Juande González: “Lo que enmascara la agenda progresista, en realidad, es un profundo nihilismo”

El autor analiza su libro El malestar de las élites y la revolución de la Agenda

Juande González se licenció en Administración y Dirección de Empresas por ICADE. Tras una década en el sector de la moda, pasó a la comunicación política y corporativa. Actualmente trabaja en el Ayuntamiento de Madrid y antes lo ha hecho para el Parlamento Europeo y en la política nacional. Es autor de la novela juvenil Los niños sin nombre (Kolima) y del ensayo El malestar de las élites y la revolución de la Agenda (Sekotia). Colabora en medios como Vozpópuli, El Mundo, The Objective y Negocios TV. Pero, ante todo, está casado y tiene dos hijos.

¿Por qué decidió escribir un libro titulado El malestar de las élites y la revolución de la Agenda?

El libro tiene origen en un artículo que publiqué en Vozpópuli hace algo más de un año, en el reflexionaba sobre el papel de las élites más o menos conservadoras y liberales en lo que hoy llamamos guerra cultural. Yo estudié en los años 90 en ICADE, un centro universitario católico. En el artículo, describía el mundo de aquel momento histórico, imbuido de un fuerte optimismo, una fe inquebrantable en la tecnología y una renuncia a defender en el espacio público los propios valores.

Veinticinco años después, nos encontramos en un mundo muy distinto, en el que los valores dominantes son los de un progresismo radical, en ocasiones desquiciado, que nos hacen sentir, a los estudiantes de entonces, como extranjeros morales. Por poner un ejemplo: la idea de que uno es hombre o mujer según cómo se sienta y lo exprese. No es tanto que no se pueda discrepar (aunque la cultura de la cancelación es una realidad) como que el que discrepa tiene la carga de la prueba y, además, es visto como sospechoso. Aquel artículo tocó alguna fibra, tuvo mucha difusión y lo leyó Manuel Pimentel, el editor de Almuzara, que me propuso convertirlo en libro en su sello Sekotia.

¿Quiénes son realmente las élites y por qué tienen ese malestar?

Se forma parte de la élite en la medida en que se tiene capacidad de influir en el comportamiento de los demás. ICADE, donde yo estudié, se suele considerar una universidad para élites, porque sus estudiantes terminan ocupando posiciones relevantes en empresas y en la Administración. Existen élites militares, élites políticas y élites económicas. Lo que sostengo en el libro es que nuestra generación somos una élite que más o menos ha podido alcanzar las posiciones relevantes a las que aspiraba. Mis compañeros y amigos, unos más y otros menos, tienen buenos puestos de trabajo, pero resulta que dedican buena parte de sus jornadas a implantar planes de igualdad y las políticas ESG tal y como se definen desde la Agenda 2030, que están planteadas desde valores que ellos no comparten. Por tanto, podría parecer que son élite, pero el mundo ha ido en una dirección que no es la que ellos querían. ¿Por qué? Porque, a mi juicio, la principal élite es siempre la élite cultural, la que es capaz de crear y difundir las ideas que configuran el mundo. Las personas que han cambiado el mundo (para bien o para mal) no eran ricas, en ocasiones eran pobres: San Pablo o Karl Marx, por poner dos ejemplos de influencias muy distintas. Nuestro malestar viene de no entender que es necesario afirmar nuestros valores y producir cultura. No basta, ni de lejos, con cuadrar balances y mejorar el EBITDA de una empresa.

¿Qué es el pensamiento pluto?

