadela de tal modo que cuando se vaya al suelo, con 2.200 familias a bordo, él ya se habrá muerto.
Sentado ante la ventana de su espléndida oficina en el centro de la ciudad, Juan Antonio mira hacia las colinas orientales, y batalla por extinguir el último tizón de conciencia que le quedaba: “Los estudios son claros como el agua -se dice-. Nuestro sistema, o mejor, MI SISTEMA, porque nadie debe saber de esto, garantiza no menos de 35 años de firmeza. De eso puedo estar tan seguro como de que antes de 45 años toda la ciudadela se vendrá al suelo. Los diques subterráneos de cemento presecado son perfectos… hasta el día en que se revienten. Y cuando eso pase, los edificios tambalearán y se hundirán como un yunque en tierra movediza. ¡Es espantoso! Pero, ¿a mí qué? Dentro de 35 años, ¿dónde andaré yo? ¿A quién le importará? ¡Tienes 35 años de fama y del más elevado tren de vida que hayas podido soñar! ¡No seas cobarde, Juan Antonio! ¡No seas cobarde! Si no lo haces tú, lo hará otro, y te quedarás como un estúpido sin poder demostrar nada y sin poder gozar de la riqueza que te aportará este proyecto”
En estas cavilaciones se pasan las horas, mientras el sol se va hundiendo en el horizonte. Un último resplandor naranja ilumina las colinas del Oriente y las sombras y luces del crepúsculo dibujan una hermosa ciudadela…
Juan Antonio, sin embargo, no contaba con algo grave que le iba a suceder. Pocos años después de ver culminado su proyecto empezó a sufrir los primeros síntomas de una enfermedad conocida como el mal de Alzheimer. A pesar de todo su dinero, nada pudo hacer para evitar el avance inexorable de la enfermedad. Para mayor desgracia suya, la misma había empezado cuando él era todavía joven y en esos casos el deterioro es mucho más rápido. Antes de cumplir los 60 años todo lo que quedaba de Juan Antonio era una persona sentada en un sillón con los ojos mirando al vacío y con su mente totalmente inutilizada.
Fue un verdadero milagro que Juan Antonio viviera hasta los 76 años. Precisamente el día de su cumpleaños toda la familia decidió celebrarlo reuniéndose en el restaurante que ocupaba la primera planta del edificio que él había diseñado. Su esposa, todos sus hijos y sus nietos estaban presentes cuando el abuelo llegó en una silla de ruedas. Le cantaron el cumpleaños feliz. Sin embargo, la esposa notó que el anciano estaba muy inquieto. Se lo comentó a su hijo mayor pero éste le dijo que era imposible que el abuelo mostrara ninguna emoción pues su mente estaba totalmente destruida. Y en cierto modo tenía razón. Pero por uno de esos misterios que tiene la vida, Juan Antonio tuvo un pequeño momento de lucidez aquella mañana. Reconoció el edificio que él había diseñado y, desde lo más recóndito de su memoria, surgieron las palabras que él había profetizado sobre su obra. Pero Juan Antonio no podía hacer nada. Era incapaz de hablar. Su lucidez duró lo suficiente como para alcanzar a comprender que la grieta enorme que estaba viendo en el techo aumentaba vertiginosamente. Tan rápido creció esa grieta que lo último que Juan Antonio llegó a saber en este mundo fue que tanto él como toda su familia perecerían en breves segundos. Su profecía se cumplió con exactitud. Los gritos de pánico de sus hijos y nietos fueron el cortejo fúnebre que acompañó a Juan Antonio en el último hálito de su vida.
Proverbios 6,12-15
Un malvado, un hombre inicuo, anda con la boca torcida,
guiña el ojo, arrastra los pies, hace señas con los dedos.
Torcido está su corazón, medita el mal, pleitos siembra en todo tiempo.
Por eso vendrá su ruina de repente, de improviso quebrará, y no habrá remedio.
Luis Fernando Pérez
PD: Como anécdota os contaré que este relato lo escribí hace cosa de nueve años. Creí que lo había perdido pero lo encontré hoy mismo en una de esas cuentas de emails que uno usa y luego se olvida de ellas.