(77) Apóstoles dormidos ante la voluntad del Padre (de Sto.Tomás Moro: "La Agonía de Cristo", II)
Sugeríamos uno de los libros más oportunos y fecundos para Cuaresma, y ya casi a las puertas de Semana Santa: “La agonía de Cristo”, de Sto. Tomás Moro.
Decíamos que nos parece de una vigorosa actualidad para rogarle nos alcance a todos los bautizados, fidelidad al Evangelio a toda costa, sin ceder a componendas fáciles con el mundo, cada día más tentador.
En esta presentación que sintetizamos, Sto. Tomás Moro -en espera de su martirio- medita sobre nuestra pereza en la oración (imprescindible para la fidelidad), que es de alguna manera una resistencia ante la voluntad del Padre.
Vemos también que el Buen Pastor no nos ofrece mejor gesto de misericordia que insistir a sus apóstoles que se despierten; les insiste en la vigilancia, y no arrulla su sueño con cantos de sirenas…
¡No permitas, Señor, que nos durmamos, y despiértanos del modo más eficaz que creas necesario! ¡Despierta, Señor, a nuestros pastores, cuando el rebaño corre peligro!
…………………………………………………………….
LA AGONÍA DE CRISTO (Sto. Tomás Moro)
La voluntad de Dios Padre
‘Volvióse de nuevo por segunda vez y rezaba repitiendo las mismas palabras: Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. Regresó una vez más y los encontró dormidos; estaban sus ojos cargados de sueño y no sabían qué responderle. Dejándolos, se retiró a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras: Padre, si quieres, aparta de mi este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” ‘. Volvió de nuevo a la oración, repitiendo la misma que había hecho antes, pero sometiendo todo una vez más a la voluntad del Padre. La petición ha de ser apremiante, pero sin cerrarse ni limitarse a lo que pedimos en concreto. Ha de ser la oración una oración abierta a lo que Dios quiera y con absoluta confianza, pues desea nuestro bienestar no menos que nosotros mismos, y sabe lo que puede hacemos felices mil veces mejor que nosotros.
“Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.” Ese “mío” tiene doble fuerza., porque expresa un gran afecto y deja claro que Dios Padre es Padre de Cristo de modo único, más bien por naturaleza es Padre de Dios Hijo. A los demás nos enseña a rezar diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos", mientras que Cristo es el único que puede decir con propiedad y dirigirse al Padre, a causa de su divinidad, como lo hace: “Padre mío.” (…)
Las palabras de Cristo -"si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” dejan bien claro cuál es el criterio por el que llama una cosa posible o imposible. (…)
Al considerar las palabras con las que Cristo imploraba al Padre para librarle de la muerte, sometiendo todo humildemente a su voluntad, no hay que olvidar que, siendo Dios y hombre, no decía esto como Dios, sino como hombre. (…)
Ni en las palabras ni en los hechos del proceso de su agonía pensó Cristo que hubiera algo indigno de su gloria (in glorium). De hecho, puso especial cuidado en que todas estas cosas de su afligida humanidad fueran ampliamente divulgadas. El único y mismo Espíritu de Cristo dictó cuanto escribieron los Apóstoles; mas encuentro difícil recordar cualquiera otra de sus obras que se preocupara tanto por dejar bien grabada en la memoria de los hombres. Que se entristeció sobremanera es algo que El mismo debió contar a sus Apóstoles para que pudieran transmitirlo a la posteridad. Las palabras que dirigió a su Padre en su oración difícilmente pudieron haber sido oídas por los Apóstoles, incluso si hubieran permanecido despiertos (los mas cercanos estaban a un tiro de piedra); y si hubieran estado allí mismo, junto a El, nada hubieran oído porque estaban dormidos. Por lo que se refiere a aquellas gotas de sangre que corrían como sudor de su cuerpo entero, se ha de decir que, aun en el caso de que hubieran visto más tarde la mancha sobre el suelo, me parece que podrían haber deducido cualquier otra explicación sin adivinar la única correcta; era un fenómeno sin precedente. (…)El conocimiento de ese dolor beneficiaría tanto a ellos mismos como, a través de ellos, a tantos otros que vendrían después. Nadie fuera de Cristo pudo haberlo contado.
Así, pues, la meditación sobre la agonía produce un gran alivio en quienes tienen el corazón lleno de tribulaciones. Y con mucha razón ocurre así, porque para consolar al afligido, para este fin, quiso dar a conocer nuestro Salvador, en su bondad, su propio dolor, el dolor que nadie conoció ni pudo haber conocido.
