(80) El resplandor de la Pascua y el misterio de la Luz
“Que la luz de Cristo, gozosamente resucitado
disipe las tinieblas de la inteligencia y del corazón”
En el orden de la Creación, yo no creo que haya nada más hermoso y benéfico que la Luz (¿cómo concebir sin ella la belleza?), y si el agua le sigue, es por su capacidad de reflejarla. Nunca deberíamos acostumbrarnos a la maravilla de que por medio del agua, hemos sido hechos hijos de la Luz, hijos de Dios, hijos en el Hijo que es “Luz de Luz”… ¡Que Dios nos dé la gracia de no ser jamás insensibles o refractarios ante la Luz!.
San Máximo de Turín, en sus predicaciones pascuales, vuelve recurrentemente sobre el tema de la luz, y por eso quiero compartir en estos días algunas observaciones suyas (seguimos aquí la obra del p. Alfredo Sáenz: “La celebración de los misterios en los Sermones de San Máximo de Turín”, Mikael, Paraná, 1983) para vivir este tiempo pascual, y luego finalizaremos si Dios quiere, con la serie (de Sto. Tomás Moro) que iniciamos en Cuaresma.
Al explicar el salmo 21, por ejemplo, advierte cómo ya desde su título ("In finem pro susceptione matutina") nos pone en “sintonía” con estos signos: la mañana señala un término a las tinieblas de la noche. Al caos general en que todo se confunde, sucede la claridad matutina, gracias a la que todo se distingue con nitidez. De algún modo, la noche ciega al hombre, incapaz de contemplar el mundo, mientras que la aurora restituye la vista perdida.
Cristo, verdadero sol de justicia, infunde su luz sobre las tinieblas de nuestra ignorancia y pecado, y pone ojos a nuestro corazón.
Dirá S.Máximo que así como Cristo es el sol, los Apóstoles son los rayos que liberan al hombre de la noche de pecado para poder tolerar el ardor del sol. Y concluye:
“Esta acogida matutina podemos atribuirla en el Evangelio a María Magdalena, quien (…) fue la primera que acogió la resurrección del Señor, y mientras iba aclarando el sol del mundo fue la única que conoció el nacimiento del sol de justicia (…). En ella quedó completa la profecía: a la tarde se instala el llanto y a la mañana la alegría (Sal29,6)”
Si Nuestro Señor se manifestó entonces en Navidad como Sol Oriens, en Pascua se manifiesta sobre todo como Sol Invictus, con un carácter principalmente victorioso: es el sol que disipa el espesor de las tinieblas, fruto del pecado y del demonio:
“La luz de Cristo es un día sin noche, un día que no tiene fin. El Apóstol nos enseña que este día es el mismo Cristo, cuando dice: La noche va pasando, el día está encima. La noche -dice- va pasando, no dice: «vuelve», para darnos así a entender que, con la venida de la luz de Cristo, se ahuyentan las tinieblas del demonio y no vuelve ya más la oscuridad del pecado, y que, con este indeficiente resplandor, son rechazadas las tinieblas de antes, para que el pecado no vuelva a introducirse subrepticiamente.
Tal es el día del Hijo, a quien el Padre comunica, de un modo arcano, la luz de su divinidad. Tal es el día que dice, por boca de Salomón: Yo hice nacer en los cielos la luz indeficiente.…”
Estos textos refuerzan su sentido en el contexto del culto mistérico del Sol Invictus. En efecto, en la lucha cristiana contra la idolatría, se insistió en la figura de Cristo como verdadero Sol Invictus, vencedor de la muerte y del pecado. San Máximo da entonces un paso más al hablar de la celebración semanal del domingo, día del Señor, como el día del Sol. Esa relación es antigua, pues ya San Justino hablaba de la consagración de los cristianos en el día del Sol, por ser el día primero.
Sin duda el único lenguaje capaz de expresar la belleza y esplendor de este misterio, es la “voz” de la liturgia. Un buen termómetro para medir el grado de embrutecimiento y analfabetismo religioso al que ha llegado no sólo el mundo, sino inclusive una parte del Pueblo de Dios, podemos hallarlo en las prisas por celebrar la vigilia Pascual, simplificando gestos, suprimiendo lecturas y abreviando tiempos, porque todo debe ser rápido, rápido, para seguir corriendo, para ir a cenar, para ir a dormir…¿para qué?…ya no importa.
Decía Fray Diego de Jesús, monje argentino, hace unos días:
“No sólo hay un Cristo Resucitado. Existe un Cristo Resucitando. Y es lo que se pierde esa inmensa masa de cristianos que en nuestras parroquias y conventos y monasterios participan del Viernes y del Domingo y se privan de la Vigilia Pascual de la Noche Santa del Sábado.
