En el atardecer de la vida nos examinarán del amor
Mi amigo Gustavo, cual filósofo con candil en busca de la verdad, encandilado por el destello del titular, entonó los primeros acordes de esta meditación en acompasada sinfonía amical.
En la Nochevieja, postrera en el calendario gregoriano, se extingue el vetusto año difuminado en las fauces de la tiniebla crepuscular. Al alba germinará en lontananza el halo flamígero del sol naciente. Momento idóneo, profundo kairós, para meditar con gravedad sobre el atardecer de la vida. Estimula el memento mori la melancolía inherente de los gélidos días hibernales, donde supuran punzante dolor las llagas del corazón por los seres que nos dejaron. En su ausencia las paredes del hogar se revisten de tristeza. El rigor invernal nos congrega taciturnos en el brasero del recuerdo y el fuego pretérito se consume en suspiros de añoranza. Revivimos en la retina del alma el lacerante duelo por nuestros difuntos. Su brillo terrenal se eclipsó para siempre en el óbito letal, opacado por el luctuoso velo del tránsito. Su cálida reminiscencia disemina resonancias entrañables en los tímpanos de la memoria.
Meditar en lo efímero de la vida debe despertarnos de súbito de la ensoñación frívola, del falaz letargo de la virgen necia para permanecer siempre en vela, con las lámparas encendidas y alcuzas rebosantes y andar con paso firme esta breve jornada sin errar. Vivamos siempre en estado de gracia. Jamás nos acostemos una sola noche en pecado mortal. Dormir en pecado es una trampa mortal pues siempre hay un riesgo de no despertar y amanecer en el infierno y condenarnos para siempre.
Si vivimos en gracia y con fervor la muerte lúgubre se torna lumínica. San Alberto Hurtado lo recrea así: “Para el cristiano, la muerte no es la derrota sino la victoria: el momento de ver a Dios; la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo. La muerte para el cristiano no es el gran susto, sino la gran esperanza”.
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