Quizás alguno se haya preguntado por qué Cristo, al regresar hacia donde estaban sus discípulos después de su oración y encontrarles dormidos y atónitos, pues no sabían qué decir, los dejó sin más. (…) Si alguien se hiciera esta pregunta, yo le contestaría así: Cristo nada hizo en vano. Es cierto que el volver de Cristo adonde ellos estaban no les incitó a estar bien despiertos, sino tan sólo a una reacción de asustada modorra. Apenas levantaron la mirada hacia El, caso de que su reproche los despertara completamente, se volvieron a dormir en el mismo momento en que se marchó (lo que es todavía mucho peor). Mas este detalle de Cristo no es inútil, pues con él declaró su solicitud por los discípulos, y además, con su ejemplo, enseñó a los futuros pastores de su Iglesia que no deberían permitir en sí mismos la más mínima vacilación o incertidumbre, por causa de la tristeza, del miedo o del cansancio, en lo que respecta al cuidado amoroso de su rebaño. Les indicaba con ese detalle que han de comportarse de tal modo que prueben con hechos bien tangibles que no están tan preocupados por ellos mismos como por el bienestar de los que les han sido confiados como grey.
Alguno habrá que en su curiosidad por averiguar los planes divinos podrá quizá decir: “0 Cristo quería que los Apóstoles estuvieran despiertos o no. Si quería., ¿qué sentido tiene ese ir y venir varias veces? Si no quería, ¿por qué les dio un mandato tan preciso? Dado que era Dios, ¿no podía haber asegurado que su mandato seria cumplido sin mayor complicación?”
Sin ninguna duda, buen hombre. Cristo era Dios y podía llevar a cumplimiento lo que deseara, El que con sola su palabra creó todas las cosas. Habló y aparecieron. Mandó y fueron creadas. Si abrió los ojos de un ciego de nacimiento, ¿cómo no iba a saber abrir los ojos de un hombre dormido? (…) No cabe la más mínima duda de que Cristo pudo haber hecho que los Apóstoles no se durmieran ni por un breve momento, si tal hubiera sido su deseo de modo absoluto e incondicional. Sin embargo, su deseo estaba modificado por una condición: que ellos mismos así también lo desearan, de tal manera que cada uno hiciera cuanto estuviera de su parte para aceptar el mandato divino y cooperar con los impulsos de la gracia.
De igual manera desea Cristo que todos los hombres se salven y que nadie sufra la condena eterna, siempre con la condición de que nos configuremos según su amable voluntad y no nos dispongamos en contra por nuestra propia malicia. Si alguno, obstinadamente, insiste en oponerse, Dios no quiere llevarle en contra de su voluntad, como si necesitara de nuestros servicios allá en el cielo o como si no pudiera continuar su glorioso reinado sin nuestro apoyo. Si no pudiera reinar sin nosotros, castigaría de inmediato muchas ofensas que., ahora, y por nuestra causa, tolera e incluso parece no darse por enterado durante tiempo: confía y espera que su bondad y su paciencia nos conducirán, finalmente, al arrepentimiento. Nosotros, sin embargo, abusamos de su clemencia al añadir más pecados a nuestros pecados, amontonando (como dice el Apóstol) ira para el día de la ira.
Mas tal es la bondad de Dios que, a pesar de nuestra negligencia y de estar dormidos en el almohadón de nuestros pecados, nos sacude de cuando en cuando y, sirviéndose de la tribulación, nos menea, agita y golpea, haciendo todo cuanto está de su parte para despertarnos. Aun cuando prueba ser benevolísimo incluso en su ira, muchos de nosotros, en esa estupidez del hombre, confundimos su acción e imaginamos que tan gran beneficio nos es perjudicial. Si tuviéramos sentido común y estuviéramos en nuestro sano juicio, nos sentiríamos inclinados a rezar con frecuencia pidiendo que, cuando nos hayamos apartado de El, no deje de darnos golpes y sacudirnos para volver al buen camino; y esto, incluso en el caso de que poco o nada nos apetezca.
Para que veamos el camino
En consecuencia, hemos de rezar, en primer lugar, viam ut videamus, para que veamos el camino y con la Iglesia podamos decir a Dios: “De la ceguera del corazón, líbranos, Señor” . Y con el profeta cuando dice: “Enséñame a hacer tu voluntad” , y también: “Muéstrame tus caminos y enséñame tus sendero". Después, desearemos con toda nuestra alma correr tras de Ti, oh Dios, en el olor de tu ungüento y en la dulce fragancia de tu espíritu. Si languidecemos en nuestra marcha (como casi siempre ocurre) y quedamos rezagados, tan distantes que difícilmente conseguimos seguirle desde lejos, acudamos a Dios de inmediato diciéndole: “Coge mi mano derecha” y guíame a lo largo del camino".
