El cardenal Castrillón pone a Juan Pablo II a los pies de los caballos

Me lo temía. Conociendo al cardenal Castrillón Hoyos, me esperaba una reacción así. Hasta hoy me he callado algo de lo que fui protagonista directo en uno de los congresos “Camino a Roma” celebrado en Ávila, en el que di mi testimonio de regreso al catolicismo. El cardenal colombiano participó en ese congreso dando una ponencia sobre la unidad en la Iglesia. Al final de la misma, refiriéndose expresamente a los escándalos sexuales de los sacerdotes en EEUU, se levantó y dijo a todos los presentes que debían apoyar a los sacerdotes en todo momento, aunque fueran pecadores, ya que un sacerdote lo es para siempre. El tono de sus palabras fue tal que algunos aplaudieron pero la práctica totalidad de los allá presentes entendió sus palabras como un apoyo no ya a los buenos sacerdotes sino a los depravados. De hecho, es lo que se comentó en los corrillos posteriores a su charla. Yo preferí no darle más vueltas al asunto, pero hoy veo que este cardenal vuelve a las andadas.

El problema es que acaba de demostrar que no tiene la menor intención de caer sólo. Cuando desde Roma se dice que la carta que el cardenal de felicitación que envió al obispo francés que no denunció a un sacerdote que había abusado de menores, es un ejemplo de la necesidad de la reforma que el Vaticano impuso en 2001, el cardenal Castrillón, desde el congreso sobre Juan Pablo II en la Universidad Católica de Murcia, asegura que fue el mismísimo Juan Pablo II quien leyó y aprobó la misiva. Es más, dice que el Papa le autorizó para enviársela no sólo al obispo francés sino a todo el mundo.

Es decir, el prelado colombiano está asegurando que al antecesor de Benedicto XVI le parecía muy bien que su Prefecto para la Congregación del Clero felicitara efusivamente a un obispo que había encubierto de las autoridades civiles a un cura abusador, razón por la cual el citado obispo fue condenado a tres meses de cárcel en el 2001.

Ahora no se podrá alegar que la prensa malvada acusa sin pruebas. El cardenal Castrillón es la prueba viva de un comportamiento que hoy la propia Iglesia no admite. Con la particularidad de que hace responsable máximo de dicho comportamiento a quien gran parte de los fieles consideran como Papa Magno. El argumento de que el cardenal no felicitaba al obispo por salvar el pellejo de su cura abusador sino por su visión del “obispo como padre", a mí me resulta absolutamente inválido. Porque el obispo no es sólo padre de sus sacerdotes sino de todos sus fieles, entre los cuales están los menores que son abusados por curas indignos. Si uno de mis hijos hiciera una atrocidad de la que fuera víctima otro, mi deber como padre sería denunciar al primero, siquiera sea por amor al segundo. La propia Escritura da claros ejemplos de lo que ocurre cuando un padre es consentidor y ocultador de los pecados de sus hijos.

Si el cardenal Castrillón ha dicho la verdad, y no tengo ninguna razón para creer que no la ha dicho, queda en evidencia que durante muchos años, el Papa Juan Pablo II siguió los consejos de los colaboradores que querían que las cosas siguieran igual. En mi opinión, y siento mucho tener que decirlo, eso supone una mancha considerable en ese papado. Una mancha que hoy sale a la luz en la persona del cardenal colombiano.

Dos consideraciones, sin embargo, creo que deben tenerse en cuenta a la hora de llegar a discernimientos justos. Primero, que hace diez o treinta años todavía estaba vigente, no solo en la Iglesia sino en la sociedad civil, una esperanza de corrección de la conducta de los pederastas que actualmente ha disminuido casi totalmente. Y segundo, también hay que considerar que desde hace muchos siglos, hasta 1983, cuando se promulga el nuevo Código de Derecho Canónico, existía en “privilegio del fuero", según el cual obispos y sacerdotes no podían ser juzgados en un tribunal civil, sin licencia de la Sede Apostólica en el primer caso, y sin licencia del Obispo en el segundo (Código de Derecho Canónico, de 1917, canon 120). Incluso tengo entendido que ese privilegio (privilegio, ley privada, en este caso en referencia al clero) era reconocido explícitamente en algunos Concordatos entre los Estados y la Santa Sede. Esto explica que algunos obispos, sobre todo aquellos de edad más avanzada, no pudieran ni pensar siquiera en la conveniencia de denunciar los delitos de ciertos sacerdotes suyos, sujetándolos al juicio de tribunales civiles. Este atenuante, digamos, psicológico-moral, no libra, por el contrario, de culpabilidad a los obispos que tampoco sometían a los sacerdotes pederastas a los tribunales eclesiásticos para que fueran castigados con las penas canónicas previstas por delitos tan gravísimos, como lo son el abuso sexual de menores.

Con Benedicto XVI, gracias a Dios, las cosas han cambiado. Pero lo que nadie puede cambiar es que en un pasado demasiado reciente -no han pasado ni diez años desde el 2001-, las cosas se hacían no mal, sino fatal.

Una última reflexión se me ocurre. La Iglesia debe tener, como se dice ahora, una “tolerancia cero” respecto al terrible crimen de la pederastia, disponiendo para penarlo y para evitarlo todas las medidas convenientes. Pero debe mostrar la misma “tolerancia cero” para penar y evitar el crimen atroz de la difusión de doctrinas heréticas y cismáticas por parte de sacerdotes y religiosos, disponiendo para ello todo un conjunto de medidas pertinentes. La difusión innumerable de doctrinas heréticas, que hoy es indudable, al arruinar la roca de la fe, sobre la cual se edifican las Iglesias locales, producen en éstas un derrumbamiento todavía mayor que el ocasionado por los terribles y espantosos escándalos morales. Tolerancia cero para la pederastia del clero, sí. Tolerancia cero para el clero difusor de herejías, igual de sí.

Luis Fernando Pérez