Algo sobre la libertad cristiana
Junto con la creación del hombre, Dios le dio sus leyes y le dotó de un alma con inteligencia y voluntad, es decir, con una capacidad real de elegir, en parte igual y en parte diferente, a la que tienen los ángeles. En efecto, Dios ha creado al hombre inteligente y libre para hacerle responsable de su fin último. Es de este modo como el hombre es libre de elegir los medios que le conducen a la felicidad o los que le conducen a su frustración eterna. Pero eso tiene grandes consecuencias, porque bajo esta perspectiva, la libertad queda con una ausencia de sujeción, incluso respecto a la ley de Dios, haciendo que el hombre elija y colabore en su destino.
En el pensamiento cristiano, la elección es imposible sin el conocimiento, y consiste en el acto de un apetito que apunta a uno de sus objetos asequible. Pero antes que el apetito está la persona humana cuyo apetito supone un fin. De modo que, antes de la elección de los medios está la voluntad del fin y antes de la voluntad está la persona humana concreta que es la que apetece el fin. Esto en virtud de que primero es el ser y luego la operación, o, dicho con más precisión, el ser es la causa de la operación. De aquí que, para el pensamiento cristiano, la voluntad no sea sino el órgano de la causalidad eficiente propia del hombre mientras la elección voluntaria expresa la espontaneidad de una naturaleza que es el principio de sus operaciones.[1] Los cristianos son los primeros en utilizar el término libre albedrío que no se encontraba en Aristóteles y en los griegos. Esto es interesante porque el término albedrío hace referencia a una elección libre, es decir, a una capacidad del querer para autodeterminarse desde el interior. Y es que en los textos de la Sagrada Escritura, Dios nos prescribe o nos prohíbe querer o realizar ciertas acciones.[2] La voluntad siempre está en disposición de querer o no querer. El querer y su acto son inseparables porque el acto nace de la voluntad y, en el caso de la libertad de ejercicio, la voluntad es siempre libre, porque puede elegir u optar por abstenerse de hacerlo. La voluntad es libre de querer o no querer, de ejercer su acto o de no ejercerlo. En cierta forma el querer del sujeto cristiano es causa de sus actos, y por eso le son imputables. En este sentido, lo que han acentuado los pensadores cristianos, es la separación del querer de toda sujeción. Podemos obligar a alguien a aprenderse algo de memoria, pero no podemos obligarle a que lo acepte.
Santo Tomás distingue tres puntos de vista de la libertad con relación al acto: el primero, cuando se trata de la libertad con relación al acto, en cuanto la voluntad puede realizar un acto o no puede hacerlo. El segundo, la libertad con relación al objeto, en cuanto la voluntad puede querer tal objeto o su contrario. Y el tercero, la libertad con relación al fin, en cuanto la voluntad puede querer el bien que es su fin, o el mal.
En el primer caso, que se refiere a la libertad del acto, no existen dificultades, puesto que la voluntad es dueña de sus determinaciones, antes o después del pecado original o incluso en los bienaventurados que aun estando confirmados en gracia, su voluntad siempre quiere lo que quiere y, por tanto, es libre. En el segundo caso tampoco hay problema considerando el elegir los medios para un fin, porque esa elección es libre. El hombre puede elegir las vías para alcanzar su fin que es la felicidad. Pero, en el tercer caso, si consideramos la elección de los medios con relación al fin al que se dirigen, el hombre es absolutamente libre, porque puede fallar en el conocimiento de la naturaleza de su fin o sobre los medios que debe poner para alcanzarlo. Si no hubiera errores en el conocimiento, la voluntad siempre sabría lo que hay que hacer, y sin la debilidad de su voluntad jamás decidiría no hacer lo que debe hacer. Pero justo esos errores en el conocimiento y esas fragilidades en la voluntad nos indican la existencia de un libre albedrío. Aun cuando hay que aclarar, que esos errores y fragilidades no son la libertad. Porque donde no pueden producirse errores y fragilidades, como es en el caso de los bienaventurados, la libertad es plena eternamente. Porque si ejercemos la libertad cuando elegimos mal, hacer siempre el bien es ser más libre.[3]
La libertad en una decisión falible es debida a su carácter de acto voluntario, pero no es debida a su falibilidad. Porque elegir el mal es, en realidad, una deficiencia en el uso de la libertad. Y aquí es donde hay que precisar, que la voluntad en cuanto a su naturaleza está necesariamente determinada a querer el bien, porque ese es su objeto. La libertad que existe en la voluntad y la raíz de la libertad está en la inteligencia. La voluntad se dirige necesariamente hacia el bien, pero es libre respecto a los diversos bienes concretos que la inteligencia le propone. La indeterminación de la voluntad no es respecto al bien, sino respecto a los bienes que la inteligencia le propone. Por eso sabemos que la raíz de la libertad es la inteligencia. Porque es la inteligencia la que le propone no sólo un bien sino muchos, de donde se sigue que es libre para el elegir entre unos y otros o incluso de decidir no elegir.[4]
El problema radica cuando la razón duda o queda perpleja, es decir, suspende el juicio, porque en ese caso queda totalmente indeterminada. Pero eso sucede sólo en los hombres en esta vida terrena. Por eso hay que distinguir el caso de Dios, de los Ángeles y de los bienaventurados en relación a la libertad del homo viator o al hombre terreno. Porque la razón de Dios es infalible y por lo mismo libérrima frente a lo que no es su propia perfección. Esto sucede de modo análogo con Jesucristo y con los bienaventurados.[5] Porque en el caso de Jesucristo en su vida terrena, aunque su voluntad estaba determinada al bien, no lo estaba al bien particular. Y la voluntad de los bienaventurados, aunque se encuentra confirmada en gracia, ha de ordenar sus actos hacia su fin.[6] Mientras en el caso de los ángeles que ven a Dios directamente, No pueden dejar de quererlo ni de errar en los medios para alabarle y servirle. Pero ese no poder dejar de quererlo ni de alabarle es lo que manifiesta la perfección de su libertad.
En suma, el libre albedrío de los bienaventurados y de los ángeles que no pueden pecar, es más perfecto que el de los humanos que somos pecadores. Y su perfección radica en su causa que es su intelecto, porque donde hay intelecto hay libre albedrío y mientras más perfecto es el intelecto, hay mayor libertad.[7] Y es que por un lado tenemos el querer y por el otro su causa que es la inteligencia. Todo lo anterior nos muestra que mientras todas las propuestas vacilan en el tema del libre albedrío, toda la moral cristiana tiene su base en la afirmación de un libre albedrío indestructible de sólidos cimientos. Es el cristianismo el que le da la importancia al poder y al lugar que tiene el libre albedrío en la definición del acto humano. Se trata de un querer que en la medida en que se realiza en la verdad y el bien, es libertad.
[1] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I-II, q.10, a.1, ad.1.
[2] Cfr. San Agustín. De gratia et libero arbitrio, I,1.
[3] Cfr. Aquino, Tomás de. De Veritate, XXII, 6, Resp.
[4] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I-II, q.17, a.1, ad.2.
[5] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I, q.19, a.10, Resp.
[6] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., II-II, q.52, a.3.
[7] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I, q.59, a.3, ad.3.
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