Llamo así a la ideología por defecto del periodo que va de la caída del Muro de Berlín en 1989 a, al menos, la gran crisis de 2008. La describo como un progresismo liberal y tecnocrático (PLT, de ahí Pluto). Es progresista porque entiende la historia como una escalera hacia un futuro cada vez más perfecto, liberal porque confía en las instituciones básicamente liberales (hasta el punto de considerarlas fines en sí mismas) y tecnocrático porque cree que para cada problema hay una solución tecnológica disponible, y si no la hay, entonces es que no hay problema. Y por solución tecnológica entiendo tanto la inteligencia artificial como una reforma constitucional. El pensamiento pluto fue una ideología vaga en sus dos acepciones (perezosa e imprecisa), que además no sabíamos que lo era, sino que creíamos sinceramente que el mundo era así y que no había alternativa. Su principio fundamental era la supremacía de la libertad en sí misma, desgajada de la verdad: si alguien hacía algo libremente, tenía que ser bueno o, en todo caso, sólo esa persona podía juzgarlo. Veíamos la globalización como una fuerza imparable y sin apenas aristas, creíamos que la democracia se abriría camino en países como China simplemente porque sus ciudadanos habían entrado en contacto con la prosperidad. Hoy da algo de risa recordarlo.

¿Qué relación tiene con el llamado marxismo cultural?

Nosotros vivíamos en el pensamiento pluto, pero mientras tanto había una élite cultural de izquierdas que estaba elaborando y difundiendo propuestas de vida basadas en el pensamiento posmoderno desarrollado entre los años 50 y 70 en universidades primero francesas y luego anglosajonas. Estaban generando una alternativa al pensamiento pluto absolutamente radical, basado en la supremacía del deseo y que veía opresiones por todas partes: de los hombres contra las mujeres, de los blancos contra los negros, de los cis contra los trans, de los humanos contra los animales y contra el planeta… Una filosofía de la sospecha. A esto se le llama hoy políticas identitarias o, en ocasiones, marxismo cultural, aunque yo creo que hay una ruptura con el marxismo clásico en algunas cuestiones esenciales. En cualquier caso, esta élite cultural (académicos, escritores, guionistas, periodistas…) desarrolló una capacidad para decirle a todo el mundo cómo debía comportarse en cada aspecto de su vida: desde las relaciones entre los sexos hasta el coche que había que conducir, cómo debían ser tus vacaciones, qué debías comer y qué no… lo cual termina cuajando en una agenda política.

¿En qué medida una agenda global les puede ayudar a recuperar el control?

Hay algo divertido en esto. Tras la caída de la URSS, la izquierda radical europea se pasa al altermundismo, una especie de oposición frontal a la globalización. Fracasan, pero las instituciones globales (muy en la línea del liberalismo pluto) les ofrecen incorporarse al debate, tomar en consideración sus objeciones. Y entonces parte de aquella izquierda aprende que se consigue más poder (y se vive mejor) siendo la conciencia del capitalismo que su archienemigo. Y empiezan a configurar una agenda global, cuya manifestación más obvia es la Agenda 2030, aunque no la única. De hecho, en el libro no hablo de la Agenda 2030 porque me parece que nos impide ver el bosque: una serie más amplia de propuestas que lo abarcan todo.

¿Cree que el ciudadano medio es consciente de lo que es realmente esa agenda?

Empieza a serlo. La cuestión de la agenda política también es interesante. En los 80 y 90 era la izquierda la que estaba obsesionada por la agenda. Era muy común escuchar a sus líderes quejarse de que el cine y la tele establecían una prioridad de temas y los enmarcaba de una forma que, según ellos, favorecía al poder. Para la gente más despolitizada, esto no tenía sentido, sonaba paranoico. El pensamiento pluto sostiene que existe un mercado de las ideas y que la gente elige las que más le interesan y las convierte en dominantes. Es una tremenda ingenuidad: en primer lugar, porque la izquierda de los 80 tenía razón, claro que se puede favorecer una agenda a través de los medios de producción cultural.

Y, en segundo lugar, porque lo que tiene que hacer un ciudadano preocupado no es ir al mercado de las ideas y coger del estante la que más le gusta, como un consumidor de refrescos, sino producir y distribuir su mercancía (por seguir con la metáfora). Si creemos en algo, si tenemos una visión moral de la vida, tenemos que salir ahí fuera a comunicarla. Siempre fue así con el cristianismo, pero el liberalismo pluto lo considera inadecuado. ¿Hablar de ética, de moral? ¿Afirmar que hay una verdad? ¡No, podríamos molestar a alguien! Mientras tanto, tenemos a una élite cultural de izquierdas afirmando cosas como que tener hijos es poco sostenible, incluso criminal. Pero, como son dominantes, no te lo venden como una opción, sino como puro sentido común. Se han invertido los papeles.