Si vencidos por el cansancio apenas tenemos ya fuerza para continuar, o si tanta es la pereza y blandenguería que estamos a punto de pararnos, pidamos a Dios que, por favor, nos arrastre aunque opongamos resistencia. Finalmente, si tanto resistirnos, y contra la voluntad de Dios y nuestra propia felicidad, nos empeñamos, tercos y duros de mollera, como caballos y burros que carecen de inteligencia, debemos humildemente pedir a Dios con las muy adecuadas palabras del profeta: “Sujétame bien fuerte con el freno de la brida y golpéame cuando no marche cerca de Ti".
La oración es lo primero que hemos de buscar cuando nos veamos atrapados por la tibieza y la desidia; pero en esa situación del alma no apetece rezar por nada que no deseemos recibir (ni siquiera aunque nos sea muy útil). Por esta razón, si tenemos un poco de sentido común, deberíamos contar con esta debilidad por anticipado, deberíamos preverla antes de caer en ese enfermizo y penoso estado espiritual. En otras palabras, deberíamos derramar sin cesar sobre Dios jaculatorias y oraciones como las que acabo de mencionar, implorando con humildad que, si en algún momento, viniéramos a pedir algo que no nos es conveniente, impulsados por los atractivos de la carne, o seducidos por los espejuelos de los placeres, o atraídos por el anhelo de las cosas terrenales, o trastornados por las insidias y maquinaciones del diablo, se haga sordo a nuestra petición y aleje aquello por lo que rezamos, derramando sobre nosotros todo aquello que El sabe nos hará bien, aunque mucho le pidamos lo aparte de nuestra vida.
Nada de particular ni de extraño tiene esta conducta. Es bien lógica. En efecto, así nos comportamos de ordinario (si tenemos un poco de inteligencia) cuando estamos a punto de coger una fiebre maligna. Advertimos y avisamos por adelantado a quienes nos van a cuidar durante la enfermedad que, aunque se lo supliquemos, no nos proporcionen en absoluto aquello que nuestra enfermiza condición nos hará desear aunque sea nocivo para la salud e, incluso, vaya a empeorar la fiebre. Estamos a veces tan dormidos en los vicios que ni siquiera queremos despertarnos ante las llamadas y sacudidas de la misericordia divina, y regresar a la práctica de las virtudes. Nosotros mismos somos la causa de que Dios se aleje abandonándonos en nuestra vida viciosa. A algunos los deja de tal manera que ya no vuelve a ellos; a otros les deja dormir hasta otro momento, según lo vea más oportuno en su admirable bondad y en la profundidad inescrutable de su sabiduría. La conducta de Cristo cuando regresó a ver qué hacían los Apóstoles ofrece un buen ejemplo de esto. No hablan querido permanecer despiertos, sino que se durmieron inmediatamente.
Cristo, por tanto, los dejó y se marchó: Dejándolos se volvió y oraba con las mismas palabras: Padre, si quieres, aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Reza y pide otra vez por lo mismo. Una vez más añade la misma condición, y de nuevo nos da ejemplo, mostrando que cuando estamos en gran peligro (aunque sea por el honor de Dios) no podemos pensar que sea inoportuno pedir urgentemente a Dios que nos procure una salida. Incluso es posible que permita seamos llevados a tales dificultades, precisamente porque el miedo al peligro nos hará ser más fervientes en la oración cuando quizás la prosperidad nos habla enfriado. Esto es particularmente cierto si se trata de un peligro corporal, pues muchos de nosotros no estamos demasiado preocupados con los peligros que afectan al alma.
Fuera del caso de quien es inspirado y fortalecido por Dios para sufrir martirio, toda otra persona que se preocupa de su alma, tiene suficientes motivos para temer que se cansará tanto bajo tal peso que acabará sucumbiendo. Sólo conoce que debe sufrir martirio quien ha experimentado esa llamada de un modo inenarrable, o bien, lo ha juzgado así por indicaciones y datos apropiados. De lo que se deduce que, para evitar aquella misma excesiva confianza que Pedro tenla de si, ha de rezar cada uno diligentemente para que Dios, en su bondad, le libre de un peligro tan grande para su alma.
