Y los hombres amaron más las tinieblas que la luz
Prácticamente no hay un solo cristiano evangélico que no se sepa de memoria el versículo 17 (versión Reina Valera del 60) del evangelio de San Juan:
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.
Son palabras del propio Cristo, que dejan bien a las claras la intención salvífica de Dios y cuál es el único medio para ser salvo. De tal manera que, quien no acepta ese medio, se condena:
El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.
Como católico, he prestado también atención a los versículos siguientes. Siendo que Cristo es ofrecido gratuitamente al mundo, ¿por qué la mayor parte de los hombres no creen en él? El Señor responde:
Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios.
Al leer esas palabras de nuestro Señor y Salvador tendemos pensar en todos aquellos que se dedican al mal por sistema. Pensamos en narcos, terroristas, violadores, pedófilos, proxenetas y todo tipo de escoria humana. No es habitual que reflexionemos sobre la gravedad de nuestros propios pecados. A veces parece que Satanás es un principiante comparado con esos seres creados a imagen y semejanza de Dios por los que Cristo dio la vida. ¿Qué mal hay que el hombre no haya practicado a lo largo de la historia? ¿qué salvajada no se ha cometido? ¿qué guerra sangrienta no se ha librado?
En Occidente vivimos en la idea de que el progreso y la libertad nos hace mejores personas. Pero el hombre del siglo XXI no es esencialmente distinto del de hace diez o treinta siglos. Somos más sofisticados a la hora de obrar el mal, pero la naturaleza caída sigue presente allá donde no reina la gracia de Dios. E incluso donde la gracia abunda, sigue la lucha contra el mal. Mucho nos ha de amar Dios para haberse entregado por nosotros a pesar de que somos como somos.
Dice Cristo que el que hace lo malo no viene a la luz para que su maldad no quede manifiesta. Lo vemos en el caso del aborto. Los pro-abortistas odian que se les muestre imágenes de embriones destruidos y de fetos descuartizados. La luz les molesta, les produce erisipela. Quieren que todo quede oculto, porque si todos viéramos, un día sí y otro también, en qué consiste un aborto, es bastante probable que incluso una sociedad tan enferma como la nuestra se levantara y dijera ¡Basta ya!.
Es por ello que una de las tareas ineludibles de la Iglesia consiste en arrojar luz allá donde la maldad reina. Empezando por la que anida entre sus atrios. Acabamos de aprender la lección de que hay más escándalo en la ocultación cómplice de los abusos sexuales que en los propios abusos. Quien tiene la misión de ser luz del mundo no puede poner un manto de tinieblas sobre la maldad de algunos de sus miembros. Dios mismo no lo permite y por eso ha pasado lo que ha pasado.
San Pablo les decía a los judíos: “tú, en suma, que enseñas a otros, ¿cómo no te enseñas a ti mismo? ¿Tú, que predicas que no se debe robar, robas? ¿Tú, que dices que no se debe adulterar, adulteras? ¿Tú, que abominas de los ídolos, te apropias los bienes de los templos? ¿Tú, que te glorías en la Ley, ofendes a Dios traspasando la Ley? Pues escrito está: `Por causa vuestra es blasfemado entre los gentiles el nombre de Dios´” (Rom 2,21-24). Esas palabras valen igual para la Iglesia y sus miembros.
Lo que diferencia al cristiano del que no lo es, es que cuando la luz muestra su mal no lo hace para condenación sino como oportunidad para el arrepentimiento, el perdón y la salvación. Obviamente si no se aprovecha la ocasión, la situación es aún peor.
En el Reino de Dios la última palabra la tiene el bien, que siempre derrota al mal. Hasta la muerte y el sufrimiento se convierten en herramientas de salvación. Cuando el pueblo de Israel fue llevado al destierro en Babilonia, puso fin a su idolatría pagana. Lo que Elías y el resto de los profetas no consiguieron arrancar del alma judía lo lograron setenta años lejos de la Tierra Prometida. Por eso, al regresar se produjo una especie de catarsis, de arrepentimiento colectivo. No quedaba ya sitio para los Baales. Muy al contrario, se acercó el tiempo de los macabeos. Y ese es el espíritu que debe prevalecer en la Iglesia a día de hoy.
Necesitamos recordar esa homilía profética que pronunció Benedicto XVI en su último acto público como cardenal, en la Misa pro eligendo Pontífice. Destaco dos párrafos:
¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos.
Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo. No es «adulta» una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe. Esta fe —sólo la fe— crea unidad y se realiza en la caridad. A este propósito, san Pablo, en contraste con las continuas peripecias de quienes son como niños zarandeados por las olas, nos ofrece estas hermosas palabras: «hacer la verdad en la caridad», como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En Cristo coinciden la verdad y la caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, la verdad y la caridad se funden. La caridad sin la verdad sería ciega; la verdad sin la caridad sería como «címbalo que retiñe» (1 Co 13, 1).
