La virtud y el vicio bajo la perspectiva cristiana.
Para el cristianismo la virtud es bella porque es buena, pero, a diferencia de los griegos para los que la virtud era un fin en sí misma, en el cristianismo la virtud vale porque dirige al hombre hacia Dios. En el mundo griego, la virtud es un hábito, es decir, una cualidad estable, que permite al que cuenta con ella obrar según su naturaleza. La virtud griega hace obrar al hombre conforme a su naturaleza, es decir, conforme a la razón.[1] Lo que a la visión cristiana aporta a la virtud en sentido griego, es que esa naturaleza está regida por una ley que viene de Dios. Por eso, en última instancia, la rectitud de la voluntad del cristiano se mide en función del acuerdo con la voluntad de Dios. La verdad del juicio y la de la voluntad son la misma porque ambas consisten en ajustarse a la ley de Dios, es decir, pensar y querer como es debido.
Como contraparte de la virtud, en el cristianismo se reconoce el pecado, la maldad y el vicio. El pecado que es un acto desordenado conforme a lo que exige la naturaleza del que lo realiza y, por tanto, malo porque aleja de la plenitud de ser de la naturaleza al que obra mal, a la vez que acaba por ser un vicio en cuanto es contrario a la virtud.[2] En el cristianismo el mal no se limita a transgredir la ley o el orden de la naturaleza, sino que, como ese orden es establecido por Dios, eso significa ir contra DIos. Violar las leyes de la razón, es violar la regla primera y fundamental que es la ley eterna que no es otra cosa que la ordenación de la mente divina para el gobierno del mundo.[3]
En el cristianismo el hombre es dirigido por Dios, no sólo a un fin natural con las exigencias de la ley natural, sino que es dirigido a su fin sobrenatural y, por tanto, ha de someter su razón a la ley divina y a las mociones de la gracia. Para el cristiano no basta con cumplir la ley divina que la razón natural humana descubre, sino que hay que alcanzar un fin sobrenatural que excede por mucho la ley natural. Los griegos, sobre todo Platón y Aristóteles, nunca sobrepasan la razón.
Pero, además, en el cristianismo, la ignorancia invencible o inculpable puede hacer que el hombre cometa faltas o errores morales de los cuales no es responsable, lo cual no quiere decir que esos fracasos no sean infortunios que provoquen graves consecuencias. Por eso para el cristiano es importante formar la razón y la voluntad en la virtud, porque la virtud le ordena a alcanzar la felicidad mientras el vicio le condena a no alcanzarla.
La ley de Dios en el cristianismo no es algo externo a Dios como sucedía en los griegos, sino que la ley de Dios es su misma esencia y su eficacia es la de la creación. La ley eterna es Dios mismo, cuya razón gobierna y mueve todas las cosas así como las ha creado.[4] La ley de Dios no es más que su Sabiduría que mueve y dirige hacia su fin todas las cosas que ha creado. Los entes creados que participan de su ser divino, participan de su ley inscrita en su esencia, de modo que participan analógicamente en la ley eterna de Dios. De este modo, Dios creador se afirma como fuente y causa de toda legislación natural, moral y social.
En el cristianismo, las leyes del mundo físico son la obra de Dios que prescribe a la naturaleza las leyes que debe seguir. Por eso, el hombre, gracias a su inteligencia que le permite conocer el orden establecido por Dios, debe cumplir con ellas. Es así como, la bondad de la voluntad humana depende de la ley eterna. Porque el hombre participa de la ley eterna que conoce dirigiéndose a ella.
En suma, como el orden natural es una participación real de la ley divina que lo establece, todo lo que se opone al orden natural es un vicio. De aquí que todo desorden en relación a la ley natural, participa en cierta medida del sacrilegio. El pecado acaba siendo en el fondo un suicidio de la persona que fue creada para la bienaventuranza eterna y que, al realizar el pecado, la rechaza. La malicia del pecado es el rechazo a Dios, que no mengua la gloria de Dios, pero se niega a reconocerla en cuanto la desprecia.[5] Por eso el hombre que trasgrede la ley de Dios, se excluye de la gloria a la cual estaba destinado por Dios. Mientras Dios permanece en su propia perfección, el hombre pierde su perfección por la rebelión de su voluntad. El pecado no es sino una destrucción del orden divino que sólo Dios puede restaurar. Para que el hombre pueda merecer, es necesario que Dios lo restituya. Y esto sólo es posible por la gracia. Mientras la virtud precedida por la gracia es muy valiosa porque nos une a Dios, el pecado es muy grave porque sustituye el servicio a Dios por el servicio al demonio. Por eso para que el libre albedrío resucite de las consecuencias del pecado es necesaria la gracia.[6]
[1] Ibiem.
[2] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I-II, q.71, a.2, Resp.
[3] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I-II, q.71, a.6, Resp.
[4] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I-II, q.93, a.1, ad.Resp.
[5] Cfr. Aquino, Tomás de., In II Sent., 42, 2, 2, q.3, sol.2.
[6] Cfr. Aquino, Tomás de., S.Th., I-II, q.87, a.5, Resp.
3 comentarios
Excelente post, y excelente conclusión.
"Para que el hombre pueda merecer, es necesario que Dios lo restituya. Y esto sólo es posible por la gracia. Mientras la virtud precedida por la gracia es muy valiosa porque nos une a Dios, el pecado es muy grave porque sustituye el servicio a Dios por el servicio al demonio. Por eso para que el libre albedrío resucite de las consecuencias del pecado es necesaria la gracia"
Es urgente volver a expresarnos de esta forma, recuperando la doctrina tradicional de la Iglesia y combatiendo el semipelagianismo fatal en que buena parte de la mente católica está sumergida.
Gracias amigo.
Honra la fuente del argumento por supuesto Sto. Toma de Aquino
gracias
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