El problema es el sistema democrático tal y como está planteado

Argentina acaba de aprobar la legalización del matrimonio entre homosexuales. En España el Tribunal Constitucional no paraliza una ley, la del aborto, cuya aplicación implicará la muerte de miles y miles de inocentes, a los que una posible -aunque altamente improbable- sentencia de inconstitucionalidad que se emita dentro de varios años no servirá de nada.

Gracias al actual sistema democrático tenemos unas leyes perversas, cuya legitimidad reside en la esencia misma de la democracia. La gente vota a sus legisladores y estos hacen lo que les parece oportuno. Por ejemplo, negar el derecho a la vida de los no nacidos. Por ejemplo, equiparar el matrimonio a algo que, por su propia naturaleza, no es matrimonio. Por ejemplo, quebrantar el derecho de los padres a impedir que sus hijos sean educados en unos valores que ellos no comparten.

Se dice, y con razón, que en el régimen franquista no había libertad política ni sindical. Tampoco brillaba la libertad religiosa. Ahora bien, ¿qué son todos esos derechos comparados con el principal de todos, el de la vida, fuera del cual no hay derecho alguno? Los fetos abortados no podrán votar en unas elecciones cuando cumplan la mayoría de edad. Tampoco podrán declararse en huelga ni afiliarse a un partido político. Les matan antes de que puedan ver la luz del sol, y además sufren la infamia de que a su asesinato se le llame derecho.

¿Para eso queremos la democracia? ¿para que se dé impunidad a quienes matan a seres humanos antes de nacer? ¿para que se dé carta de naturaleza legal a algo que atenta contra la ley natural?

Tengo para mí que Dios no ve con buenos ojos un sistema que permite estas cosas. Está por ver que la Iglesia tenga la suficiente gallardía como para desmarcarse por completo de algo que, a día de hoy, se ha convertido en una máquina del mal imparable. Y es que, desde el punto de vista de la moral evangélica y católica, la democracia que sufrimos hoy en España, y que sufren en muchos otros países, sólo merece la más absoluta y radical de las condenas.

Luis Fernando Pérez