Sin embargo cada vez hay más voces críticas…¿En qué medida pueden ser mayoritarias un día?

Quiero pensar que lo serán, ya que el malestar va en aumento. Pero me gustaría aclarar que no se trata de que no haya agenda, como tal vez le gustaría al pensamiento pluto. Siempre la va a haber. Lo que tenemos que lograr es que el sentido común vuelva a pivotar sobre verdades robustas. Para las personas religiosas, para los católicos, esto es sencillo: si su fe es fuerte, siempre tienen un punto de referencia. Las personas de religiosidad más vaga o no creyentes pueden encontrar un buen asidero en las ideas de familia y nación, que es lo que yo propongo en el libro. Una agenda política basada en la familia nos permite priorizar y enmarcar casi todas las cuestiones políticas. Por ejemplo, sostengo que la debacle mundial de la natalidad debería ser para la derecha lo que el cambio climático ha sido para la izquierda: una prioridad absoluta que permita liberar grandes cantidades de energía política y económica. En cuanto a la nación (que es especialmente importante en España) propongo que la miremos como la forma moderna de la comunidad, como un tapiz de obligaciones recíprocas, antes que (aunque no “en lugar de") un artefacto jurídico. Desde la familia y la nación se puede construir una nueva agenda mucho más humana y provechosa.

¿Por qué en el fondo es una lucha por la libertad frente a unas élites dispuestas a tenernos sometidos?

En el libro explico que el primer punto es volver a unir a la libertad con la verdad. El pensamiento pluto contribuyó a desligarnos de la noción de verdad, y el progresismo radical nos ha tratado de vender como verdades toneladas de chatarra intelectual. Necesitamos recuperar una verdad compartida, elementos sagrados desde los que fundar nuestra comunidad. Lo que enmascara la agenda política progresista, en realidad, es un profundo nihilismo. No hay verdades últimas, sólo construcción social y poder. Se da por hecha una antropología absurda, la del hombre como plastilina en manos del Estado o de unas instituciones supraestatales entregadas a la ingeniería social. Frente a eso, hay que afirmar que existe una naturaleza humana, que el hombre tiene un telos, una finalidad, y que para alcanzarla puede y debe practicar unas virtudes concretas. No soy ingenuo, entiendo que no será fácil encontrar en una sociedad tan fragmentada esos elementos comunes y veraces, pero al menos habrá que intentarlo. La familia y la nación pueden ser buenos puntos de partida, aunque no niego que pueda haber otros.

El futuro es incierto y nadie sabe lo que va a pasar…¿Cuál es su predicción en relación a la imposición del globalismo mundial?

Va a ser seriamente revisado. En parte, por el malestar al que aludo en el título del libro, pero también porque una parte importante de las sociedades occidentales sienten que las están estafando, incluso materialmente. Están pidiendo ya un regreso a políticas de lo concreto (vivienda, empleo, seguridad personal…), están rechazando la falsa autoridad de las instituciones globales y de sus líderes, que no hacen sino fracasar (recordemos el papelón de la OMS durante la pandemia). Se percibe un regreso a lo local, a la tradición y también a la religión. Dentro de no mucho tiempo nos preguntaremos cómo pudimos creer o callar ante ciertas afirmaciones delirantes y no hicimos nada ante problemas mucho más graves. Pero la lección que espero que extraiga el lector es que es necesario compartir nuestras verdades. Somos humanos, somos falibles, podemos estar equivocados en muchas cosas, pero si no creemos en verdades sólidas, en que el ser humano es algo más que materia, entonces volverán los sofistas y las falsas agendas a llenar el vacío.

Por Javier Navascués

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