De algún modo los domingueros llegan tarde. Llegan al acontecimiento ya consumado. Como quien se pierde un eclipse o un cometa. O mejor ejemplo: como quien se encuentra con una realidad consumada, pero se perdió su irrupción, su realización.
No se pierdan la Vigilia Pascual. Es de una hermosura inmensa. Nos permite ser testigos privilegiados de la salida de Cristo del sepulcro. Nos concede presenciar ese redoblar de tambores, esa “inminencia de revelación que aún no se produce” previa al Gran Acontecimiento. Cristo (ya) Resucitado estará todo el año entre nosotros; pero su Anástasis, ese Cristo triunfante rompiendo las cadenas del infierno y emergiendo del Infierno… ese Acontecimiento-Cristo podrás verlo esta noche. Sólo esta noche. ¿Qué puede justificar perdérselo?”
Pero comprobamos que proporcionalmente al desinterés del hombre por la Verdad, se da una falta de sensibilidad pasmosa ante el misterio de la Luz. No ya ante la luz a secas, sino ante lo que ella tiene de misterio, de realidad sagrada. Porque hay realidades que debería sernos imposible contemplar sólo con los ojos de la carne, sino siempre desde la fe.
Un querido sacerdote ya fallecido, no se cansaba de repetir cada mañana a los alumnos del colegio del que era capellán, mientras miraba al Cielo: “¡Pero miren qué hermoso es el Cielo, y si aquí se lo ve así, imagínense cuando lleguemos allí!” No creo que sea pueril, y no creo ser la única que lo recuerde con gratitud.
Pero cuando el hombre está muy acostumbrado a tanto discurso psicologista, a mirar su propio ombligo y bucear aquí y allá entre las sombras, corre el peligro de olvidarse de levantar la mirada, y a dejarse sorprender y encandilar.
La luz de la resurrección y la fiesta del universo:
Sin embargo, la luz de la Resurrección desencadena resonancias universales; ella ejerce realmente un influjo salvífico que va mucho más allá de la fe de los fieles, para conmover a toda la creación. ¿Estamos profundamente persuadidos de esta realidad? Si así fuese, tal vez no veríamos a tanto cristiano atolondrado asumiendo el “rollo” de la madre Tierra, y dejándose arrastrar por el más barato ecologismo, que termina a veces desembocando en un franco neopaganismo.
San Máximo señala la eficacia salvífica de la resurrección como una fuerza invasora que no conoce obstáculos, e interesa a la naturaleza toda:
“Este día que hizo el Señor penetra todo el universo, contiene el cielo, abraza la tierra y los infiernos. Porque la luz de Cristo no es obstruida por las paredes, no es dividida por los elementos, no es oscurecida por las tinieblas”
Este modo de concebir la luz supone -amplía el p. A.Sáenz- que el Verbo al descender del Cielo por la Encarnación atravesó todas las esferas del mundo y siguió bajando hasta los abismos de la muerte, y al subir al cielo en su glorificación, partiendo de los abismos, recorrió de nuevo todas las esferas del universo. El misterio pascual es entonces, una “empresa cósmica”, que compromete a toda la naturaleza.
Otros Padres coinciden en ello, como S. Pedro Crisólogo, o S. Gaudencio de Brescia, quien comentando la profecía de Isaías 66,30, dice que el día de la resurrección todo será renovado: cielo, tierra, cuerpos y almas de los neófitos, la Iglesia y el mundo entero. Se trata de una alegría cósmica por la redención universal. Alegría de los hombres, y alegría de los ángeles con la Iglesia toda, por la expulsión de las tinieblas y la irrupción vencedora de la luz.
En el comentario al salmo 117, resume S.Máximo:
“…así todos los elementos, aprovechándose de la resurrección de Cristo, se elevan a lo alto. La pasión del Salvador eleva desde los abismos, levanta de lo terreno, ubica en las alturas.
Por la resurrección de Cristo se abren las puertas de la región de los muertos; por obra de los neófitos la tierra es renovada; por obra del Espíritu Santo se abren las puertas del cielo. La región de los muertos, una vez abierta, devuelve a sus prisioneros; la tierra renovada germina a los resucitados; el cielo abierto acoge a los que a él ascienden.
El ladrón sube al paraíso, los cuerpos de los santos entran en la ciudad santa, los muertos regresan entre los vivos y, por la acción eficaz de la resurrección de Cristo, todos los elementos se ven enaltecidos. La región de los muertos deja salir de sus profundidades a los que allí estaban retenidos, la tierra envía al cielo a los que en ella estaban sepultados, el cielo presenta al Señor a los que acoge en sus moradas; y la pasión del Salvador, con una sola e idéntica operación, nos levanta desde lo más profundo, nos eleva de la tierra y nos coloca en lo alto.
