La campaña beligerante de los ateos y algunas contracampañas han motivado muchas preguntas que han llegado a mi Consultorio. Ofrezco a los lectores algunos materiales que he publicado al respecto. Recomiendo el excelente artículo publicado por Mons. Fernando Sebastián en su blog. Todo este debate pone en evidencia la necesidad de una buena teología fundamental o apologética renovada.
Preguntas:
¿Se puede demostrar la existencia de Dios a partir del deseo de Dios que tiene el hombre? ¿Es la fe cristiana una opción privada de razones, un salto al vacío? ¿Qué podemos responder a los ateos y agnósticos que nos piden una justificación de nuestra opción de fe?
Respuesta:
Preguntas difíciles y siempre actuales, las que me plantean abundantemente estos días. Para responderlas adecuadamente se precisaría un tratado de teología fundamental. Vamos a intentar abordarlas en el limitado espacio de que disponemos. Yo creo que la pregunta sobre Dios hay que situarla en su contexto adecuado. No es una pregunta ociosa, para pasar el rato y seguir como si nada. La pregunta sobre Dios adquiere su densidad y sentido cuando se plantea en el contexto de la pregunta sobre el sentido de la vida, de mi vida. Es evidente que la cuestión del sentido nos concierne enormemente: ¿Vale la pena nuestra vida, nuestros esfuerzos, nuestros amores y sacrificios, o todo es en vano? La respuesta que damos a esta pregunta condiciona nuestra vida en su totalidad. Entonces vemos que la pregunta sobre Dios y su respuesta nos conciernen enormemente. En palabras de G. Marcel: hay que plantear a Dios como “misterio” que nos envuelve y no como “problema” al margen de nuestra existencia.
Desde aquí podemos decir que el hombre necesita de un sentido para vivir, para luchar, para sufrir y para morir. En su actuar, el hombre da por supuesto que este sentido existe, pues si creyéramos que no hay un sentido último que sustente los sentidos parciales de cuanto emprendemos, no valdría la pena esforzarse por nada. ¿No sería trágico pensar que, a fin de cuentas, tanto da ser una buena persona como un redomado criminal? La opción más natural de la acción y del corazón es optar por Dios.
Ahora bien, hay que decir que es evidente que de la existencia del deseo de Dios (indudable en la conciencia humana) no se deduce la existencia de Dios, de la experiencia de la sed no se deduce la existencia del agua.
Santo Tomás decía que el deseo de la naturaleza no puede ser absurdo
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Esto hay que tenerlo en cuenta para no decir que el hombre es una “pasión inútil”, es decir, un esfuerzo sin sentido. Vivir así sólo conduciría a la tragedia, al suicidio, al cinismo más perverso, o a una existencia incoherente y de una tremenda superficialidad. La fe católica enseña que la razón humana puede conocer con certeza la existencia de Dios. Es cierto que muchos incrédulos no aceptan que se puedan dar pruebas de la existencia de Dios, pero esto se debe, no a que no existan estas pruebas, sino a su incapacidad en un momento dado para verlas o aceptarlas.
Es del todo falsa la tesis según la cual existen tantas razones para creer como para no creer. Si fuera así, fe e increencia se situarían en el mismo plano y esto no es conforme a la razón y mucho menos conforme a la fe.
Se trata, pues, de ver cómo la pregunta por Dios que brota espontáneamente en la búsqueda del sentido último de la vida (pregunta a la que el hombre no puede renunciar) encuentra en Dios no sólo la respuesta más deseada del corazón sino la más coherente con la razón. De momento hay que decir que “las razones” de la profesión de fe del ateísmo son profundamente antihumanas. Recomiendo en este sentido la magnífica obra De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios del P. Alfaro. La fe tiene razones, la increencia, no.
El hombre (la mayoría inmensa de los humanos y por tanto la excepción confirma la regla) tiene un deseo innato de Dios, lo busca naturalmente. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que el hombre que busca a Dios descubre algunos caminos para llegar a conocerlo. Cierto es que el conocimiento de Dios que podemos adquirir con la sola razón es un conocimiento muy pobre y limitado. Santo Tomás de Aquino, reconocía que de Dios podemos saber más lo que no es que no lo que es. Con todo, este conocimiento de Dios adquirible con la razón es preciosísimo pues sin esta capacidad el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El concilio Vaticano I lo sancionó solemnemente: “Nuestra Santa Madre, la Iglesia, sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas”. Con estas palabras la enseñanza de la Iglesia hace una clara opción por las posibilidades de la razón humana conducida rectamente y nos señala dos errores a evitar: por un lado un racionalismo autosuficiente que pretende reducir Dios y la experiencia religiosa a los límites de la pura razón y por otro, un fideísmo que priva a la fe de toda justificación razonable. Ambos escollos siguen muy vivos en nuestro ambiente y en la conciencia de muchos creyentes.
Estos caminos de conocimiento de Dios tienen como punto de partida el mundo material y la persona humana. La Sagrada Escritura recoge también este acceso a Dios. En esta perspectiva son muy conocidos los textos del libro de la Sabiduría ( 13, 1-9) y de la carta de San Pablo a los Romanos (1, 19-20). A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo podemos conocer la existencia de Dios como origen y fin del universo. Santo Tomás desarrolló las cinco vías para probar la existencia de Dios. No dejan de ser un hito fundamental en la historia del pensamiento.
En la segunda vía aborda el conocimiento de Dios a partir del principio de causalidad, principio incuestionable del conocimiento humano. Nada existe sin una causa suficiente. Una realidad no puede ser causa de sí misma puesto que sería anterior a sí misma, lo cual es contradictorio. Todo pues tiene una causa. Tampoco es posible remontarnos al infinito en un proceso causal. Si no existiera una causa primera de todo, tampoco existirían las causas intermedias, ni las últimas (respecto a nosotros). La lógica del conocimiento exige una causa incausada origen de todo y a esta causa la llamamos Dios. Es importantísimo observar que sin el principio de causalidad no sería posible el conocimiento científico basado en la relación causa y efecto.
En el fondo sólo hay dos opciones: o se cree en la casualidad y en el azar o se opta por la causalidad. No hay duda que la opción más coherente con la dinámica del pensamiento y del corazón humano es que las cosas suceden con un orden y que la realidad es inteligible. Lo que no es razonable es optar por el absurdo, lo casual. No es conforme con la razón ni con el corazón. Digamos finalmente que las pruebas que la tradición cristiana aporta para la existencia de Dios no son pruebas en el sentido como las entienden las ciencias naturales, sino, como dice la doctrina católica, son pruebas en el sentido de argumentos convergentes y convincentes que permiten llegar a verdaderas certezas.
Sin duda alguna, lo más inteligente y conveniente es creer en Dios. En el fondo, todos optamos ineludiblemente por el absurdo o por el misterio. En unos momentos en que el ateísmo parece cobrar una cierta beligerancia es necesario que los creyentes profundicemos en la razonabilidad de nuestra fe. Una buena obra, asequible a todos, es el libro de José Antonio Sayés, Razones para creer. Invito igualmente a una relectura o primera lectura de las famosas cinco vías de Santo Tomás de Aquino.