Con todo, se ha de insistir una y otra vez en que nadie ha de rezar pidiendo escapar tan totalmente del peligro que ya no quede en su ánimo el deseo de abandonar el asunto en Dios, dispuesto a cumplir con esmerada obediencia todo cuanto Dios haya dispuesto para él.
Estas son algunas de las razones por las que Cristo nos dejó este ejemplo de oración tan aprovechable para nosotros: que El se hallaba tan lejos de necesitar tal petición como la tierra dista del cielo. (…) Acepta, por tanto, sufrir amarguísima muerte en obediencia a la voluntad del Padre, y al mismo tiempo, se muestra hombre verdadero, pues la sensibilidad toda de su cuerpo reacciona ante la muerte con horror. Su oración expresa muy vívidamente tanto el miedo como la obediencia: “Padre", decía, “si quieres aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Y que sus facultades mentales nunca rehuyeron suplicio tan horroroso, sino que permanecieron obedientes al Padre hasta la muerte y muerte de cruz, es algo que muestran sus obras (las que siguieron en su pasión) con mayor claridad todavía que sus palabras. Al mismo tiempo, sus sentimientos eran abrumados con un intenso terror ante la inminente pasión, como lo prueban las palabras que siguen en el evangelio: “Se le apareció un ángel del cielo para confortarle"‘. ¡Qué grande hubo de ser su angustia que un ángel tuvo que venir del cielo para darle ánimo!
Al leer este pasaje no puedo dejar de asombrarme ante la estupidez de quienes afirman ser del todo inútil buscar la intercesión de un ángel o de un santo difunto. Vienen tales a decir que podemos dirigirnos con confianza a Dios mismo; no sólo porque está más cerca nuestro que todos los ángeles y santos juntos, sino también porque tiene poder de darnos más, y desea hacerlo así mucho más que todos los santos del cielo, cualesquiera que sean.
Son argumentos tan triviales e infundados que sólo expresan el disgusto y la envidia de quienes así hablan por la gloria de los santos. Mientras éstos, por su parte, han de estar con razón disgustados con tales hombres que se esfuerzan por demoler el homenaje de amor que damos a los santos y la asistencia protectora que nos prestan. ¿Por qué estos desvergonzados no razonan de la misma manera en este pasaje, diciendo que el esfuerzo del ángel por consolar a Cristo salvador era completamente inútil y vano? ¿Qué ángel podría ser tan poderoso como Cristo? ¿Qué ángel estaba tan cercano a Dios como lo estaba El, si Cristo era Dios? Lo cierto es que, de la misma manera que quiso sufrir tristeza y angustia por nuestra causa, quiso también tener un ángel para ser consolado. Refutaba así los argumentos sin sentido de esos individuos, al mismo tiempo que declaraba ser hombre verdadero: porque así como los ángeles le sirvieron como Dios al triunfar sobre las tentaciones del demonio, también ahora un ángel vino a consolarle como hombre mientras avanzaba hacia la muerte.
Nos llenó así de esperanza sabiendo que, si estando en peligro nos dirigimos a Dios, no nos faltará consolación, con tal de que no recemos perezosa y rutinariamente sino con un ruego que salga de lo más profundo del corazón, tal como vemos a Cristo en este pasaje.
La perspectiva del martirio
“Y entrando en agonía, rezaba con más ardor, y su sudor se hizo como gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo". Afirman muchos autores que los sufrimientos de Cristo fueron mucho más dolorosos que los de cualquier otro mártir por grandes que fueran, en cualquier otro tiempo o lugar. (…)
Además de la extendida opinión de la Iglesia, que oportunamente aplica a Cristo las palabras de Jeremías sobre Jerusalén (O vos omnes qui transitis per viam, respicite et videte si est dolor sicut dolor meus), encuentro yo este pasaje muy convincente para que jamás crea que los tormentos de ningún mártir puedan ser comparados con el sufrimiento de Cristo, ni siquiera en esta cuestión de la intensidad del dolor.
En efecto, veo a Cristo abatido con la angustia de la inminente pasión, con una angustia tan amarga como nadie ha podido experimentarla ante el pensamiento de los tormentos que se le venían encima, porque, ¿quién ha sentido jamás tal angustia que un sudor de sangre fluyera de todo su cuerpo chorreando hasta el suelo? Sólo el presentimiento del dolor fue más amargo y penoso en Cristo que en cualquier otro: ésta es la medida para hacerse una idea de la intensidad del dolor que padeció. (…) Anunciaba la sangre que los futuros mártires se verían obligados a derramar sobre el suelo; y ofrecía, al mismo tiempo, un ejemplo nunca visto y sorprendente de una angustia inmensa. Lo hacía a modo de consuelo para aquellos que, al llenarse de pavor y miedo ante el pensamiento de la posible tortura, podrían quizá pensar que la angustia es signo de su próxima ruina, y caer en desesperación.