La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el Señor.”
Pascua y Primavera:
El modernismo ha acuñado, en su visión hegeliana de la historia hacia un progreso constante, el término “primavera”, para un optimismo ilusorio, de tonos “naif”, que se niega a reconocer la gravedad de los tiempos próximos al fin de la historia, signados por la gran tribulación y apostasía, previos al fin (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 675-77)
En un sentido muy diverso, la Tradición eclesial descubre en las variaciones de la naturaleza una resonancia profundamente teológica que pone las cosas en su sitio: el universo refleja la lucha cósmica entre Cristo y el demonio y de alguna manera nos permite recorrer los diversos momentos de la historia de la salvación.
De este modo, el mundo frío azotado por tempestades, es símbolo natural del pecado y de la confusión diabólica en la vida de los hombres.
Y S.Máximo nota cómo los elementos acompañaron al Señor en el drama pascual:
“En la resurrección de Cristo todos los elementos se glorían. El sol mismo luce en este día con más claridad que de costumbre. Pues es necesario que el sol, que se había condolido en su pasión, se alegre en su resurrección (…). Porque en la pasión se rodeó con la noche de las tinieblas y gimió como testigo puro por el crimen de los judíos. Es un indicio de dolor en el sol negarse a dar luz frente a un crimen tan grande, y en castigo expandir tinieblas para los ojos de los Judíos, de manera que aquellos cuya mente había sido invadida por la ceguera, viesen cómo también la ceguera se apoderaba de sus ojos; ni luciera para ellos la luz del mundo, cuando habían extinguido la luz de la salvación.”
La Pascua -y no una reforma de disciplinas, pastorales, actitudes o estado de ánimo de los fieles y pastores- será entonces, correlativamente, una verdadera primavera del universo:
“..:Era conveniente que la flor más hermosa brotara en un huerto, y que la semilla de un fruto tan grande fuese encomendada a una tierra ubicada entre jardines domésticos y brotara en un prado floreciente para la salvación de todos. (…) Así, tras la frígida sepultura del rigor invernal, todos los elementos se apresuraron a brotar, de modo que resucitando el Señor, también ellos resucitaran. Ciertamente por la resurrección del Señor el aire es más salubre, el sol más cálido, la tierra más fecunda; por ella los brotes maduran en frutos. Cuando reflorece la carne de Cristo, todas las cosas se visten de flores…”
Por todo esto, el domingo será siempre día de sol y de luz. Pero la resurrección es asimismo fuente de vida para nosotros, que debemos resucitar “en” el Señor, como vísceras de su cuerpo victorioso, clausurando el invierno de la esterilidad y preparando el definitivo verano del juicio escatológico.
¿Cómo encontrar entonces, palabras adecuadas, suficientes, para expresar estas maravillosas realidades? Sólo la liturgia, insistimos, sólo la liturgia comprende y expresa cabalmente la realidad imperecedera y universal. No hay que sorprenderse, entonces, de que los hijos de las tinieblas la odien tanto, sin cejar en su empeño por corromperla, rebajándola.
¿Cómo extrañarnos de que sus actos destilen no sólo odio a la fe, sino culturalmente, un auténtico odio a la luz, que es rabioso odio a la Verdad? Contrariamente, la lucidez de los cristianos no es otra cosa que comportarnos como verdaderos hijos de la luz.
La primavera de los verdaderos cristianos no vendrá por misas más “divertidas” ni por la apertura de puertas o ventanas que signifiquen la devaluación del Evangelio o del Catecismo, sino por la sencilla e inconmovible adhesión a Cristo, Luz del mundo.
En el mundo sin ser del mundo: entre tinieblas sin ser tinieblas, sin ceder a la tentación de adoptar los criterios y el lenguaje de las sombras, de la ambigüedad, de la indefinición. Allí reina la confusión en que por supuesto, todas las manchas se disimulan pasando inadvertidas, porque sólo la luz define con espada de dos filos, salvando, aunque encandile.
Sea entonces el acápite, siempre nuestro lema y súplica: “que la luz de Cristo, gozosamente resucitado, disipe las tinieblas de la inteligencia y del corazón!”.
……..
Infocatólica agradecerá vuestra generosa colaboración; le sugerimos cómo hacerlo.
1 comentario
Gracias nuevamente por tus excelentes reflexiones y comentarios!
Dios no muere!
Aleluya. Aleluya. Aleluya!
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