No han cambiado mucho las cosas desde entonces. Da toda la sensación de que pasará este papado y estaremos en las mismas. El drama ya no es solo que los hombres amen más las tinieblas que la luz. No, el verdadero drama es que entre esos hombres haya muchos que han recibido el don de la fe. Y como dice la Escritura: “Porque si voluntariamente pecamos después de recibir el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por los pecados, sino un temeroso juicio, y el ardor vengativo del fuego que devora a los enemigos. Si el que menosprecia la Ley de Moisés, sin misericordia es condenado a muerte sobre la palabra de dos o tres testigos, ¿de cuánto mayor castigo pensáis que será digno el que pisotea al Hijo de Dios y reputa por inmunda la sangre de la alianza, con la que fue santificado, e insulta al Espíritu de la gracia? Porque conocemos al que dijo: `Mía es la venganza; yo retribuiré´. Y luego: `El Señor juzgará a su pueblo´. Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo” (Heb 10,26-31). Muchos viven como si Dios fuera una especie de Papá Noel bonachón que va a salvarnos a todos así porque sí. Demasiados viven como si Cristo no hubiera sufrido lo indecible para que nuestros pecados pudieran ser perdonados. Cuando quieran darse cuenta de su error, será demasiado tarde.
Luis Fernando Pérez
13 comentarios
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A mí este versículo siempre me hace meditar sobre la moda entre los curas progres de eliminar los confesionarios y hacer que la gente no se confiese. Yo veo la Luz en ese confesionario, donde de una manera clara libre el cristiano se acerca a que se reprendan sus obras.
En ese gesto se nos inculca una tremenda humildad en el alma que nos recuerda que somos pecadores.
No es de extrañar que el progresismo eclesial deteste los confesionarios y hayan arramplado con ellos de las iglesias hasta donde se les ha permitido.
No puede ser que la gente se condene por los pecados, porque en verdad - dicen ellos- Jesús no vino a eso.
El confesionario es la Luz donde brilla la Misericordia de Dios sobre nuestras tinieblas, -ofrecida por la sangre de Cristo- pero es tal su soberbia y sus malas obras, que detestan acercarse a esa Luz, para que sus pecados no sean retratados.
Cuanta maldad diabólica hay en ese progresismo que detesta la Luz de los Confesionarios.
Todos los escupitajos que recibió Nuestro Señor a la cara, los recibió para que fuese eficaz su misericordia a través del sacramento, y esos lobos van y arrancan el medio principal a través del cual fluye esa gracia.
¡MAGNÍFICO L. F.! ¡MAGNÍFICO!
OREMOS PARA QUE EL SEÑOR NOS CONCEDA LA GRACIA DE NO APARTARNOS DE ÉL, NUNCA.
¡QUE GRANDE ES LA MISERICORDIA Y AMOR DE DIOS! ACOJÁMONOS A SU MISERICORDIA, ESTE ES EL TIEMPO PROPICIO PUES DE OTRA FORMA HABREMOS DE PASAR POR LA PUERTA DE SU JUSTICIA.
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Claro que no. Mola mucho más resaltar los de los progres.
Los "no-progres" ya se sabe que no pecan...
Nadie. Un simple click borra su necedad. Unos pocos años -¿qué son 80 ante la inmensidad de la eternidad?- y todo lo que quedará de él serán cenizas. Pero entonces Cristo seguirá reinando en el corazón de millones de personas.
Martínez, el prototipo del ciego necio que llama loco al que puede ver y describe los colores de una puesta de sol.
Por eso arramplan con los confesionarios.Que los dejen para los fieles,que esos si se consideran pecadores.Es muy facil de entender,hasta para los mas listos.
LF:
No hay mal que por bien no venga, je je.
Es decir , que mucha gente , al principio , puede discernir el bien y el mal e incluso tiene tendencia hacia el bien pero lo que le molesta son los sacrificios que necesariamente debe hacer para seguir por el camino del bien y de la verdad . Termina por no vivir como piensa y acaba pensando como vive .
Y todo por avergonzarse de predicar el Evangelio íntegro, o por pensar que los hombres no lo iban a entender.
Me parece un grave error, naturalmente. Yo prefiero que me hablen del Infierno a caer en él por desconocimiento. Así de fácil.
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LF:
También es cierto que en otras épocas se hablaba en demasía del infierno y poco de la misericordia y la gracia. Pero un error no se corrige con otro.
Jesus es sabio maestro,si lo hace asi es porque funciona mejor que al reves.Cuando dejamos de imitarlo,sobre todo para el pueblo llano, se abandono la fe y entro la corrupcion de costumbres.Puede ser coincidencia y no causa efecto,pero ahí esta la cosa.
Sin este concepto claro y lo que implica tenerlo claro, cualquier católico es propenso a vivir un catolicismo oscuro antes que luminoso.
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