Alguno podrá sacar aquí a relucir el ejemplo de aquellos mártires que, libremente y con gran deseo, se expusieron a una muerte cierta por su fe en Cristo; y seguir después diciendo que son particularmente dignos de los laureles del triunfo porque mostraron tal gozo que no dejabalugar al dolor, ni mostraron rastro de tristeza ni de miedo. Estoy dispuesto a aceptar el primer punto, con tal de que no se vaya tan lejos que se acabe negando el triunfo de quienes, marchando a contra pelo, ni se echan para atrás ni escapan una vez capturados; sino que continúan hacia adelante a pesar de su temerosa angustia y, por amor a Cristo, hacen frente a aquello que les horroriza.
(…) No niego el poder de Dios, y sé bien que, de vez en cuando, hace este favor a personas santas como premio de los trabajos de sus vidas, o bien simplemente por generosidad: llena el alma del mártir con tal alegría que, no sólo deja de ser oprimido por la angustia, sino que se ve también libre de lo que los estoicos denominan las propassiones (emociones incipientes o primitivas) (…)
La sabiduría de Dios, que todo lo penetra con fuerza irresistible y que dispone todas las cosas con suavidad, al contemplar en presente cómo serían afectados los ánimos de los hombres en diferentes lugares, acomoda su ejemplo a los varios tiempos y lugares, escogiendo, ora un destino ora otro, de acuerdo con lo que El ve será más conveniente. De esta manera, da a los mártires temperamentos según los designios de su providencia. Uno corre aprisa y gustoso a la muerte; otro marcha en la duda y con miedo, pero sufre la muerte con no menos fortaleza: a no ser que alguien imagine ser menos valiente por tener que luchar no sólo contra sus enemigos de fuera, sino también contra los de dentro; que el tedio, la tristeza y el miedo son, además de fuertes emociones, poderosos enemigos.
(…) Si alguien se siente fogoso y lleno de entusiasmo, ese tal, al recordar tan humilde y angustiosa presencia de su rey, tendrá buen motivo para temer, no sea que su astuto enemigo esté elevándole en alto, pero sólo para poder aplastarle más tarde contra el suelo con mayor dureza. Quien se vea tan totalmente abrumado por la ansiedad y el miedo que podría llegar a desesperar, contemple y medite constantemente esta agonía de Cristo rumiándola en su cabeza. Verá, en efecto, al pastor amoroso tomando sobre sus hombros la oveja debilucha, interpretando su mismo papel y manifestando sus propios sentimientos. Cristo pasó todo esto para que cualquiera que más tarde se sintiera así de anonadado puchera tomar ánimo y no pensar que es motivo para desesperar.
Demos gracias como mejor podamos, que nunca podremos dar bastantes; y en nuestra agonía recordemos la suya, con la que ninguna podrá jamás ser comparada; y pidámosle, con todas nuestras fuerzas, que se digne consolarnos en nuestra angustia, iluminándonos con la que El mismo sufrió. Cuando, con vehemencia y a causa de nuestra flaqueza, le pidamos que nos libre del peligro, sigamos su ejemplo tan precioso cerrando nuestra súplica con este broche: “No se haga mi voluntad sino la tuya.” Si lo hacemos, no dudo lo más mínimo que, así como cuando El oraba un ángel fue a llevarle consuelo, también cada uno de nuestros ángeles nos traerán ese consuelo del Espíritu que nos dará fuerza para perseverar en las obras que nos llevan al cielo. Y para darnos segura confianza sobre esto, Cristo nos antecedió allá por ese camino y con el mismo método.
Tras haber padecido agonía durante un largo rato, su ánimo se restableció de tal modo que volvió a los Apóstoles y se dirigió al encuentro del traidor y de los verdugos que le buscaban para atormentarle. Después, tras haber sufrido como convenía, entró en su gloria y allí prepara un lugar para aquellos de nosotros que sigamos sus pisadas.
Que por su agonía se digne ayudarnos en la nuestra, para que no se vea frustrado ese lugar del cielo por nuestra estupidez y cobardía.
(continuará)
——————————
Infocatólica agradecerá vuestra generosa colaboración; le sugerimos cómo hacerlo.
Todavía no hay comentarios
Dejar un comentario