El Silencio de Scorsese
Silencio, la última película de Scorsese narra el genocidio de los cristianos ocurrido en el Japón del siglo XVII. En el plano de la historia se convierte en la narración de una época de oscuridad, de tortura y muerte de todo aquel que se profese cristiano. En el plano de la metahistoria, en la economía de lo divino, se convierte en un calvario donde imitar a Cristo o en el perdón perpetuo a aquel que huye de su ejemplo estratosférico, de una divinidad irreproducible si la fe tiene la mínima grieta por donde colarse el miedo, el dolor extremo, la debilidad del hombre, su extrema fragilidad. Huir de su pasión, del martirio, ganando el mundo y perdiendo un reino demasiado lejano y ausente de respuestas audible para tanto sufrimiento.
Pero es también la expresión del alma de un director que dejó su vocación sacerdotal para redimir sus demonios, nacidos en plena decadencia de una Nueva York violenta y pendenciera a través del séptimo arte. Y cuya búsqueda de la espiritualidad no le ha abandonado en casi ninguna de sus producciones.
Es también la cartografía en imágenes, brutalmente oníricas y bellas, de las tentaciones y las dudas de fe que pueden acosar al hombre contemporáneo, la dificultad a la hora de encontrar respuestas, o de creer en el Más Allá y no sólo en el más acá, con el que estamos encarnecidamente identificados. Del límite del sacrificio y las diferentes maneras de abordarlo. Hay mucha harina, pero podría haberse hecho mucho más pan.
Quizá porque esas respuestas necesitan cerrar la puerta de la habitación de los sentidos, para que los sentidos interiores despierten a vislumbrar en la tiniebla y poder presentir la presencia que habla. Porque el conocimiento posible de Dios acontece en la oración incesante de quien encontrando un tesoro en un campo, lo entierra y va y vende todo sus campos para comprar aquel y gozarlo. Pues el camino es estrecho y hay que soltar todo lo que no somos. Por eso muchos son los llamados y pocos los elegidos, los capaces de pasar por la puerta estrecha.