Ser sacerdote hoy en España
Me lo contaba ayer un buen sacerdote y amigo mío. Este fin de semana, durante una de las misas que oficiaba, entró en el templo un hombre con evidentes síntomas de desequilibrio mental. El individuo empezó a hablar en voz alta, a ir de acá para allá y a montar el numerito. Pues bien, de todos los fieles sólo una mujer intentó reconducir la situación sin mucho éxito. Por ello, y ante la posibilidad de que el perturbado cometiera alguna barbaridad una vez realizada la consagración, el sacerdote decidió suspender la misa y llamar a la policía desde la sacristía. Esta llegó en seguida y cuando se hicieron cargo del desequilibrado, ocurrió algo que si llego a estar yo delante, hubiera provocado mi reacción furibunda. Estaba hablando este cura amigo con los agentes de la autoridad cuando uno de los asistentes a misa, habitual de la parroquia, le espetó que cómo era posible que siendo él cura pudiera actuar con tanta falta de caridad hacia el loco. Como digo, si estoy allí me como crudo con patatas a ese parroquiano. El sacerdote hizo lo que tenían que haber hecho cualquiera de los fieles. Llamar a la policía desde el móvil. Y como ninguno llamó, hizo lo que era de sentido común: salvaguardar a Cristo sacramentado de una posible profanación a manos de un enfermo mental. Acusarle de falta de caridad es propio de un imbécil.
El problema es que en nuestras parroquias hay muchos personajes así. Son ese tipo de fieles a los que todo le parece mal, que no paran de buscar motivos para meterse con el cura y que ejercen de pepitos grillos toca narices. No son mayoría, pues ésta suele estar formada por fieles “indiferentes", pero molestan. No es menos cierto que también existe la contrapartida. Es decir, parroquianos la mar de buenos, que hacen que el párroco o sacerdote de turno no desespere del todo.
Sin embargo, creo que el principal problema no está en los “píos molestos” sino en los que no pían ni poco ni mucho ni nada. Llegan, se sientan, escuchan misa y se van hasta el domingo próximo. Acuden al cura sólo cuando necesitan algo. Más que como el siervo que hace las veces de Cristo para ellos, le toman como una especie de funcionario que está ahí como el funcionario de Correos está en su estafeta para enviar cartas y entregar paquetes. Pues no, señores, no. El sacerdote es un ser humano con las mismas necesidades afectivas que el resto de los mortales. Sirve al Señor y a los fieles porque un día sintió el llamado de lo Alto a hacer tal cosa. Por ello, si somos buenos católicos, es necesario que ejerzamos de la caridad con nuestros sacerdotes. No se trata de sacarles a hombros cada vez que celebran una misa. Tampoco es plan de que les invitemos a cenar con caviar y champán todos los días de la semana. Pero una palabra de agradecimiento de vez en cuando nunca está de más. Una simple mirada cariñosa puede ayudarles a sentirse reconocidos por su rebaño. Y si vemos que buscan nuestro beneficio espiritual promoviendo actos que van más allá de la misa (convocatorias de oración, cursos de formación, viajes de peregrinación, etc), pues hagamos el esfuerzo de hacernos presente. Y, por supuesto, es nuestro deber orar por ellos.
De lo contrario, ser sacerdote hoy en España puede convertirse en una “profesión de riesgo", fábrica de depresiones y desengaños existenciales. Los de fuera de la Iglesia les suelen mirar mal. Los escándalos recientes les han puesto, sin culpa alguna por su parte, en una situación complicada. La mera idea del celibato es vista por un mundo hiper-sexualizado como una locura. Por no hablar de los anticlericales de turno, que si pudieran les mandarían a galeras. Si nosotros no cuidamos de ellos, si no reinvindicamos su papel insustituible no sólo en la Iglesia sino en la sociedad, ¿quién lo va a hacer? Luego nos quejaremos de que nos quedamos sin curas. ¿Acaso no es un lastre para las vocaciones el que los jóvenes contemplen la indiferencia de una gran masa de los fieles hacia sus sacerdotes?
Sí, sé que podemos pedirles que lo soporten todo. Sí, sé que la gracia les es más que suficiente como para servir cumpliendo las palabras de Cristo “siervos inútiles somos: lo que debimos hacer hicimos". Sí, sé que algunos no son la alegría de la huerta ni la santidad hecha carne. Pero son nuestros hermanos mayores, los que nos sirven el manjar del cielo, los que escuchan nuestros pecados para concedernos el perdón de Dios, los que llevan la vida eterna en sus manos a nuestros mayores cuando están ante el umbral de la muerte. Amemos, pues, a nuestros sacerdotes.
Luis Fernando Pérez
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