Exhomologesis. La necesaria confesión de los pecados
En continuidad con mi escrito anterior “Confesión” y para precisar más algunos aspectos, ofrezco ahora otra respuesta a una consulta recibida sobre el sacramento de la Penitencia. Por otra parte, hay que dejar claro que para los fieles católicos, los pronunciamientos definitivos de la Iglesia sobre temas de “fe y costumbres” no se discuten. Deben ser acatados por parte de todos…
Pregunta
¿Por qué la Iglesia insiste tanto en la confesión de los pecados en el sacramento de la Penitencia? ¿No cree que Dios no tiene ninguna necesidad y de la misma manera que sabe lo que nos conviene antes de que le pidamos también sabe, e incluso mejor que nosotros, nuestros pecados? ¿No habría bastante con una acusación genérica de los pecados, reconocerse pecador y evitar la vergüenza de decir a otro los pecados?
Respuesta
El Santo padre Juan Pablo II en la Carta Apostólica en forma de Motu Propio “Misericordia Dei” abordaba y respondía a las preguntas que me formula. Por lo tanto, la primera recomendación para una adecuada respuesta es una lectura atenta de este documento que recoge y actualiza la doctrina de la Iglesia sobre el Sacramento de la Penitencia. Tenemos que servir a Dios no como a nosotros nos gustaría sino cómo Él lo desea. Con respecto al Sacramento de la Penitencia creo que las disposiciones de Jesucristo tal como las interpreta auténticamente la Iglesia son bastantes claras. La Tradición nos dice que hay tres elementos constitutivos del sacramento de la penitencia: la contrición, la confesión y la satisfacción. El segundo elemento, la confesión, se llama en griego “exomologesis". Se trata de una palabra compleja y rica en significados. No es una pura manifestación externa. Creo que la podríamos traducir así: “Sacar hacia fuera una dificultad íntima mediante la reflexión y la palabra".
En este proceso de discernimiento necesario para la conversión hace falta una luz especial del Espíritu Santo. Santa Teresa de Jesús recomienda antes de hacer el examen pedir la luz del Espíritu Santo. Sin esta luz no es fácil reconocer el pecado. Esta luz la encontramos confrontándonos con el Evangelio, Palabra de Dios por excelencia. También ayuda el diálogo con el confesor sobre todo si es juicioso y experimentado. Dado el panorama actual no sería superfluo por parte de la autoridad eclesiástica competente una prudente administración de las facultades para confesar que se conceden a los sacerdotes. Deberían denegarse tales licencias a todos aquellos que no están dispuestos a administrar el Sacramento según las disposiciones de la Iglesia.
En esta perspectiva de verdadera conversión y de posible reparación la confesión no es ninguna vergüenza; más bien es un proceso liberador. ¿Quién no recuerda algunos salmos que cantan la experiencia de libertad cuando el pecador reconoce y manifiesta la culpa cometida que reseca su corazón? La “vergüenza” de mostrar las llagas al médico que nos cura es una vergüenza altamente saludable y positiva. Se dice que el demonio nos quita la vergüenza a la hora de pecar y nos la devuelve al ir a confesar. Este proceso es constitutivo del sacramento y lo será siempre. El Concilio de Trento afirmó: “… entendió siempre la Iglesia Universal que fue también instituida por Jesucristo la confesión íntegra de los pecados, y que es necesario por derecho divino a todos los caídos después del bautismo … Claro está que los sacerdotes (vicarios de Jesucristo) no podrían ejercer este juicio sin conocer la causa, ni tendrían equidad en la imposición de las penas si los fieles declararan sus pecados sólo de manera general, y no específicamente, uno a uno, después de un diligente examen de conciencia…". Es claro que hablamos de pecados mortales y no de faltas veniales o cotidianas. A menudo se precisa de ayuda para discernir la realidad del pecado aunque ordinariamente una conciencia saludable advierte de manera bastante clara la gravedad de los pecados. Ésta es la doctrina que ha recordado Juan Pablo II. Hay que afirmar que las absoluciones de pecados mortales sin confesión específica son un gravísimo abuso, constituyen un gran engaño al penitente y manifiestan una irresponsabilidad y ligereza alarmantes por parte de los ministros que las imparten.